Museo de la Mujer
Si en México existiera un museo de las madres se haría visible la extrema complejidad de este país desechurado. Concentrados en la situación femenina, empezar con planos de distribución geopolítica, socio económica, sanitaria, educativa, profesional, de estructura familiar y nutricional, estado civil, trabajo y acceso a servicios bancarios, culturales y asistenciales. Bastaría un golpe de vista a la realidad para dejar de repetir tonterías y prejuicios que pretenden desacreditar cualquier tentativa de reivindicación.
Visibles por fin en conjunto, las imágenes del dolor, las carencias, las limitaciones extremas, patologías, desigualdades, figuras de la discriminación, la ignorancia en sí y con miseria, pondrían de manifiesto el sufrimiento de millones de paridoras. En contraste con las afortunadas que aportan armonía, rumbo y equilibrio, muchedumbre de niñas y adultas viven condenadas al desamparo. Lo peor se concentra en las comunidades indígenas, entre el lumpen y en esas franjas vulnerables no solo por vejez, abandono, pobreza y enfermedad, sino por su proclividad a la migración, a la mendicidad, al maltrato y a la delincuencia. Bastarían las aristas de una injusticia rancia, que la ceguera no consigue o no quiere ver, para calcular la hondura de lo que es y ha sido una sociedad malograda y violenta, desde la Independencia y a pesar de las subsecuentes guerra de Reforma y de la revolución social de 1917. En suma: nunca y sin distingo de ideología, los mexicanos hemos sabido gobernar ni ser gobernados.
Da vergüenza reconocer que, desde la caída del régimen colonial y durante algo más de 200 años, no hemos construido una República equilibrada, digna, democrática ni moderna. Durante dos largos siglos, las mujeres y sus niños siguen siendo las mayores víctimas de la incompetencia y la estupidez moral. A la voz de “yo no fui”, siempre ha sido “el otro” el culpable de nuestras desgracias. Con esa actitud inmadura hemos potenciado las rémoras al grado de convertir nuestro hermoso territorio en un campo de batalla. Donde los estados no están bañados en sangre y sembrados de cadáveres, la rapiña económica se ha encargado de destruir ríos, bosques, aire y recursos vitales, incluida la mejor herencia arquitectónica. Ante tan obvio desprecio por la vida, ¿por qué suponer que las mujeres mereceríamos respeto y derechos?
Hay que insistir hasta que se entienda: la mujer es medida inequívoca del atraso o del progreso de cualquier cultura y país. De la cuna a la mortaja y de abajo arriba, somos espejo vivo de logros y fracasos. Y porque en los vientres se gestan los conflictos sociales es indispensable que las políticas reparadoras se dirijan en primera instancia a subsanar ese núcleo de una tragedia que no asoma fin.
Cabeza de la prole, cada una, con su respectiva heterogeneidad, rebota el producto de su historia. Por ello no me he cansado de repetir, aunque de manera infructuosa, que la mujer es el eje reproductor de la miseria. Y algo más: la ignorancia materna no es inofensiva porque repercute, agravándola, la de las generaciones que siguen. Ni qué decir de las defecciones femeninas porque cuando ella es la portadora de la crueldad y del “malestar de la cultura”, los alegatos del mismísmo Freud se quedan cortos.
Los feminicidios no son accidentes del destino. Ocurren y se multiplican como resultado del pudridero social. El fracaso ancestral del Estado no permite disimulos: a las 40 mil o más asesinadas brutalmente en años recientes corresponde igual número de madres desoídas y dolientes para quienes no hay consuelo, justicia, decencia, derechos y ni siquiera compasión. La criminalidad demuestra que así como no hay víctimas de un solo lado, tampoco pueden abordarse la delincuencia y la patología social como hechos aislados ya que en su núcleo está la realidad femenina.
Niñas, jóvenes y adultas han sido robadas impunemente durante décadas. Secuestradas, esclavizadas, prostituidas, maltratadas y acaso descuartizadas para vender sus órganos en los sótanos del mercado internacional, miles y miles han quedado reducidas, en el mejor de los casos, a cifra estadística y ésta ni siquiera es confiable. La infamia de la trata y explotación haría palidecer a verdugos del remoto pasado. ¿Qué ha sido de la muchedumbre perdida, borrada del mapa, del deber del Estado, de la compasión religiosa y del interés público?
Ponerle rostro a las niñas/madres, por ejemplo, sacaría a la luz el drama de las agresiones sexuales y las violaciones dentro y fuera del núcleo familiar. Exhibir las múltiples peculiaridades del embarazo entre adolescentes y los modos como se quebranta el destino de millones en el campo y las ciudades dejaría al desnudo la chapucería del sistema educativo y, en consecuencia, otra vez, el fracaso del Estado. El catálogo de desgracias es inmenso: embarazos indeseados, abortos de alto riesgo, complicaciones sin tratar adecuadamente, abandono de recién nacidos, hambre, angustia, depresiones… Ay, dios, ¡el panorama es horrible! Mejor no mirarlo, ¿verdad? Así la consigna: “el mejor problema es el que no veo ni me afecta”.
Un necesario y ya inaplazable museo de la mujer sería, por consiguiente, el de la historia moderna y contemporánea de México. A los vientres van dar los fraudes educativos, las instituciones de quinta, la ausencia de esperanzas vitales, laborales y formativas; el machismo, la cerrazón religiosa, el alcoholismo y las drogas, la crueldad...
Donde la maternidad en soltería no es indicador de elección en libertad sino de marginación, violencia y malos o nulos usos de métodos anticonceptivos, por fin se sabría que en 2010 el Censo de Población y Vivienda publicó que 4 de cada 10 hogares -11.4 millones- carecían de figura paterna. En 2015 la cifra aumentó hasta casi la mitad de la población; es decir, 47% de familias mexicanas depende de manera absoluta de la madre y/o de las abuelas. Dada nuestra realidad catastrófica, ya sería hora de entender que la realidad femenina es la medida de la sociedad.
La salud física y mental caminan con la nutrición. El alimento exige inteligencia y al revés. La razón hay que cultivarla. Impulsar el destino –mejorarlo, orientarlo y hasta cambiarlo- no depende de mandatos divinos, como pretendió una iglesia colonial que, después de 300 años, dejó tras de si una feligresía sin letra, sin aptitud electiva, sin ética y muy, muy envilecida por la doble moral y la deshumanización. Despreciar a las mujeres no es novedad, lo novedoso sería conquistar la equidad y elevar la justicia a un hecho natural, cotidiano y asimilado.
Hagamos, pues un Museo de la Mujer como verdadero acto de amor y reconocimiento a las que nos antecedieron, a las que creemos que es posible abatir este infierno. Mirémonos en el espejo de la verdad. Amemos a cada madre por su inconformidad, por transformar el legado, por su rebeldía y disposición para torcer la determinación del Destino. Merecemos mucho más que felicitaciones fortuitas. Merecemos justicia. Merecemos vivir sin miedo y con oportunidades vitales.