Martha Robles

View Original

Parejas extraordinarias. Abelardo y Eloísa, I

Reservadas al secreto o al cotilleo, las historias privadas son el mejor registro del espíritu de los tiempos. La intimidad atesora la sal de la vida. En parte, el exterior determina la conducta porque presiona,  conforma y deforma; lo oculto, sin embargo, es la tablilla donde se inscribe el relato incómodo de la existencia. Al desvelar lo que se calla o se confina en  corredores oscuros estalla el escándalo y, con él, un surtidor de versiones que, literarias en el mejor de los casos, retratan la temperatura del ser ante la imposibilidad de modificar el destino.  Historias/espejo como ésta perduran en la memoria como referente de las diferencias entre géneros y culturas a los ojos de Dios.  Fresco aún en el historial de infamias, Pedro Abelardo y Eloísa protagonizaron uno de los amoríos más sonados justo cuando, desde el papado y entre toda la cristiandad, se atizaba el delirio redentor agravado con mortificaciones del cuerpo, mandas, sacrificios, abstinencias forzadas y horas interminables entregadas a la oración.


Nada mejor que las acciones proscritas para exacerbar demonios, miedos, prejuicios y supersticiones de creyentes fanatizados. En ese sentido y por encima de los legendarios Tristán e Isolda, lo padecido por Abelardo y Eloísa en el París del siglo XII congregó todos los ingredientes para ilustrar, cual ficción verdadera o verdad ficticia, un régimen de dominio tan brutal y perverso  como solo puede serlo el de la intolerancia fomentada en nombre de Dios.


En tanto y la más erótica y sensual literatura islámica endulzaba la sensibilidad andalusí, desde una agitada ciudad de Córdoba, los amplísimos intereses papales sufrían las consecuencias del gran cisma (año 1054) que desde entonces y de manera definitiva  separaría geográfica, dogmática y doctrinariamente la Iglesia en romana y bizantina. Tal ruptura, en medio de tremendas sacudidas políticas, económicas y sociales que imposibilitaron la aplicación de cualquier estrategia de concordia en ambos lados del cristianismo, provocó el endurecimiento tanto del control de la creatividad como del principio obediencia entre la feligresía.


El primer gran efecto de tal división fue la intransigencia extrema del clero que, imbuido de autoridad para condenar a las almas en éste y el otro mundos, administró con idéntica irracionalidad lo prohibido y lo permitido.  La subsecuente cancelación absoluta de libertades, “en nombre de la fe”, dio paso franco al imperio de la superstición, el comercio indiscriminado de indulgencias y reliquias, la superchería espiritual y la arbitrariedad hasta instaurar la costumbre de condenar a discreción cualquier brote o gesto de rebeldía, pues no se podía aspirar a nada que no fuera la santidad, a la supeditación a la autoridad inviolable y a la salvación de las almas.

Tanto para el cristianismo como para el aún joven Islam sería difícil y accidentado superar resabios dispersos de la caída del Imperio Romano, fechada en definitiva en el siglo V. Parte de la Antigüedad se respiraba en la vida cotidiana  durante la Alta o temprana Edad Media, aunque predominaba la urgencia de aniquilar cualquier vestigio de paganismo. Una desenfrenada necesidad de autoafirmación religiosa  incurrió en tremendas injusticias y calamidades en lo público y lo privado. El historial de acosos y persecuciones, tramado de órdenes religiosas recién fundadas, plegarias y  agrupaciones de caballeros “defensores de la fe” era inseparable del gusto por las intrigas, las invasiones territoriales y de una cabal ausencia de escrúpulos entre miembros mayores y menores de un clero ciego para sus faltas y de mano dura contra los pecadores. 

 
El belicismo y la intransigencia imperantes en la geografía de los monoteísmos no impidió al Islam crear obras artísticas de una notable libertad, incluida la colección de relatos populares en varias lenguas posteriormente reunidos  en árabe en Las mil y una noches.  Expuesto a cismas y confrontaciones internas, el cristianismo en cambio selló con furia su clericalismo, se concentró en la creación de un arte litúrgico auxiliado con vidas de santos a cual más de exaltadas y típicamente escatológicas y cerró filas en la producción monacal  de mamotretos –principalmente tratados, misales y libros de horas- para abundar en temas filosóficos y arengas a favor de la humildad, el ascetismo y la penitencia. A esa tradición, en la que destacarían San Agustín, Anselmo de Canterbury y Tomás de Aquino, pertenecería Pedro Abelardo, celebrado entre sus pares por sus tratados sobre teología y filosofía.

Imposible equiparar la sensualidad oriental, distintiva de la riquísima cultura árabe, con la austeridad monotemática del Medievo europeo.  En un panorama dominado por la severidad cristiana, el desplazamiento de los cruzados abrió una ventana a la creación de novelas y relatos de caballería: verdadera exaltación de logros y fantasías masculinas, invariablemente coronadas con la figura casi sagrada de la Dama. Para una fogosa Eloísa que descubre a los diecisiete años de edad la pasión potenciada por la sexualidad fusionada a la atracción intelectual, aquél entorno sobrecogido con amenazas de hoguera o condenación eterna, con cantos a la pureza y al sacrificio y proclive al culto del martirologio, debió representarle al verdadero y tangible infierno. Así consta en sus misivas, todas ellas marcadas por reclamos a Dios y protestas emitidas al pie del altar  por haberla despojado de su amor “hasta reducirla y sacarla del siglo”. 

Si el placer coronaba el horror cristiano, se reprimía hasta la más sutil expresión de erotismo, sexualidad, goce de los sentidos y curiosidad intelectual. La tremenda psicología del pecado no era otra cosa que odio a lo femenino. Tal la causa por la que floreció el amor cortés o “amor tras la cortina”, y la costumbre trovadoresca de cantar las florituras del cortejo en plazas o entre damas encerradas en castillos o en sus torres  y caballeros partícipes en torneos, aventuras de conquista y batallas triunfales en tierra de infieles. 

Como no fueran el filón poético reservado al misticismo o unión mística con Dios y el cultivo del canto monódico, simple, llano o gregoriano, el arte también quedó supeditado a la infame y perdurable figura del pecado: fuente fecunda del desprecio absoluto e intimidante a las más altas virtudes humanas. La feligresía medieval, de tal modo, tuvo que plegarse a la generalmente calificada “época de oscuridad” de un cristianismo teñido de corrupción, espiritualidad, rebatiñas por el poder, saqueos, crímenes y severas contradicciones que afeaban la propaganda de humildad, caridad y amor al prójimo.  El saber proscrito, por otra parte, significaba un claro contraste en la política de fundaciones de monasterios, abadías, universidades e instituciones encargadas de unificar y divulgar no solamente la expansiva escolástica, sino  principios doctrinarios que encumbrarían el poder papal, cabeza de la Iglesia de Roma para Occidente.

Si bien el rigor piramidal de la Iglesia sirvió para sujetar al villano agreste y de pobre experiencia urbana, la población educada, principalmente captada por la vida monacal o destinada a crear los órdenes y administraciones feudales, militares y/o civiles, era la que más padecía el determinismo religioso.  No había otro margen de acción que el concedido por la gracia –invariablemente arbitraria- de los dueños de la verdad absoluta en su carácter de representantes de Dios en la Tierra.

Como sería de esperar y sobre la gran división de la poderosa cristiandad que daría vida propia a la ortodoxia  oriental, el agitado siglo XI declinó en el territorio europeo en medio de embates feudales y militares, campañas contra el poder del Islam, peregrinajes violentos a Jerusalén y la profusión de robos, asesinatos, emigraciones masivas,  enfrentamientos entre turcos y cristianos y no pocas persecuciones públicas y privadas que arrasaban con fama, fortuna y la vida misma. Triunfó el fanatismo de un clero aún sin unidad que oscilaba entre la disipación, la intransigencia, el control del conocimiento, la enseñanza, la prédica cerrada, la prédica y la corrupción.  Apoyado en el alegato de la defensa de la fe contra los blasfemos y la liberación armada de Jerusalén y los Santos Lugares, el papa Urbano II se prodigó en arengas hasta convocar, en 1095, el Concilio de Claremont para movilizar a la feligresía en contra del dominio musulmán en los recintos y territorios sagrados: con esta fecha puede decir que el signo de la Alta Edad Media se había puesto en alto.  

Tal era el ánimo reinante cuando Pedro Abelardo nació, en 1079, en una aldea próxima a Nantes. Además del declarado interés de los señores feudales de no renunciar a sus privilegios ni responder en primera instancia al mandato papal contenido en el grito “¡Dios lo quiere!”, la Alta Bretaña estaba imbuida del fervor religioso atizado con ánimo expansionista que inauguraría, en 1096, el fenómeno más importante del milenarismo: las Cruzadas. Liderada por mayoría de nobles medios provenientes  del reino de Francia y del Sacro Imperio Romano Germánico, la Primera Cruzada fue el fenómeno inaugural de la migraciones masivas del pueblo-pueblo que caracterizarían al milenarismo.  Integrada por caballeros, soldados y muchedumbre de artesanos y campesinos tan fanatizados como ignorantes y deseosos de acceder a la doble recompensa terrenal y eterna, la fuerza invasora era inflamada por el clero con una mezcla de fe, codicia y un implacable afán de dominio. Así, al avanzar por el Sultanado de Rüm cometiendo rapiña y media en los años inaugurales del siglo XII y dejar tras de sí una mortal siembra de brutalidad, violaciones, crímenes y despojos, este desplazamiento de “cruzados” iba construyendo fortalezas, templos y sagrarios en sus rutas consagradas. A su paso dejarían los guerreros de la fe sobrada constancia de lo poco piadoso, cristiano y compasivo que era credo en todas sus partes: desde el dominio papal hasta sus más modestos defensores armados.  

Radicalizada sin remedio y llevada a su máxima expresión de brutalidad durante los siglos siguientes, la brecha entre el Islam y el cristianismo dejó para la historia del Medio Oriente un horrendo surtidor de sangre, ciudades arrasadas y cuerpos desmembrados. El fenómeno de las cruzadas con las migraciones que provocó, con enriquecimientos provenientes de saqueos tremendos, con el surgimiento de cotos de poder que deben ser estudiados para conocer a fondo los alcances deshumanizados de que son capaces las religiones cuando se fanatizan,  estremeció hasta la raíz dos mundos inconciliables. Desde entonces, el cristianismo y el Islam quedaron para siempre enfrentados y mutuamente cargados de odio, hasta ahora irremisible.

Si bien el caso de Eloísa no puede ni debe abordarse sin estas consideraciones, el entorno en el que creció Abelardo era también, por consiguiente, del más puro fanatismo a pesar de que a los hombres estaba reservada la posibilidad de pensar, actuar y elegir no obstante los límites señalados.  Su padre Berengario trazó para él y sus hermanos un modelo de educación ajustado a las más altas exigencias, propias de su nobleza.  Destinado a la vida militar en la que se destacó Berengario, el niño  repudió las armas y condenó la violencia. Dotado con un talento de excepción, se caracterizó en cambio por cultivar el estudio, la música, la retórica, la filosofía y el canto.  Ante el disgusto paterno por elegir las humanidades, tuvo que renunciar a   su herencia y a los derechos de su primogenitura para concentrarse en el ejercicio del pensamiento, lo que por necesidad estrechó sus vínculos con el clero. 

Presionado por su circunstancia familiar y a la sombra de los alborotos religiosos, se hizo viajero constante en pos del saber que no se oponía del todo a su realidad doméstica, pues sus padres eran tan devotos y  cumplidos cristianos que cada uno por su lado, en plena madurez, renunciarían a sus bienes, tomarían los hábitos y se dedicarían a la vida contemplativa. Pedro Abelardo, en cambió, descubrió que nada en el mundo era más disfrutable y digno de una entrega cabal que el culto al saber.  Simpatizó con los peripatéticos y hacia los veinte años de edad se integró a la célebre escuela episcopal de París, dirigida por el archidiácono Guillermo de Champeaux, donde obtuvo el título de Magister in artibus. Orgulloso de su dominio de las disciplinas atesoradas por la Iglesia en la formación medieval -retórica, gramática, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música-, fue cediendo a la soberbia de un modo no tan secreto, hasta pagar con creces lo que la religión condena como pecado de orgullo. 

Amante de los debates y en posesión de atributos que sin esfuerzo lo hacían brillar ante los más destacados maestros, el joven y refinado Abelardo, con modales propios de la nobleza, se desplazaba en busca de los mejores para  probarse y probar en público sus habilidades dialécticas. Una de las poquísimas autobiografías medievales conocidas en nuestros días, su Historia Calamitatum (Historia de mis calamidades) refiere en misiva dirigida a un amigo -desde luego a su favor-, el  cúmulo de desdichas que lo elevaron a figura/cifra del Medievo. 

Allí describe cómo él mismo forzó a discutir en París a su maestro  Guillermo de Champeaux, “en cuyos círculos florecía la dialéctica”.  Tras ridiculizarlo “por su realismo ingenuo”, lo convirtió en su enemigo vitalicio.  No contento con disminuirlo, hizo que lo abandonaran sus alumnos para incorporarlos a su propia escuela: Mi fama se acrecentaba día a día: la envidia se encendió contra mí. En fin, presumiendo en exceso de mi genio y olvidando la debilidad de mi edad, yo aspiraba, a pesar de mi juventud, a dirigir, a mi vez, una escuela. Establecida en la prestigiada Melun, ciudad real, pronto estalló el conflicto entre discípulo y maestro, a resultas de lo cual Abelardo trasladó escuela y discípulos a Corbeil –cerca de París- mientras que, humillado, Guillermo abandonó la enseñanza, tomó los hábitos y se retiró a la soledad de Saint-Víctor, hacia 1112 o 1113, aunque nunca dejó de denostar al rival.

Mitificada o no; convertida en paradigma de los infortunios amorosos de una pareja singular y colmada de detalles para conocer dos destinos distintos que solo se cruzaron para acentuar su signo trágico, lo cierto es que las varias versiones que enriquecieron durante unos ocho siglos esta historia de amor, desamor, fanatismo, ensañamiento familiar y hasta de un grito femenino desesperado y vuelto contra el poder divino, no ofrecen desperdicio. Tanto Pedro Abelardo como Eloísa merecen, cada uno por su cuenta, una mirada acuciosa para leer las entrelíneas de un determinismo que no se ha abolido del todo; no, al menos respecto de la realidad femenina, pues aunque el talento de la joven era un hecho tan estorboso socialmente como admirable e indiscutible, para su maestro e inevitable amante, el torneo intelectual significaba probar su superioridad sobre los notables. Hay que entender, por consiguiente, lo que le representaba el descubrimiento totalizador  de una muchacha ajenada en casa del tío como traída de otro planeta. No se trató únicamente del estallido de la pasión, era además el fuego compartido del saber entre dos inteligencias atípicas. Para el gran vencedor de lides verbales, ella representó el trofeo inequívoco que a poco se transformaría en regalo envenenado. 


(Continuará)