Vasconcelos: un antihéroe consagrado*
Un rayo de punta a punta: así fue José Vasconcelos. Al conmemorarse 60 años de su fallecimiento (junio 30 de 1959), sus devotos de las últimas generaciones lo enaltecen con tanto o más entusiasmo que sus coetáneos. ¿Por qué? Pues por lo que pudo ser un país educado de haber realizado su ideal; por encarnar al Ángel exterminador y haber sido derrotado en todas sus empresas; porque, Mesías promisorio, encendía con discursos y arengas al rojo la esperanza de una muchedumbre sin esperanza; porque se lo creyó un hacedor de milagros, pero estaba condenado al fracaso; porque pretendió redimir “a este pueblo que no tiene remedio”; porque primero exaltó a la “raza” por la que hablaría su espíritu y después del ´29 la aborreció por permitir el “triunfo” de su enemigo en vez de levantarse en armas tras la experiencia del ´29; porque creyó en el sueño de Madero y, tras vaivenes que siguieron al golpe huertista, se unió a Obregón en el Plan de Agua Prieta para desconocer a Carranza y denigrarlo con su apasionamiento habitual; por sus ires y venires de la simpatía al odio y al revés; porque, fundador de la SEP en octubre de 1921 y al sentar fama de civilizador en México e Hispanoamérica, sus crecientes diferencias con Obregón recayeron sobre su proyecto educativo y se extendieron, aun durante otro de sus exilios, hasta Calles en su campaña para la Presidencia, en 1929…
Los por qués del rojo y el negro de figura tan controversial, apuntan a una sola y reveladora dirección: sobre sus coetáneos, en especial miembros del Ateneo de la Juventud reconocidos además de por sus obras por crear las grandes instituciones del México moderno, el “Maestro de América” encarnó el espíritu de su tiempo: temperamental, misógino, egocéntrico, amante del poder, intolerante, panamericanista, inspirador del “antiimperialismo reaccionario”, definido por García Cantú en Las invasiones norteamericanas en México; conservador exacerbado especialmente al final de su vida; escritor, ideólogo de la derecha, conferenciante, idealista, weberiano, seductor si los hubo y hombre de acción y de pensamiento… En suma, su compleja y accidentada biografía sintetiza la sentencia de Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”, publicada en 1914 en sus Meditaciones del Quijote. De tal modo y consciente de la hazaña anhelada, se dio a la tarea de salvar de la ignominia al país y de paso o ante todo, salvar al mestizaje y salvarse a sí mismo en nombre de la memoria por venir.
Vasconcelos fue él y su talante telúrico en una circunstancia tan revuelta y violenta que, por sí misma, era propicia para encender a las masas con mensajes mesiánicos y juicios lapidarios. Nada de lo que hacía o decía atemperaba su naturaleza. Y a nadie dejaba indiferente: de ahí que inspirara, con idéntica intensidad, aborrecimientos jurados y devociones al rojo. Contrapunto de Alfonso Reyes, no solo cultivó su propio mito, sino que consideró necesarios los extremos que cada uno representaba en nuestra cultura, según consta en sus cartas. Incapaz del punto medio emblemático del cauteloso Reyes, Vasconcelos vivió convencido de ser “el elegido”; de su adorada y religiosísima madre proviene su certeza de haber nacido para algo grande. Empezando por cómo lo influyó doña Carmen, cuya muerte lamentó hasta el final de su vida, trayectoria, carácter y creencias se ajustan con precisión al aforismo orteguiano.
Su memorable absorción del súperhombre nietszcheano, redondeó el poder del voluntarismo: características/guía de las dos aventuras que lo consagrarían como un verdadero antihéroe[1]: la del monumental proyecto educativo, a la fecha inconcluso e inaplicable en nuestro régimen de poder, y la otra “cruzada”, la electoral de 1929, también teñida de espiritualidad. Quetzalcóatl redivivo, se enfrentó a Huichilobos/Calles creyendo que era hora de legitimar las bondades de un “filósofo rey”, en los términos platónicos. No obstante los mártires caídos, a pesar de su pregón voluntarista y de las movilizaciones de los clubes vasconcelistas en varios estados, sobre las prendas de redentor que ofrecían sacar al pueblo de su ancestral postración, quedó en claro que, en cuestiones políticas, el pragmatismo de Calles carecía de rival.
De hecho, no fue casual que su contendiente/títere, Pascual Ortiz Rubio, a quien las malas lenguas apodaban “El nopalito” (por baboso), inaugurara el Maximato en su carácter de fugaz mandatario sin poder y que ese mismo 1929, el avezadísimo y estratego de cepa, Plutarco E. Calles, “institucionalizara” la revolución mediante la creación del Partido Nacional Revolucionario: obra maestra del poder absoluto y del manejo de las masas. Inclusive al someter la Cristiada y determinar el rumbo de las “fuerzas vivas”, Calles “legitimó” el dominio político del Ejecutivo en una sociedad maltrecha. Con ajustes y cambios de nombre, el Partido Nacional Revolucionario consumaría, con Cárdenas, el poderoso presidencialismo fundado por él y amparado por el renombrado Partido de la Revolución Mexicana, previo al que fuera, en los términos por todos conocidos, Partido Revolucionario Institucional, a partir del sexenio de Miguel Alemán. Y en toda esta trama, de cerca y de lejos, anduvo mezclado el nombre de Vasconcelos, inclusive en la inaudita aventura de pretender aliarse en sus respectivos “exilios” con su archienemigo Calles para darle un golpe de Estado a Cárdenas…
“Para bien y para mal, somos lo que somos porque él contribuyó a hacernos así”, diría en su oración fúnebre Jaime Torres Bodet, su joven secretario particular en la SEP y él mismo Secretario de Educación primero, durante el gobierno de Ávila Camacho, y después con López Mateos, de donde vino a crear el Plan de Once Años, también abatido por sindicalistas y detractores, no obstante sus enormes aciertos. Con mal pie desde sus orígenes, por desgracia la SEP nunca ha formado una sola generación capaz de enorgullecernos. Su historia de quebrantos, tentativas, “reformas” y ocurrencia y media espejea en parte la biografía de su ilustre fundador.
Mejor que ninguna otra figura pública, Vasconcelos encarna el enredo simbólico de ignorar la historia, encumbrar la emoción religiosa y buscar héroes, mesías, vengadores y redentores para avalar su mensaje. Entendió el valor del mesianismo en una cultura sin sedimentos sólidos, pues creyó inminente subsanar mediante la educación el sentimiento de orfandad creado durante la Conquista y exacerbado a partir de la Independencia. Antihéroe venerado por las izquierdas ciegas, encumbrado por la ultraderecha y elevado a Redentor por el pueblo desasido, se constituyó en el santo idóneo para ser adorado por todas las facciones.
Todavía queda bajo sospecha aquél que se atreva a dudar de su monumentalidad, a pesar de que en su hora y aún después se convirtió en un controversial representante del México de entretiempos: la pre y la pos revolución. De única figura trágica en nuestra historia, como pretendió asumirse, pasó a convertirse en nombre de calle, de bibliotecas, revistas y escuelas. Su nombre asegura éxito si se lo cita al inaugurar monumentos o referirse a sacrificios cívicos o apóstoles de la democracia. Y es que con Vasconcelos no hay fallo: tirios y troyanos saben que ponderar su obra educativa es mantener vivo el anhelo del ave Fénix que renace de sus cenizas. Crecen sus luces ante el panorama sombrío del México actual y, por desagradables que fueran, sus sombras se disipan porque nuestra cultura tiende a consagrar antihéroes porque fracasan frente a los poderes supremos y malogran sus tentativas. No que no haya mérito en la búsqueda y prueba de algunos cambios, es que llama la atención nuestra preferencia por figuras desafiantes que son vencidas abierta o simbólicamente, aunque siempre, siempre, dejando tras de sí la obra inconclusa y, de ser posible, acompañada de anecdotarios grotescos: Hidalgo, Madero, Vasconcelos, Zapata…
Ante la obvia escasez de héroes y grandes hazañas, los mexicanos rendimos culto casi a ciegas y con un fervor más propio de la fe religiosa que del civismo a hombres que aún aguardan una justa revisión de sus actos. El “Maestro de América” se fue encumbrando porque la historia no ha alcanzado la madurez que requiere el deslinde para entender quiénes somos, de dónde venimos, por qué actuamos de ésta u otra manera y cuáles son las circunstancias que nos hacen como somos. El culto al personaje mitificado no guarda correspondencia con el hombre de contrastes que fue y el que se va perfilando más y mejor en la medida en que nos atrevemos a mirar más allá de lo aparente.
A petición expresa suya, sus restos descansan en la capilla de Guadalupe de la Catedral Metropolitana. Él mismo, encendido por la animosidad que movió su pluma en La flama, último título de su saga autobiográfica, escribió su revelador epitafio: Nunca sabrán las generaciones venideras, lo que perdieron perdiéndome.
[1] Recordar que los héroes lo son, desde los días de Grecia, precisamente por triunfar sobre las fuerzas oscuras, algo que él no logró.
Si les interesa tengo dos libros sobre el tema: Entre el poder y las letras, Vasconcelos en sus memorias, FCE, 2a. ed. 2002; y Entre la concordia y el rayo, Reyes y Vasconcelos, Dir. Gral. de Publicaciones, Conaculta (Sello Bermejo), 2005.