Como quien mira dos mundos: el del revés y el derecho. Así se muestra la vida cuando la curiosidad del lector no se detiene en la página impresa. Encontrar lo que un escritor calla, omite u oculta sobre sí mismo enriquece el placer del texto. Me refiero a los autores que atesoramos en nuestro Canon particular. Lo demás: lo malo y mediano que se vende a puños, se celebra a voces, se institucionaliza o se pretende de “fácil lectura”, carece de lo esencial: el misterio. Ir más allá de lo aparente exige afinar una óptica especial, aunque hay casos, como la identidad de Shakespeare, que triunfan sobre la más pertinaz voluntad. Pese a las excepciones, no existe esfuerzo sin recompensa ni fisgón satisfecho con una sola respuesta.
Quitar “la máscara” al colosal André Malraux dejó al desnudo al tipo mal encarado y peor amante, mitómano y ladrón de joyas arqueológicas en Indochina que se inventó un pasado a la altura de sus aspiraciones. Consciente de que la panadería del modesto poblado francés, a cargo de la madre abandonada y las tías, era tan poca cosa como el padre suicida y un abuelo aún más oscuro, el genial aventurero no escapó al escalpelo de los biógrafos. Si no el que más, fue uno de los más influyentes ministros del gaullismo. Por eso hay que ver cómo sus detractores parecen relamerse los bigotes cuando pillan al genio en un tropiezo. Si sus Antimemorias contrastan al hombre que fue con el talentosísimo que quiso ser, no hay duda de que la miga más fértil de su ficción verdadera quedó en lo que repudió y pretendió esconder sobre sí mismo.
Al leer por primera vez Pasado en claro de Octavio Paz, supe que en la estremecedora muerte del padre alcohólico había una historia detrás de la historia. Celoso de su imagen y de los tránsitos privados de su agitado destino, Paz fue de los que prefirieron cubrir agujeros incómodos con letras selladas a piedra y lodo. Vidas tortuosas, secretos bien resguardados, temperamentos insufribles, temores insospechados… Eso y más he descubierto al explorar al que Fama disfraza, lo que demuestra que se puede ser un gran escritor y una mala persona o talentoso, transgresor, aventurero y/o con locuras geniales sin afectar la calidad de la obra. Lo inusual e impensable, en contrapunto, es el anodino capaz no digamos de una página deslumbrante, sino de atrapar nuestra curiosidad. Hasta donde se, no hay mediocre que pueda crear una obra excepcional, por una sola causa: nadie puede saltar sobre sí mismo; es decir, sobre su naturaleza.
Todo empezó cuando, fascinada con la inteligencia y la osadía del explorador, escritor, aventurero, genio y lingüista Sir Richard Francis Burton, quise conocer al hombre que una noche se acostaba con una gitana y amanecía hablando romaní. Su pasión por los disfraces le permitió pasar por nativo tanto en la India como en amplias regiones de África. Registraba tan puntillosamente conceptos sobre la sexualidad, el erotismo y costumbres sexuales que la sociedad victoriana no tardó en amarlo o despreciarlo a discreción, por la misma causa: su invaluable, fecundísima e ilimitada curiosidad intelectual.
Además de primer traductor al inglés de Las mil y una noches, tanto el Kama Sutra como El jardín perfumado dieron cuenta de sus alcances. Describió las hasta entonces inescrutables culturas de una amplísima franja entre India y África, que llegó a conocer mejor que cualquier nativo. Reunió miles de páginas con anotaciones antropológicas, geográficas, topográficas e inclusive militares y diplomáticas que pese a controversias explicables, lo acreditan como el verdadero descubridor de las fuentes del Nilo. Incluidos el hindi, el guyaratí, el maratí, el persa y el árabe, Burton dejó estudios y pruebas fehacientes de su fluido dominio de más de 29 lenguas que asimilaba, según dijeran testigos, “de manera sobrenatural”.
Representante sin par de la Inglaterra decimonónica que por un lado atiborraba la Royal Geographical Society para escuchar relatos casi fantásticos de colonialistas, científicos, cartógrafos y exploradores y por otro exacerbaba su puritanismo, “Dick el rufián” o el “Blanco negro”, como lo apodaban, no se libró de ataques ni estuvo exento de contradicciones. Domesticó a un montón de monos para aprender su lenguaje. Con nueve años de vivencias en la India profunda, consumó su notoriedad en la capital del Imperio por haber vencido a más enemigos en combate que ningún otro hombre de su tiempo. Ese mismo rebelde y erudito genial, sin embargo, vino a caer en los brazos de la católica Isabel Arundell quien, nada más convertirse en la rígida e intolerante Mrs. Burton, decidió echar al fuego cientos de manuscritos por considerarlos pecaminosos. Se hacia pasar por nativo en burdeles proscritos, harems y secretísimos espacios homosexuales que mantenían intactos placeres descritos en el Kama Sutra y El jardín perfumado. Llegó al extremo de medir los penes para clasificarlos por región, raza o cultura, tanto en reposo como en plena erección. Como si su legado escrito no fuera bastante, además se atrevió con expediciones y desafíos nunca antes probados por hombres occidentales.
Con apenas indicios de sus hazañas me apliqué a buscar al hombre detrás de las páginas. Cuanto más avanzaba en detalles de su biografía más anodinos me parecían mis coetáneos. Bajo la lógica de que lo semejante llama a lo semejante, uno tras otro fueron llegando nombres, historias y revelaciones que completaban las mías o, al menos, aliviaban mis fantasías más persistentes: Herodoto, la Reina de Saba, Marco Polo, Abelardo y Eloísa, Luis de Camoes, Giordano Bruno, Thomas Edward Lawrence (el de Arabia), Malraux… Cuando cayó en mis manos un ejemplar de Magic and Mystery in Tibet di un primer paso para, en adelante, seguir las huellas de Alexandra David Nèel: primera occidental en entrar en Llasa, cuando la capital del Tíbet estaba prohibida a los extranjeros. Su contagiosa pasión por las religiones, los viajes difíciles y los misterios orientales no únicamente aniquiló el prejuicio sobre la incapacidad femenina para atreverse con exploraciones geográficas, místicas e intelectuales, también, al leer hasta la última línea de su diario, quedé convencida de que los grandes retos templan el espíritu, aguzan la mente, dotan de sentido a la existencia y revelan cuán hondo y trascendental puede ser el camino en sí, cuando fusionado a la ancestral y sagrada idea del destino.
No fue extraño que sus hallazgos orientales fascinaran a mentalidades tan transgresoras y emblemáticas como Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Alan Watts ni que los años sesenta, especialmente californianos, recibieran su influjo como aire benéfico. Precisamente en 1968, al cumplir cien años de edad y uno antes de su fallecimiento, Alexandra peregrinó a los Himalaya en busca de la iluminación. Hazaña que no extrañó a quienes sabíamos que durante dos años –en la más pura austeridad, por lo que estuvo a punto de morir congelada- se apartó con su maestro en una cueva, a 4 mil metros de altitud, para meditar, dominar la lengua y estudiar el tantrismo tibetano. Para ella, la edad nunca representó un problema ni se planteó la conformidad pasiva como consecuencia inevitable de la vejez. Solía caminar unos 40 kilómetros diarios para que ninguna limitación física entorpeciera sus prácticas espirituales. Que su vida no tenía desperdicio y que para quien supiera mirar y sentir cada minuto de libertad esa vida vagabunda era la auténtica gloria.
Historias de tal calibre han sido nutriente infaltable en la mía. Así como hay épocas más literarias, deslumbrantes y proclives a plantar ideales en mentes de excepción, también se derrama en las conciencias el sello nefasto de las oscuras, como la que nos ha tocado en suerte. Es cierto que nadie escapa al signo de su tiempo, ni siquiera las individualidades que subsisten a contracorriente y persisten a pesar de incontables obstáculos. Pero nadie podrá negar que lo mejor de la historia se debe a los más rebeldes, inconformes, pertinaces y talentosos. Son los hombres y mujeres de excepción que, de preferencia a contracorriente, han contribuido a ennoblecer la vida con su sola voluntad de no ceder ni conceder para ir más allá, no obstante el yugo de la mediocridad.
Hay días en que el crimen, la violencia y la espantosa mezquindad adueñada de la cultura institucionalizada caen sobre nuestras cabezas como plomo insoportable. Es el momento de acudir al revés de las páginas para conocer hasta dónde la adversidad ha sido inseparable de grandes destinos. Y hasta podría creerse, ante historias que se antojan fantásticas, que México tiene remedio y que la obra, la voluntad y el tesón de algunos, contra cualquier evidencia, impondrá sus frutos a pesar de obstáculos inauditos.