Mutilación genital femenina

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La infamia de que  capaz nuestra especie no tiene límite ni fronteras. Hay maltratos a la mujer que quitan el aliento; sin embargo, la mutilación genital o ablación encabeza las expresiones más feroces de perversión e imbecilidad de cuantas pueden imaginarse.  Tras siglos de practicarla como si de un logro se tratara, hasta la segunda mitad del siglo XX fue declarada una violación a los derechos humanos de las niñas.

Tal y como lo divulga la UNICEF con el propósito de abolir esta infamia, “la ablación genital femenina es una práctica discriminatoria que vulnera el derecho a la igualdad de oportunidades, a la salud, a la lucha contra la violencia, el daño, el maltrato, la tortura y el trato cruel, inhumano y degradante; el derecho a la protección frente a prácticas tradicionales peligrosas y el derecho a decidir acerca de la propia reproducción. Estos derechos están protegidos por el Derecho Internacional.”

Poco puede agregarse a lo divulgado por el organismo  internacional sobre esta tragedia, salvo que se cuentan por miles las menores que a diario y de manera forzada se incorporan a la estadística mundial de afectadas. De algo sirven las insistentes campañas humanitarias y judiciales que en Europa y desde Europa se patrocinan para su prevención y en defensa de la condición y del destino femenino. Inclusive son severas las sanciones judiciales no se diga en estados democráticos, sino en el puñado de países africanos que ya prohíben la ablación parcial o total, pero son más fuertes la costumbre y los prejuicios que la necesidad de cambiar para mejorar.

Está tan arraigada esta ferocidad en la identidad étnica y en las creencias que quienes emigraron a la Comunidad Europea viajan ex profeso a sus pueblos para mutilar y, según los arreglos, desposar a sus hijas de entre 4 y 14 años de edad. Temerosas de que sean rechazadas social y sexualmente por no estar mutiladas o circuncidadas, las propias madres se encargan de ponerlas en manos de comadronas o parteras que gozan de gran prestigio y riqueza en sus comunidades. Previamente pagados los altísimos honorarios, realizan la operación de extirpar total o parcialmente los genitales externos de las niñas en condiciones tremendamente antihigiénicas y sin ningún auxilio clínico, a pesar de las complicaciones.

En su admirable tarea de protección contra la violencia y el abuso infantil, la UNICEF no ceja en el empeño de educar y concienciar para que las madres contribuyan a frenar esta infamia. No hay que olvidar que, más pronto que tarde, el sacrificio se completa con el matrimonio forzado de criaturas con hombres que, en casos extremos, son hasta treinta años mayores, lo que viene a agregar lo propio del abuso sexual.

Los datos son alarmantes:  unos 70 millones de niñas en África y el Yemen han sido sometidas a la ablación, inclusive contra su voluntad en el caso de adolescentes instruidas en Europa, en los últimos años. Lejos de disminuir por la presión jurídica y cultural de Occidente, las cifras están aumentando entre la población procedente de África y Asia sudoccidental en Europa, Australia, Canadá y los Estados Unidos porque, además de los prejuicios antifemeninos que condenan su sexualidad, se considera rito de iniciación en sociedades tradicionales.

En poblaciones como Mali o Eritrea mutilan a las niñas a edades tan tempranas como en su primer año de edad con procedimientos tan salvajes como la quemazón de los labios genitales con sal. Lo común, sin embargo, es la contratación de comadronas a partir de la primera menstruación; es decir, entre 9 y 14 años: periodo en que también suelen ser comprometidas o desposadas con sujetos que al punto comienzan a utilizarlas sexualmente con todos los agravantes. Empezando porque sus matrices son aún infantiles, los embarazos inmaduros en niñas y adolescentes son tan frecuentes como los abortos, las muertes evitables, las hemorragias y un sin fin de daños colaterales.

La cercenada carece de placer sexual, lo que representa una garantía contra la infidelidad y la certeza del marido de que, dada su condición y porque le pertenece por entero, la niña/mujer o ya adulta está a su disposición. Literalmente, la ablación reduce a la mujer a objeto de servicio y complacencia masculina. El prejuicio asegura, por añadidura, que la fertilidad se incrementa y “el parto se facilita”, cuando en realidad ocurre lo contrario, pues la ablación genital es la primera causa de daños femeninos irreparables. Para empezar, puede causar la muerte de la niña por colapso hemorrágico o neurogénico debido al traumatismo, al intenso dolor y a las infecciones agudas que devienen en septicemia.

Existen fundaciones europeas que contribuyen a educar a las familias y, a la par, a persuadir a las comadronas de cambiar de oficio, a pesar de que es difícil obtener con otra actividad ingresos tan altos. Por un par de españolas entrevistadas sobre el tema en la Radio Exterior de España, nos enteramos, al detalle, de cómo entran muchas niñas en un estado de colapso inducido por el intensísimo dolor, el trauma y el agotamiento a causa de los gritos.  Otros efectos, pormenorizados por UNICEF, pueden provenir de una mala cicatrización, formación de absesos y quistes, más un crecimiento excesivo del tejido cicatrizante.

Mejor citar el listado de males publicado por la Organización Mundial de la Salud  que incurrir en alguna omisión: “infecciones del tracto urinario, coitos dolorosos, el aumento de la susceptibilidad al contagio del VIH/SIDA, la hepatitis y otras enfermedades de la sangre… Infecciones del aparato reproductor, enfermedades inflamatorias de la región pélvica, infertilidad, menstruaciones dolorosas, obstrucción crónica del tracto urinario o piedras en la vejiga; incontinencia urinaria; partos difíciles y un incremento del riesgo de sufrir hemorragias e infecciones durante el parto.”

Al inquirir a una suerte de líder o patriarca de una comunidad tradicional, el hombre abonó la “gracia” adquirida por la mujer mutilada. Aseguró que la ablación las  hace contonearse de un modo tan peculiarmente femenino que nada más verla caminar su marido la desea. En lo que a mi respecta, tanta y tan diversa violencia, tanta crueldad y tanto dolor evitable me hace descreer de la justicia posible. En realidad, nuestra especie es la más feroz y atraída por el Mal de cuantas pueblan el universo.

El malecón de Tajamar: otra bofetada

noticiasterra.com.mx

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Abogar como Presidente de la República ante los saudíes por el medio ambiente mientras policías y granaderos resguardaban al convoy encargado de la brutal y definitiva destrucción de 57 hectáreas de manglar en el malecón de Tajamar, en Cancún, es otra bofetada del gobierno mexicano a los intereses del país, del planeta, del hábitat, de los derechos humanos y medioambientales y, en suma, de la población y la vida misma.

Propios de regiones costeras tropicales y subtropicales, los manglares son hábitats de camarones, tortugas, cocodrilos, aves y peces y, por su situación y valor ecológico, los más codiciados con fines turísticos. Además de absorber carbono, filtrar contaminantes y contrarrestar el cambio climático gracias a sus múltiples propiedades biológicas, los manglares actúan como eficientes barreras naturales contra huracanes, tormentas, tsunamis e inundaciones.

Cada manglar forma un ecosistema alrededor de árboles llamados mangles. Esta singular especie vegetal crece agrupada en humedales o terrenos cubiertos con aguas poco profundas. Subsisten y se desarrollan por el intercambio de gases que los hace tolerantes a las altas concentraciones salinas que abundan en suelos sin oxígeno. Al destruirlos se libera el carbono acumulado y, en consecuencia, se multiplican los contaminantes tanto en el solar devastado como en el mar colindante.

No obstante sus valiosísimas propiedades y contra el deber institucional de protegerlo, la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (SEMARNAT), en 2006,  emitió una autorización de impacto ambiental (AIA) a favor del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (FONATUR) para urbanizar y construir un conjunto urbano-turístico con oficinas, comercios, hotel y departamentos en el Manglar Tajamar de Cancún. Sin tardanza, con la amañada y previa licencia de construcción, FONATUR vendió el predio a la empresa BI & Di Real State de México y, de ahí, el repartidero de “propietarios”, cuya lista ha publicado en la web la revista Proceso.

Lo que siguió fue el desmonte y destrucción del manglar, contra la supuesta orden de SEMARNAT de presentar un programa de rescate de vegetación y traslado de la fauna protegida y en riesgo de extinción. Desde el pasado sábado, a horas de ocurrido este crimen contra la Naturaleza, la noticia se ha comentado en varias lenguas, con inocultable repudio. Si de suyo el agresivo desastre dirigido por Roberto Borge Angulo, gobernador de Quintana Roo, y por el Presidente municipal de Benito Juárez, Paul Michell Carrillo de Cáceres, es para ponernos la cara roja de vergüenza, también exhibe el lado más oscuro tanto del autoritarismo arraigado como del talante mexicano; es decir, de la tendencia de la mayoría a agacharse, hacer la vista gorda y aguantar abusos de poder, engaños y las más cínicas evidencias de corrupción, mentiras, negocios sucios,  alianzas y componendas.

Nuestra “hermosa República Mexicana” es un muladar dominado por bribones que determinan el destino de millones de subyugados. Si por educación, dignidad, afán de libertad y amor a lo que queda de patria el mexicano común no ha valorado ni entendido la democracia, que sea el montón de desgracias y hechos humillantes lo que lo enseñe y obligue a despertar. Mientras esto no ocurra, los pillos continuarán beneficiándose de la indiferencia de millones de habitantes en este maltrecho y violentado territorio.

Ya se sabe que los inconformes activos son minoría aplastante; sin embargo, a pesar de protestas reiteradas de organizaciones tan respetables como Green Peace; no obstante denuncias de valientes activistas y agrupaciones locales; sobre testimonios publicados por “Salvemos el Manglar Tajamar” en Facebook, donde pueden leerse pormenores y antecedentes de esta tragedia, el ecocidio se consumó en unas horas para  construir el proyecto inmobiliario, sin que la SEMARNAT, la Comisión de Derechos Humanos y hasta la PGR lo evitaran. Hechos como éste, para colmo auspiciado por la Secretaría de Turismo, demuestran no sólo la debilidad de las instituciones, sino lo fácil que es para inversionistas y empresarios “persuadir” a funcionarios para hacer lo que sea, dónde, cómo y a costa de lo que sea, en tanto y se antepongan el rintintín del dinero y el prejuicio de que estos resorts crean fuentes de trabajo. Lo que han hecho tales negocios especialmente en Cancún, son paraísos para pederastas, para negociantes vinculados a la prostitución, reductos ideales de venta y distribución de drogas y, como de paso, “ofertas turísticas” para que especialmente  los Spring Breakers den rienda suelta a su desenfreno y afán de juerga para abatir su espantoso aburrimiento.

Antes de que las máquinas entraran a saco contra animales y vegetales en peligro de extinción, fue desplegado un piquete de más de cien policías municipales y un cuerpo de ganaderos, para que el convoy de la muerte se desplazara y actuara sin oposición, en el mejor estilo de los gobiernos espurios.  Volquetes y trascabos tiraban árboles desde su raíz, plantas, flores, nidos… Y decenas de camiones salían cargados de tierra entremezclada con ejemplares aún vivos de la rana leopardo, la iguana rayada, el cocodrilo Moreletti…: restos del otrora Edén que sistemáticamente ha sido arrasado para reducirlo a tierra yerma, a cemento y simulacro de paraíso tropical diseñado por decoradores y arquitectos.

Ante la indignación masiva, el gobernador Roberto Borge, respondió a periodistas que el FONATUR es el desarrollador del Malecón Tajamar: revelación que hace todavía más inmoral el ecocidio. Agregó que desde 2005 Turismo obtuvo los permisos correspondientes de la Dirección General de Impacto y Riesgo Ambiental (DGIRA) de la SEMARNAT y que, por consiguiente, son legales y hasta convenientes estas medidas. Al respecto, no se arrugó al agregar este galimatías, sólo coherente para idiotas:

“Como Gobierno y como autoridad estamos obligados al cuidado del medio ambiente, pero también somos promotores de la inversión y del desarrollo. Nos interesa que Quintana Roo se mantenga como líder turístico en México y Latinoamérica, aunque es nuestra obligación garantizar que nuestros atractivos naturales sean preservados y puedan ser disfrutados por las futuras generaciones…”

Ha vuelto a triunfar nuestro ancestral síndrome de la derrota. Humillados, devaluados y agachados, aguantamos vilezas con estoicismo inaudito; si acaso, discurrimos burlas y cuchufletas. Carecemos de orgullo y conciencia crítica para ser un pueblo con alta concepción de sí mismo. Por eso somos burlados, saqueados y tratados como pobres diablos por los gobernantes. Ya es hora de cambiar para defender nuestros derechos.  Estamos cada vez más hartos y menos dispuestos a seguir resistiendo.

A todos nos afecta cualquier tragedia medioambiental. Tenemos que denunciar una y otra veces. Debemos insistir y exigir las reparaciones pertinentes, para que  lo “legal” lo sea de principio a fin y no producto de trampas, arreglos y porquerías habituales que legitiman o enmascaran los abusos que no paran, no paran…

Comedia de sangre y vergüenza

Indignante: así debe calificarse el espectáculo de masas montado sobre un criminal mediático, cínico y avezado operador de una realidad creada desde y para beneficio de la corrupción y la demagogia. Los tres capítulos estelares de tan costosa y publicitada telenovela mantienen a la feliz audiencia relamiéndose los bigotes. Chismes sobre la fuga, la huida, el palabrerío y la reciente recaptura del topo narcotraficante continúan arrojando memes y cuentos sobre yerros, gestecillos y desafíos de los protagonistas. Detrás de todo, la verdad sin máscaras: el país que somos, la sociedad que nos define y el gobierno que nos representa.

Esto no es broma. Es la medida de la dizque democracia que pagamos, literalmente, con sangre, sudor y lágrimas; mucha sangre, muchas lágrimas, mucho atraso y más y peor injusticia.

Rico entre los ricos, la fortuna del ranchero sanguinario y con visos de analfabeto, calculada hace años en más de mil millones de dólares, se expandió sin freno gracias la habilidad de duchos que, sin ser notados o justamente por darse a notar, saben lo que hay que saber sobre multiplicar, ocultar, enmascarar, lavar y mover dónde, cuándo y con quién. Colombia, Panamá, Belice, Estados Unidos, México y Ecuador son países cercanos e idóneos para estos menesteres, aunque ya se sabe cuán ligeras son las puertas cuando movidas a billetazos, pues nada ha sido y sigue siendo más cierto que “con dinero baila el perro; y sin dinero se baila como perro.”

De ahí que debamos tener en cuenta lo eficientes, numerosos, discretos y útiles que son los “paraísos fiscales”. Repartidos en los cinco continentes, son frecuentados, con idéntica garantía y asiduidad, por catrines de doble cara, malandros de bota, pistola y aspecto de padrotes, dictadores, esclavistas, tratantes de armas, gobernantes, políticos y sus parientes, tiranuelos, mochos de larga tradición como la familia Pujol, tan apegada al Opus Dei como a los beneficios del tanto por ciento en su natal Cataluña; y, desde luego, por el inabarcable desfile de delincuentes, encabezados por narcotraficantes y asesinos, cuyas patologías ya han creado, en varios tomos, una “Nueva historia universal de la infamia”.

En México en este caso, la cuestión es que, a la vista o en cubierto, se pueden amasar fortunas tan intactas, límpidas  y seguras como teñidas de sangre sin que norma, fisco, juez, mago, poder o gobierno se atreva  -durante años de ver y ver, de dejar y dejar, de dizque hacer sin hacer lo que se debe hacer y de hablar, hablar y alardear- a incautar no migajas como se ha hecho con casitas, vehículos o ranchos por aquí o por allá, sino el verdadero tesoro de Alí Baba que luce, reluce y viaja de país en país,  de rechimal en rechimal a cielo abierto y de padres a hijos o entre manos aliadas, sin la incómoda intervención del control estatal.

Lo fundamental de lo mal habido a costa de miles de asesinatos y daños gravísimos a la sociedad por el tal Chapo y los de su clase no está estéril en una cueva ni en cajas de seguridad bancarias, sino en plena actividad en inmobiliarias, líneas aéreas, empresas farmacéuticas, ranchos, submarinos –según dijera él mismo-, criaderos e inclusive en fundaciones filantrópicas; esto significa, por consiguiente, que al amparo del neoliberalismo global, el crimen organizado, a pesar de cíclicas estancias carcelarias, puede hacer con los caudales exactamente lo mismo que cualquier persona que se ostenta honorable, contribuyente y hábil negociante,  “admirado y aplaudido por su destreza”. Esto significa, en los hechos, que no hay diferencias sustanciales entre lo prohibido y lo permitido porque en ambos casos el producto está a resguardo de sombras  amenazantes. 

Tras la cuestión anecdótica y sin espejismos ni distorsión, el fenómeno “Chapo” refleja tanto la pobreza cívica y moral de la sociedad como la charlatanería del sistema político y judicial. No recuerdo referencias históricas, al menos desde nuestro siglo XX, sobre ejemplos del discreto deber cumplido por los funcionarios. Nada que indique el respeto a la responsabilidad contraída y el desempeño de la función sin ruido, sin discursos farragosos ni alardes y menos aún justificaciones. En cambio abruman ejemplos de megalomanía, demagogia y desmesura, como si hacer bien, regular o mal la tarea y sus obligaciones fuera una hazaña extraordinaria que debemos aplaudir y hasta conmovernos por tener encima a “tan buena gente”.

Salir a gritar a voz en pecho que por una ocasión, sobre un montón de errores, pendientes y suspicacias y a causa de innúmeras presiones internas y externas, se cumple –con toda esta historia de horrores encima- con el deber, es propio de pueblos atrasados y gobernantes espurios. El circo creado alrededor de este sujeto que tiene por costumbre burlar a la justicia y corromper a su antojo, pone en evidencia cuán previsible, fragmentado y maleable es el Estado mexicano.

En medio de tan tremendas desigualdades económicas y sociales y sin que nadie ignore cuán dañadas están nuestras instituciones, el poder del narcotráfico nos da una lección tremenda: el tejido social está lleno de agujeros, por lo que es posible trasminar entre la población cualquier clase de porquerías. Sin dificultad y sin temor, jóvenes marginados, por cientos, se unen a la delincuencia a la voz de que “mejor muerto joven y bien vivido, que viejo y jodido”. Instituciones, organismos y conglomerados de todo tipo participan de la misma ambigüedad entre el deseo de ser distintos y la imposibilidad de ser lo que se es; y con las instituciones, cada vez más vulneradas e incapaces de elevarse a la altura de una democracia aceptable.

“Pan y circo” se gritaba en la Roma imperial para apaciguar a las masas.  Aquí, el pan ácimo, el trago amargo y las mascaradas que nos sofocan alimentan una realidad sembrada de incoherencias e inconformidad. El conjunto de horrores,  pendientes sin resolver y  carencias morales y materiales exacerban la soledad radical de la población, empeorada por la suma de engaños, inseguridad y desamparo  del régimen de poder que, a todas luces, ha estado y está por debajo del país que debería representarnos, honrarnos y si no enorgullecernos, al menos no avergonzarnos.

 

El Quijote en la cueva de Montesinos

El Quijote cabalga en mi memoria otra vez. Será por la violencia imperante, por lo  brumoso de nuestra cultura o porque la heroicidad y el gusto por las grandes hazañas están en desuso, cada final y principio de año me aparto con obvio gusto de los “cráneos privilegiados”, tan bien retratados por Valle Inclán. No que pueda evitar del todo a iluminados y cabezas/piñata que, al primer toque, liberan su depósito de maravillas, es que prefiero a los que aun entre dislates o inmersos en mundos fantásticos, nunca están fuera de lugar; fuera de “su” lugar, digo, porque de otra forma invadirían el inconveniente y más bien impreciso lugar de los otros.

Así es como año tras año, en mi ilusoria y no muy poblada rueda de la fortuna, me doy a las vueltas entre paisajes ya frecuentados, reconocidos y pródigos en sonrisas. En cada cita anual con mis clásicos no faltan el quijotesco Cervantes, creador de Alonso Quijano quien a su vez discurrió al de la triste figura, que más y mejor se rejuvenece con cuatro siglos que lleva a cuestas. Otros como Heródoto, Kawabata, Calvino, Isak Dinesen, Schwob o Malraux –miembros de mi cofradía personal- llegan también al convite, pero siempre alguno despunta para apropiarse de mi interés.  El episodio de la cueva de Montesinos, en esta ocasión, vino a remover piedras en mi muy “educado” corazón y de nuevo me hizo reconocer que entre lo ficticio y lo real no hay más que asociaciones, de preferencia emocionales, incrustadas en la interpretación.

A partir de que el gallardo Basilio irrumpe en “Las bodas de Camacho” para desposar mediante hábiles artimañas a la no menos dispuesta Quiteria, la aventura del Caballero alcanza momentos estremecedores. Así reaparece en mis días el entrañable episodio de la cueva de Montesinos, donde las Lagunas de Ruidera enaltecen la  médula de la Mancha, para confirmar que Cervantes era en verdad un mago porque podía hacer verosímil la ficción y ficticias tanto a personas comunes como sus más arraigadas costumbres.

La afortunada aparición de un tal Primo sin nombre y también zafado, humanista erudito y “componedor” de libros que por compartir su afición a las novelas de caballería valora todo lo dicho por el Quijote, enriquece el episodio a partir de que, en la andadura hacia la cueva, le da por describir sus obras hechas y por hacer. Llegados por fin a donde el Quijote esperaba mirar con sus propios ojos las maravillas ocultas en el lugar de que tantas noticias tenía acumuladas, quiso adentrarse sin más tardanza ni muestras de miedo por aquella boca de lobo que a Sancho le parecía la del mismo infierno. Fue así como el par de ilusos lo ayudan a descender atándolo por la armadura a una soga en ésta, una de las escenas más mágicas, locas, sugestivas e inclusive simbólicas de la segunda parte.

Mientras sueltan la cuerda entre bendiciones y a la espera de una señal que indique que ha llegado a la sima, todo trasmuta en fábula y revoltura de mito, romance y leyenda allá abajo o allá adentro, donde el Quijote se quedó profundamente dormido en uno de los primeros recodos. Lo primero que consignó fue un hueco tan amplio por entre resquicios iluminados “que podía caber en él un gran carro con todo y sus mulas”. Que “ya iba cansado y mohíno de verme, pendiente y colgado de la soga”, les relató a su regreso, sin que lo tentara la duda de cuán reales eran los portentos allá vistos en lo que le parecieron de menos tres días, aunque los de afuera juraron que no transcurrió ni una hora.

Está de más aclarar que el apresurado Cervantes, urgido por publicar su segunda parte y tan dado como era a confundir nombres, distancias, tiempos y geografía, convirtió en espeleólogo al caballero y lo hizo meter a la cueva carente de vela, de tea y de cuanto sirviera en aventura tan peligrosa. Como de todas maneras eran las visiones de una imaginación desbordante lo que en realidad importaba, no hay duda de que éste de las profundidades y el posterior episodio de Clavileño, cuando con Sancho “asciende” a la esfera celeste en caballo de palo, encabezan los mejores y más logrados momentos de la aventura.

Siempre “cuerdo” y persuasivo desde el espacio de su locura, y sin que lo frenaran las discrepancias de Sancho y el Primo, les fue detallanto punto por punto y sin que nada faltara lo sucedido en aquella oscuridad habitada por cuervos, murciélagos y otras alimañas nocturnas que revolotearon con gran estruendo cuando,  desde la entrada  misma de la caverna, puso mano a la espada para derribar y cortar maleza.  Todo empezó –inclusive el relato- cuando le daban más y más cuerda, aunque en vano el Quijote ya hubiera dejado de pedirla a voces. A fuerza de moverla sin resistencia, Sancho y el Primo comprobaron que podían recogerla con mucha facilidad y sin peso alguno. Creyéndolo accidentado o perdido, el buen escudero lloraba a mares porque tras jalar ochenta de las cien brazas de soga no daba señal su amo de seguir atado y con vida. Cuando todo laxo y con los ojos cerrados pudieron por fin sacarlo no de las profundidades como creyeran, sino de la cercanía donde dormía profunda y plácidamente, el anciano parecía sumido en una total inconsciencia.  Tuvieron que sacudirlo y menearlo para que despertara de “la más graciosa y agradable vida que ningún humano ha visto ni pasado”: justo de la que no deseaba apartarse.

Tras pedir de comer, pues aunque de ascetismo probado, el Quijote solía relatar mejor sus historias cuando en la yerba disponía su escudero el vino y algún bocado, se dispuso a recrear sus visiones. Y así fue como comenzó a referir al par de azorados no un sueño vívido, sino la pura verdad oculta en la cueva a partir de que, en un rebuscado enredo fantástico, apareció un venerable anciano con larga túnica morada, capa de raso verde, gorra negra, barba blanquísima y un peculiar rosario de cuentas en mano.  Se presentó como el mismísimo Montesinos, alcaide y guarda perpetuo del cristalado alcázar subterráneo, que desde allí mismo podía divisar. Tras darle la bienvenida al “señor clarísimo” y enterarlo de los cómos y por qués de su estancia en ese lugar, Montesinos –o su fantasma- lo guiaría con gran ánimo hasta la pequeña sala de alabastro donde se hallaba el secular sepulcro de Durandarte, “flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo”. El fiel vigilante no tardó en aclararle al huésped que ahí, como a muchos más, los mantenía encantados Merlín, el francés encantador de quien decían que era hijo del diablo:

“Lo que a mi me admira –le dijo- es que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó con los de su vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque según los naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que le tiene pequeño…”

Muerto y con la mano derecha en el pecho estaba tendido Durandarte, pero eso no le impedía quejarse ni suspirar  entre ruegos al fiel Montesinos para que llevara su corazón a Belerma. Sin el referente del romancero, el episodio de la cueva con este nombre carecería de sentido, pues de Montesinos se cantaba que, con una afilada daga, había sacado del pecho el corazón de Durandarte para que, según le pidiera en su agonía, lo entregara a su señora como prenda de amor tras haber caído en la batalla de Roncesvalles*.    

Cervantes hizo advertir al Quijote algún rastro de la laguna formada en el fondo con  agua de lluvia que se filtra por las paredes de la caverna. Es de notar que ya no abundan en este trayecto hacia la cordura, el desencanto y la muerte aventuras similares a las de sus primeras salidas. Inmerso quizá en la tristeza y el desaliento, el de La Mancha identificaría en la cueva no solo a su guía Montesinos y al de la gesta de Roncesvalles, sino a Lanzarote y a un montón de encantados también por Merlín, como la reina Ginebra. Transmutada en campesina que saltaba y brincaba cual cabra con dos rústicas labriegas, no podían faltar la vaga sombra del mago ni la figura de Dulcinea eternamente confundida con una gran dama. Que lo más extraño, diría el Quijote, fue  que a través de sus acompañantes Dulcinea le pidiera seis reales. Aunque solo le diera cuatro tras breve diálogo, no acababa de comprender cómo es que los encantados necesitaban dinero.

Enojoso a veces, querido siempre, tras releerlo confirmé por qué un disparatado soñador de proezas justicieras ha reinado sin rival en las letras hispanas durante cuatro siglos: hazaña nada desdeñable si consideramos que, desde el apócrifo de Alonso Fernández de Avellaneda, cuya identidad sigue intacta en los mentideros cervantinos, no han faltado los que anhelan brillar a costa del Quijote.  Irritable para unos, conmovedor para otros, el Caballero andante se ha sacudido elogios, envidias y críticas para seguir, con la lanza en ristre, cabalgando en los tiempos de nuestra palabra. A diferencia de las letras inglesas, donde no hay un personaje sino que priva el universo de un enigmático, genial e inimitable Shakespeare, que como nadie ahonda en la condición humana, nuestra lengua se ha nutrido de una voz dominante y de una sola ficción durante cuatroscientos años: las de Miguel Cervantes Zaavedra quien, un año después de publicar la segunda parte del Quijote, murió a los 68 años de edad el 22 de abril de 1616.

 

[*] La precisión del sabio Martín de Riquer nos aclara que “algunos romances hacen de Montesinos primo de un caballero llamado Durandarte (en su origen era éste el nombre de la espada de Roldán, pero se la creyó una persona en las leyendas castellanas), que se suponía muerto en Roncesvalles.”

 

¿Reforma educativa?

Uno de los misterios del régimen de Peña Nieto es el contenido de la muy publicitada y nunca definida Reforma Educativa. ¿De qué se trata? ¿Qué, para qué y cómo se busca?  No hay modo de descifrar el modelo de mexicano que tienen en mente. No sabemos  qué tipo de país desean sus promotores ni cómo piensan preparar a los adultos de mañana. Nada, tampoco,  sobre cuáles imperativos éticos deben regir al ciudadano en ciernes. Congruencia y civismo, para mí, son prioridades inaplazables, pero nada de eso se menciona ni parece existir un compromiso ético aquí, donde tanto se requiere. No se si entre los enigmas que envuelven a la trillada “reforma” se considera infundir en niños y jóvenes la disposición de ser buenas personas y útiles consigo mismos y con los demás, en el más alto sentido de la expresión. Hasta donde podemos inferir, se trata de una suerte de entrenamiento o acomodo general para responder a los desafíos económicos del capitalismo salvaje.

Dos proyectos educativos significados hubo en el siglo XX y ambos fueron destruidos y “reformados”, régimen a régimen, con la gradual, eficaz y creciente intervención nefasta de las fuerzas sindicales. Desde sus orígenes y hasta su degradación absoluta, el magisterio fue espejeando el carácter, los vicios, la corrupción y el estilo del sistema que lo engendró. Gobernantes y SNTE, en connivencia y cada uno por su orden aunque con idénticos fines espurios, aniquilaron tanto los restos del brillante programa de Vasconcelos –fundador de la SEP-, como el Plan de Once Años, discurrido e impulsado por el también escritor Jaime Torres Bodet, en 1958. Entre las grandes propuestas vasconcelianas del Obregonato y los afanes transformadores de Torres Bodet con López Mateos se fueron gestando, multiplicando y probando, con puntual precisión, las tentativas y derrotas que dejaron tras de sí uno de los saldos más indignos y lastimeros de los gobiernos emanados de la Revolución Mexicana.

Lo que atestiguamos es el resultado de un fraude rotundo y sistemático: prueba fehaciente de la calidad política y moral de los gobiernos mexicanos. Para quien algo sepa de historia contemporánea no será difícil entender lo que subyace entre una hasta ahora vacía “reforma educativa” y el gesto de “evaluar” al  magisterio bajo protección policíaca: a eso se ha llegado en esta barbarie.  Más que cualquier otro sector, el magisterio y su disidencia son el espejo más fiel y el producto redondo del sistema de porquería que los anidó. La cuestión es aclarar ¿quién evalúa a quién en este pudridero? ¿Bajo cuáles parámetros y criterios? Y a la par, ¿también se “evaluará” al régimen político que lo nutre y lo sostiene?

El prolongado y corrupto abandono estatal recayó enla mayoría de la población. Tal “evaluación” está pues tan llena de interrogantes e incongruencias como la propia CNTE, enquistada en su mal llamada “lucha” disidente, cuyos excesos se hicieron intolerables y disfuncionales para la de por si compleja estructura de poder de la SEP. Se entiende que acabar con la CNTE era indispensable, pero eso es un tema judicial, no de cuestiones formativas ni pedagógicas. Toda esta bajeza implícita nada tiene que ver con lo que, en términos estrictos, debe considerarse reforma educativa. Limpiar, sanear y aplicar las leyes corresponde al deber de gobernar. Educar significa formar. Una reforma educativa verdadera  comenzaría por una rigurosa, totalizadora y ejemplar formación de maestros; es decir, atreverse con la reestructuración interna y externa de las escuelas normales para modernizarlas en el cabal significado del término.

El tema en torno de cuánto tiempo y mediante cuáles procedimientos se cumplirá una meta pedagógica y cívica, aún ignorada, simplemente no se menciona. Nadie parece interesado en precisar qué  entiende este gobierno por “educar”. Ni qué decir respecto de conocimientos, aspiraciones y métodos de enseñanza. Un sin fin de dudas aparecen cada vez que repaso los dos proyectos educativos del siglo XX mexicano, pero más y peor me persiguen preguntas como ¿cuál es el perfil de maestro previsto para de romper la costumbre de igualar a la población hacia abajo? O, ¿mediante cuáles criterios y autoridades se “reformarán” las conflictivas normales y la Universidad Pedagógica?   ¿Con qué “maestros”, a la sombra de sindicatos espurios, se civilizará a las nuevas generaciones…?

Hasta hoy, la tal Reforma anunciada se ha limitado a una acción y un propósito visiblemente judicial: la batalla política contra la CNTE, y, en el otro extremo, el anuncio de construir baños, espacios y servicios menos indignos o vergonzosos para los escolares marginados, lo cual es una tarea de mantenimiento rutinario que, en otras épocas, se asignaba al actualmente fantasmal Comité de Escuelas.  En resumen: no le veo cuadratura a este galimatías que comienza y se desarrolla como prueba de fuerza entre el gobierno, la SEP y la CNTE, por no citar ni detenerme en la oscura y también indigna historia del SNTE.

Esto parece una confrontación entre el viejo estilo de gobernar a base de alianzas espurias y complicidades en componenda y la presión neoliberal que finalmente puso de manifiesto el fracaso tremendamente tóxico de su modelo de poder. Lo evidente es que continúa sin resolver uno de los principales compromisos de la Revolución y de la Constitución de 1917: la educación.

No se trata de remontar grandes ideales formativos; ni siquiera de reparar el inmenso daño moral causado a las generaciones y menos aún de construir un gran país con personas mejor logradas y más honorables que sus antecesores. Hasta donde puede observarse, se trata de doblegar el oscuro poder en paralelo de los sindicalistas disidentes que alcanzó honduras tremendas, lo cual está muy bien y ya era hora de hacerlo, pero insisto: eso no es educar, sino intentona de darle presencia institucional a la controversial y burocratizada SEP ante las exigencias neoliberales. Es obvio que para este modelo económico, no funcionan los vicios arraigados, empezando por los sindicales. No más control mafioso de plazas ni de cuotas forzadas ni de cientos o miles de escuelas, cuyo estado deplorable no merece identificarlas como tales.

La verdadera y necesaria educación, por consiguiente, continuará aguardando como los milagros que urgen y jamás ocurren.

Del secreto Japón confesional

Feliz casualidad la de encontrar en una librería de viejo de la ciudad de Portland un maltrecho ejemplar del Makura no Soshi –o Libro de la almohada-, escrito por Sei Shonagon en el Japón imperial del siglo XI.  Me refiero al nikki o diario íntimo más afamado de la antigüedad oriental que, diseñado para esconderse en el cajoncillo de la almohada de madera, consta de 300 capítulos tan breves como diversos porque incluyen listados de pájaros y plantas, clasificaciones de cosas gratas o ingratas, un registro del amor en un mundo de poder, y observaciones circunstanciales que suelen fascinar a los amantes de esta cultura literaria.

 Desconocida en Occidente hasta  avanzado el siglo XX, ésta fue una de las primeras obras que, gracias a la versión al francés de André Beaujard, rompió el impenetrable y secular aislamiento del lejano Oriente. Cuando ya era posible leer en inglés desde los antiguos Ise Mogatari y Genji Monogatari hasta algunos títulos de uno o dos autores contemporáneos, Jorge Luis Borges y María Kodama tradujeron al español el Libro de la almohada como claro testimonio del amor que él profesó por las letras japonesas.

Mal se podría entender el culto a lo bello de este pueblo sin sus primeros testimonios literarios que, a la par de las artes plásticas, destacan por su intensidad poética, el exquisito tratamiento del lenguaje y tal delicadeza que, al adentrarnos por ejemplo en el universo de nuestro cercano Kawabata, no podemos menos que advertir un sutil e ininterrumpido hilo conductor entre lo que formó a Sei Shonagon unos mil años atrás y lo recibido por éste, uno de los escritores mejor logrados del legado espiritual de su patria. 

Al modo de los Cantares de Ise o del Genji, El Libro de la almohada no únicamente  muestra la perspectiva femenina de  la vida palaciega y sus vicisitudes, también arroja luz sobre el destino que aguardaba a las damas de corte -hijas de nobles, poetas y familias prósperas- quienes, no obstante su educación esmerada y sobre los privilegios y lujos quizá transitorios de su condición, podían ser violadas, repudiadas, condenadas a buscar refugio en monasterios budistas en el mejor de los casos o a mendigar hasta el fin de sus días.

Respecto de esta creación literaria –el nikki-  que con similar libertad transitaba entre poesía, narrativa, crónica y algo parecido al ensayo, hay que insistir en que, sin perder su sello confesional,  tiene el valor de mostrar la raíz de una cultura moldeada, literalmente, a base de símbolos, rituales, disciplina, arte, poder y reglas estrictas de cortesía. Alto testimonio del culto a la naturaleza de un pueblo que asombra y confunde por sus contrastes, su legado literario es una gran puerta para acceder a un mundo que no puede ser más distinto a nuestra concepción del gozo, la vida, la muerte, el destino, lo bello y, en lo particular, del valor del silencio y la palabra. Hay que agregar que lo peculiar de estas obras está en el modo como se impone la voz del autor real sobre el supuesto narrador, a pesar de que ni entonces la biografía tenía la importancia asignada entre nosotros ni era concebible que el yo –menos aún el femenino- tuviera relevancia.

Es el mundo de danzas casi etéreas y pinturas vivas, como el que en los Cuentos orientales de Yourcenar salvó de la muerte al anciano pintor Wan-Fô. Es el sigilo palaciego, una entrenada y elegante discreción femenina, el papel de arroz, la tinta y los pinceles que como el té, la seda, los peinados, el kimono de varias capas y sus fajas exquisitas, los peinados, la música, los carruajes o los mensajes implícitos en los modos de mover el abanico, trasmiten la raíz del ser y algo innegable en todo tiempo y lugar: la expresión del arte como unívoco sello de identidad. Y es que en cada lienzo, en cada nota, vocablo, jardín, objeto y relación con lo sagrado o lo profano se plasma lo mejor y lo peor de cada cultura, sus aspiraciones, sus dioses, sus fracasos y sus miedos.

Ni que decir de la estética que no por ancestral y sofisticada es menos representativa de un pueblo capaz de contemplar un jardín zen o la floración de los cerezos y a la vez enajenarse en el pachingo, en la banalidad tecnológica o en el absurdo laboral previsto por Albert Camus en El mito de Sísifo. El Japón de ayer y de hoy, sin embargo, tiene una sutil continuidad del anhelo de perfección que, como recurso redentor inclusive de sí mismo, lo distingue del resto del mundo oriental y hasta del capitalismo. Encumbrado por un profundo sentimiento del honor, en lo bello se percibe lo que queda cuando lo demás se ha perdido: la esencia.  Me refiero a la sensibilidad que en todas sus edades y desde los remotos días en que el nipón miró a China para aprender y forjarse un rostro propio, lo rescata de su lado oscuro y de sus obsesiones ancestrales.

Más contrapunto que dualidad, esta peculiaridad haría de Mishima emblema por excelencia del Japón violentamente modernizado y, de manera simultánea, fiel como pocos a peculiaridades inmutables de su cultura. Por sobre el genial Kawabata o el imprescindible Akutagawa, desde su infancia y de la mano de su abuela Mishima quedó tan fascinado con el teatro No que aun en su fase más occidentalizada el Japón medieval y sus rituales fueron el fantasma que gobernó su mente, lo forzaron a escribir con fruición e inclusive lo encaminaron a la busca obsesiva de la muerte ritual –el seppuku-, con todos sus agravantes.

En Japón es tan poderoso el influjo de ciertas tradiciones que cuando gentilmente me organizaron un recorrido por bibliotecas de varias ciudades para conocer manuscritos de los siglo IX al XII, vislumbré ese hilo inviolable entre pasado y presente, entre el tao y el budismo, entre el zen y el aquí que los hace parecer, a veces, tan fatuos, robotizados y consumistas como, paradójicamente, espirituales y creativos.  Así vi de golpe los vasos comunicantes entre La casa de las bellas durmientes de mi amado Kawabata, y antiguos libros de impresiones o Shôshi. Así, también, comprendí de un solo vistazo la intensidad autobiográfica de los secretísimos diarios, poemas y relatos femeninos, clasificados como Nyobo Bungaku y ni qué decir del Diario de Tosa, del siglo X, escrito por Ki no Tsurayuki, poeta y cortesano también de la fecunda era Heian…

Alejada en el tiempo y a la vez deseosa de percibir el trasfondo de una de las culturas de mayor sensibilidad, esta pasión mía se manifestó aquella tarde en que impartía un curso en Portland, y allí mismo leí el comentario del traductor sobre la escritura de la época Heian. Entonces supe que por grande que hubiera sido mi devoción por las letras, por innegable mi apego a Grecia e indiscutible mi formación occidental,  la abundancia de rasgos esenciales de un carácter tan ancestral y refinado atrapó mi espíritu de una vez para siempre. Desde entonces he buscado, leído, explorado y tratado de comprender este universo que puede renacer con las primeras descripciones del alba y en el ocaso consagrar la supuesta heroicidad del kamikaze.

Maestro de la sombra, el artista japonés es el que mejor consigue pintar la luz deslizándose por las cumbres o el que, con destreza sin par, describe las hermosas vestimentas de las damas o el leve temblor de las jóvenes durmientes de Kawabata porque sea mediante la imagen, el sonido, la actuación o la palabra esta vieja, viejísima y fecunda cultura ha sabido cultivar cuando menos dos pilares del talento creador: contemplación y paciencia.

 

Pablo Neruda

Cantaba al amor como atesoraba trebejos y libros viejos. Lo habitaba un ritmo que en vano se ha querido imitar. Bromeaba con las palabras, sin renunciar a su melancolía. Creyó en la literatura comprometida y cedió a la tentación ideológica. Fue chileno y de nuestra América; un comunista empecinado en ajustar versos a torceduras políticas que no lo favorecían. No me extrañó escuchar que, desde las profundidades del sueño y víctima de la pena mayor de su vida, su corazón reventó en la tarde del 23 de septiembre de 1973: doce días después del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra Salvador Allende.

Transcurrieron sus últimos días en estado febril, acaso envenenado por el enemigo. Chile era un hervidero de persecución e incertidumbre. Su cuerpo cedía al llamado de la tristeza. Cada noticia sobre las atrocidades de Pinochet lo empinaba a la muerte. Aún así, consciente de que los sucesos destrozaban su cuerpo y su espíritu, Neruda preguntaba, escuchaba la radio, repasaba los desajustes políticos y lloraba los saldos de sangre y escarnio desperdigados por los golpistas. Lloraba también al amigo muerto durante el asalto al Palacio de La Moneda. Lloraba la traición y a su gente. Sabía que lo sucedido significaba un atraso insalvable. Y desde el abismo previsto ante la bancarrota empujada por los Estados Unidos, adivinaba el final de una historia que declinaba a la par de la suya.

Apresurado, gastó sus horas restantes dictando a su amada Matilde Urrutia su último testimonio: “Mi pueblo ha sido el más traicionado de este tiempo [...] Las obras y los hechos de Allende, de imborrable valor nacional, enfurecieron a los enemigos de nuestra liberación [...]  Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende...” Lo que siguió anticipaba sus funerales: el allanamiento militar de su refugio marino. La humillación decisiva, el golpe al poeta sumado al Golpe: una batalla de símbolos. Reinaba a su alrededor el nerviosismo doméstico que abatió a su Isla Negra, de la misma manera que arrasó días después con su casa y sus bienes en la ciudad de Santiago. Luego, acoso y toque de queda.

Con la de Chile se precipitó su agonía. Entre la presión internacional y las dificultades interpuestas por los leales a Pinochet, no pudo ser más tortuoso su traslado a la clínica Santa María de Santiago, donde a poco habría de morir. Agónico, tuvo que sortear amenazas y retenes en el trayecto. Imperaba en las calles la desesperación, el silencio, la tortura... Desaparecían los niños de parturientas detenidas y los hijos pequeños de sindicalistas, trabajadores y de cientos de parejas abatidas con furia por sus ideas. El país era cifra de sufrimiento.

De tan insólitos, los trámites funerarios parecen irreales: al trasladar el cadáver desde el hospital por la calle Manzur, en dirección a su casa para velarlo, se pinchó una llanta de la carroza. Los soldados se adelantaron y todo estaba saqueado. Llovía por dentro y por fuera mientras el ataúd vacilaba entre charcos, vidrios y cosas rotas. Cercados por carabineros y metralletas, los dolientes se sentían desolados. Aparecieron algunos amigos; periodistas de todas partes, una silla para Matilde, prestada por la vecina... Así transcurrió una noche fría alrededor del féretro. A la mañana siguiente, no faltaron percances: uno de los cargadores del ataúd cayó al agua al pasar el puente sobre un canal. A pie, la marcha fúnebre crecía al paso de calles donde se respiraba el peligro. La muchedumbre desafiaba los riesgos. Se multiplican las flores y, a pesar de la abundancia de militares, se dejaron oír las voces de despedida: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre.”

La pena, la rebeldía reprimida y la congoja en los rostros se congregaron en aquel cementerio erizado de uniformados que no vigilaban el funeral de un poeta, sino el signo siempre temido de la palabra. Por el cerro de San Cristóbal,  otro admirador espontáneo se atrevió a gritar “arriba los pobres del mundo”. Y coreaba la muchedumbre desafiando a las armas. Los dolientes, propios y extraños, cerraron filas frente a la cripta y escucharon discursos. Mientras tanto, las dificultades se entremezclaban al absurdo de nuestra América y a la natural suspicacia: “Se olvidaron de cavar el hueco, señora -le dijo el enterrador a la viuda-; pero mañana se hará...” Y lo que se hizo durante horas ganadas al caos fue esperar ladrillos, cemento y arena. No estaban las cosas para confiar el destino del muerto a la promesa del sepulturero.

"Es un entierro erizado de fusiles y ametralladoras", escribió en sus memorias Matilde, tiempo después. "El pueblo sabe qué significa ese despliegue, ya han caído tantos, hay tanta sangre en las calles de Chile, y por esto es doblemente emocionante el valor de este pueblo que va gritando: “Pablo Neruda, presente, ahora y siempre”. Quedó por fin enterrado en el Cementerio de Santiago de la calle México. Otra víctima del sangriento golpe que mutiló y continuó mutilando vidas, ideales, conquistas y libertades. Allí concluyó su obra, un sueño de justicia social, la esperanza que él encarnó para todos los hombres, su canción desesperada. El desfile se dispersó. El clima era adverso. La prensa del mundo publicó pormenores de sus últimas horas; pero Pinochet y sus huestes, amparados por la influyente intervención de Kissinger, no desdeñaron descargas de odio para desaparecer del país hasta la última huella de discrepancia.

Casi veinte años después, los restos de Neruda regresaron a su Isla entrañable para reunirse con los de su amada Matilde. Polvo y huesos, su memoria y el símbolo  volvieron a la casa de las caracolas, al refugio que compró con el Premio Nobel. Regresó Neruda al pueblo de bordadoras y lavanderas nocturnas, a su playa del Pacífico, donde fantaseaba “robinsonadas”. Extraño lugar: mezcla de casa e ilusión de navío, convertido ahora en Fundación que lleva su nombre y museo. Entre salones, “camarotes”, corredores tortuosos y nichos sin lógica, están sus colecciones insólitas. Neruda atesoraba mascarones de proa, botellas de todas formas, colores, antigüedad y tamaños; tarros de cerveza, frases enmarcadas, piedras y mariposas, dioses de madera o barro y figuras consagradas por su devoción a los objetos. Abigarrados, pasillos y cuartos reflejan sus identidad: barcos envasados, puertas estrechas, libros, vestigios marinos, estampas, esculturas... Lo que por estar en la Isla Negra pudo preservarse de la mano criminal de un Pinochet que conseguiría burlar la justicia, pero no la denuncia tardía de su feroz gorilato.

A Neruda le dio por fusionar fantasías a su arquitectura interior. Coleccionaba trebejos con falsa vocación de anticuario, y le daba por construir espacios cada vez más bajos, estrechos y alargados, para que nadie dudara de que era en verdad capitán de su barco imaginario. Un barco de leños y ladrillos; sin proa ni popa, inconcluso en los extremos y a la espera de nuevas ocurrencias. Un barco de poeta con nostalgia de ave. Nunca una casa fue a una obra lo que Isla Negra al escritor Neruda. No un lugar para vivir cómodamente ni tampoco su definitiva residencia, sino uno de los huecos relevantes de su historia. En ella construyó su metáfora biográfica. Allí congregó  indicios de su infancia inacabada. No Isla, sino solar con añoranza de montaña eternamente bañada por las olas; de Negra tiene esta casa misteriosa lo que el poeta de marino verdadero, pero allí se congregaron los nombres como en la memoria los signos. Discurrió pasadizos para bogar entre objetos y recuerdos de sus viajes. Dispuso su lecho en lo más alto de su buque en tierra, asentado frente al mar sobre la roca. Ese fue Neruda, el poeta que buscó la luz de Chile en el incesante palpitar del agua.

Practicaba su índole viajera sin soltarse del "pecho polvoriento" de su patria. De su Temuco natal dijo que las tablas en las casas tenían olor de bosque, que estaban cargadas de alimañas y allí soplaba el viento helado, al través de los tejados. Desde entonces, desde que respirara en la cuna el vaho de la resina y lo atrajeran el rumor de la hojarasca y tallas de sirenas, su amor se hizo maderero. Fue leñoso, húmedo y mecido por el viento, como su tierra temblorosa. Igual al chirriar invernal de las ventanas. Fue tan rezumante como las goteras que abundaban en su casa; y tan intenso como la humildad ubicua de su infancia, hecha de harina y largos trenes. Su vida quedaría tejida con gemidos tan delgados como la luz de las linternas, igual a sus sueños fulgurantes o como su fábula del mundo en Isla Negra.

Mástil solitario, fuego arrollador y árbol de raíz profunda, Neruda fue isla consagrada en el corazón de la poesía. Soliloquio erizado de pasiones, oda elemental, siempre luz entre las sombras. Su canto es noche errante, secreto albor, sonriente a veces y desmesurado siempre, igual que la expresión de sus amores e infortunadas debilidades comunistas. Poeta siempre. Siempre voz y canto puro. Amaba las palabras. No que confundiera política y poesía, sino que un día, quizá sin darse cuenta, se apropió de su alma una conciencia de humanidad desgarradora que lo hacía beligerante, lo exiliaba de sus signos y a veces lo apartaba de su vena más legítima.

Desafinan sus versos comunistas. La ideología castigaría sus versos. Cuando dejaba atrás la insurrección forzada surgían su levedad, la fuerza de la vida o el vino fuerte del minero que llevaba en la punta de su lengua. Por poeta y su unívoca moral, lo mató la muerte desatada en Chile. Lo mató el acoso, la sombra del fascismo que se adueñaba de todos los espíritus para dejar a cambio una lista de atrocidades inauditas. Matilde, la inseparable Matilde que habría de amortajarlo, vigiló el cauce editorial de sus memorias. Al evocarlo insistió en que Neruda seguía las noticias del golpe "como puñales que se adentraban en su carne”.

Con el corazón enfermo, tocado por la Parca y según sabemos también envenenado, se mantuvo vigilante. Enlistaba con tristeza los signos de la sangre derramada en Chile. Inundada, saqueada e incendiada, las noticias recibidas de su casa de Santiago integraron otro símbolo que lo jalaba hacia la tumba. Que no se iría de Chile, a pesar de los apoyos diplomáticos, ni se llevaría sus libros en el avión ofrecido por el entonces Presidente Luis Echeverría. La Embajada mexicana hizo lo imposible para salvarlo de la inminente persecución de Pinochet, pero decidió quedarse en Isla Negra. Así acabó: un visionario quebrado de dolor, un hombre rendido a las ilimitadas posibilidades del poder. Dictó las frases que rápidamente lo mataban. Sabía que eran voces de moribundo y que sus palabras fusionaban los destinos del poeta y del hombre inseparable de los asuntos de su tiempo.

"Están matando gente -le dijo entre jadeos a Matilde-, entregan cadáveres despedazados. La morgue está llena de muertos, la gente está afuera por cientos, reclamando cadáveres. ¿Usted (siempre la llamó de usted, amorosa distinción que él gustaba enfatizar) no sabía lo que le pasó a Víctor Jara? Es uno de los despedazados, le destrozaron sus manos... ¡Oh, Dios mío! Si esto es como matar un ruiseñor, y dicen que él cantaba y cantaba, y que esto los enardecía…"

Inmovilizado en su cama, se quedaba mirando las olas por el ventanal, donde lloraba en silencio. Matilde sabía que la muerte se lo llevaba, que el sufrimiento se lo llevaba, el dolor lo mataba. El cuerpo ametrallado de su amigo, el Presidente Allende, anticipó sus funerales proscritos. Lo sobrevivió doce días. A los dos los mató el odio, la dictadura.

Versos, agua, objetos: cuanto tocaba quedaba convertido en bosque. Un bosque de mascarones, conchas y pequeños puertos. No distinguía entre labios y raíces; ni en estaciones de su vida pudo separar la poesía de la política. Aun el agua que bañaba su Isla Negra quedaría tocada por la vieja edad de la neblina y su expectación del nuevo día. Ese era Neruda: un navegante en tierra; un poeta, quizá el más grande que haya dado nuestra América.

Lo mejor perduraría en la señal que para siempre lo acompañó juntó a su cama. Indicio de su infancia inacabada: un borrego de tres patas, apenas más grande que un antebrazo, juguete abandonado que en cierta Navidad un operario descubrió entre los tablones de su casa a medio construir. Era el borrego que el poeta abrazaba cuando se abrían las goteras y dejaban pasar al viento del polo sureño que resoplaba durante heladas noches oscuras. Pasó el tiempo, se sumaron los muertos, las heridas y las penas. Cayó Pinochet.  Chile recobró la democracia. Neruda, en cambio, perduró como el olor del mar: expansivo, inacabable, como el aire que aún lo escucha o que lo toca.

De mujeres y violencia, otra vez

 Insignificante, confinada o utilizada a discreción en asuntos territoriales, políticos, monárquicos, religiosos o económicos, desde la Antigüedad y hasta los estallidos feministas, la mujer careció de derechos y presencia social, de patria, de voz, justicia e inteligencia actuante. Tampoco tuvo reconocimientos ni autodeterminación, como aún ocurre en buena parte del mundo, donde el tiempo, la barbarie y la estupidez moral avanzan hacia atrás. Reflejo de la estratificación social, a campesinas y pobres ha tocado lo peor, pero ni las privilegiadas han evitado ser vendidas, intercambiadas, esclavizadas o repudiadas a capricho, lo mismo entre antiguos mexicanos que entre remotos persas, chinos, egipcios, celtas, germanos o íberos; y, más acá, en la India de hoy y en grandes regiones de África y Asia y también en Oaxaca y Chiapas.

Tan remota como el primer vestigio de humanidad, la sujeción femenina ha probado de todo: carne de sacrificio a los dioses, vestal, espectáculo, vientre reproductor, vigilante de la masculinidad y encarnación del demonio; para la Iglesia, brujas e instrumento de fuerzas oscuras, condenadas a la hoguera…  Para los sádicos inquisidores, cuya perversidad discurrió las peores crueldades de que se tenga noticia, también un pasaporte a los infiernos para los pobres hombres engañados.

Conscientes de que en el Imperio Romano sólo las herederas eran tomadas en cuenta, consortes, amantes, prostitutas, madres y cuanta joven o anciana accedía al disipado universo del poder marcaba sus fueros con lo que mejor dominaba: la maternidad, los venenos y sus artes amatorias. Cuando disminuía el interés sexual de su dueño, siempre quedaba la conspiración palaciega. Aún así, la presencia femenina integra el capítulo más delgado de la historia: si las antepasadas fueron nadie, las hijas de las hijas prefiguraron a cuenta gotas un rostro y un carácter hasta que, en la actualidad, el capitalismo salvaje nos colocó entre la caricatura sexual y el motor del consumismo; entre la medida inequívoca del desarrollo social y jurídico y el producto mejor o peor logrado de los poderes y las religiones imperantes.

En realidad y a la par de indios y niños en el caso de México, las mujeres permanecemos en el último peldaño de la modernidad religiosa y social; algo como una especie de Nepantla institucional donde medio vivimos con los pies anclados en el pasado, la cabeza inclinada hacia adelante y el cuerpo, de preferencia adolorido, en la antesala de la justicia, la dignidad y la democracia. Lo que persiste sin descifrar ni resolver es la causa o raíz de tanta y tan emponzoñada violencia. En realidad, no sabemos por qué la mayoría de hombres tienden a agredir, vejar, zaherir. Hay kilómetros de literatura sobre el tema, pero no una explicación completa e inteligente de este fenómeno que a casi todas, con más o con menos, nos ha convertido en víctimas. No hay psiquiatra, sociólogo, prelado, feminista, sexólogo ni antropólogo que explique lo que iguala al bruto de hace 5 mil años con el abusador de hoy. Tampoco sabemos por qué no vivimos en equidad. La lógica del absurdo, por tanto, es inequívoca e intemporal: uno golpea, amenaza, intimida, espía, esculca e insulta y la otra, aterrorizada y reducida a su máxima indefensión teñida de desamparo, se inmoviliza, acata el mandato y se disminuye hasta doblegarse a la sombra del pobre diablo que pretende sentirse alguien a costa de violentarla.

Nada importa si es académica, artista, filósofa o campesina, trabajadora, ama de casa, empleada o monja; tampoco es cierto que, aunque idealmente limite el exabrupto, temple el espíritu y modere la grosería, la educación sea remedio contra la agresividad, el abuso y el sadismo de los golpeadores: ahí está la “culta” Alemania nazi para probarlo. Los intelectuales pueden ser tanto o más brutales que los sujetos agrestes, porque golpean con imaginación, conocen el valor de las palabras, tienen y aman el poder y pegan donde, cuando y como más daño causan.  En todos los casos y con lecturas a cuestas o sin ellas, la incauta hija de una cultura machista acaba en la lona a causa de la violencia ejercida por su autoritario y “comprensivo protector”. Con el alma desgarrada e incapaz de volverse una Antígona dispuesta a desafiar al tirano, se queda meses e inclusive años abatida, sin descubrir por dónde le llegan los trancazos, hasta que un día y quizá demasiado tarde renace  como el Ave Fénix de sus cenizas, concentra en un grito de libertad toda su energía y se atreve a echar a la calle, casi a empujones, al desconcertado agresor que, según él: “sería incapaz de hacerle daño a nadie”.  Lo que sigue, como saben las mujeres maltratadas, es la incomprensión de su medio, la crítica y otra forma de marginación.

Políticos, empresarios e intelectuales, además, son hombres de poder en posesión de un ego monumental, aunque cobardes al desplegar su machismo. Esta es cifra de la ONU: 7 de cada 10 mujeres han sido víctimas de violencia en alguna época de su vida. No se si en España sean más bárbaros o más civilizados que, por ejemplo, en este México donde ni siquiera hay datos suficientes. Lo cierto es que allá no hay día sin que las noticias detallen pavorosos asesinatos de mujeres: octagenarios celosos que matan a cuchilladas a la esposa anciana. Cincuentones que la ahorcan o balacean porque la mujer se niega a seguir conviviendo con él; veinteañeros y treintañeros con hijos pequeños que, ciegos de ira, dejan irreconocibles a las infelices tras una tanda de patadas, bofetones y golpes, inclusive con martillos… España tiene una gran organización judicial y de seguridad y apoyo para mujeres agredidas y en desamparo; sin embargo, es impresionante y de reflexionar este género de agresiones.

Desde los relatos bíblicos que encumbran la supremacía machista hasta Aristóteles o San Pablo, lo mismo se valora la honra y el pudor que la supeditación y la castidad porque la mujer, por su ausencia de pene según griegos y romanos, está indotada para la valentía, el arrojo y la batalla.  Que su físico la imposibilita para enfrentarse “cuerpo a cuerpo” y su natural “debilidad” debe plegarse a la autoridad masculina. Esto y más necedades abultan la historia de las creencias hasta prefigurar, en nuestros días, una feminidad moldeada por el consumismo, la banalidad y la imbecilidad moral.

No es accidental que el pecado tipificara la primera culpa femenina que dividiría a la humanidad. Los tres credos monoteístas -judíos, cristianos e islamistas-  repudian a la mujer y comparten el sagrado, primitivo y remoto culto a la “Ley del Padre”: un imperativo tan excluyente como irracional e inmoral. Tales prejuicios siguen clavados en el inconsciente colectivo, por lo que, sin transformar el fondo retrógrado de la ortodoxia, será imposible cambiar la culturas porque creencias y doctrinas religiosas son más poderosas  y asimilables que las normas civiles.

Sin negar la feroz superioridad masculina, las culturas politeístas han sido ligeramente más abiertas que las vinculadas a Jesús, Mahoma y Jehová.  Aún así, hay que insistir en cuán tremendos son el régimen de castas y la compra/venta de niñas y mujeres mediante la monstruosa costumbre de la dote: infamia equiparable a la ablación. En fin: no hay más que rozar el tema para que, como cascada, se deje venir el desfile de crueldades que nos avergüenzan y obligan moralmente a denunciar cada vez que podamos en favor de una vida justa, digna y civilizada.