Entrevista al hombre de la historia

André Malraux se lamentó en La hoguera de encinas de que un gran artista, pintor, escritor, filósofo o músico no hubiera publicado un diálogo con “un hombre de la historia”. Pensó en registros de primera mano sobre encuentros y desencuentros entre, por ejemplo, Miguel Ángel y Julio II, Alejandro y los filósofos de la India, Goethe o Chateaubriand y Napoleón u otros que, aunque rodeados de testigos, carecieron del informante culto y digno de crédito, capaz de cavar en el carácter, el entorno y la significación del entrevistado.

Para no desatender el llamado, conversó a profundidad con el general de Gaulle, ya alejado del Élysée, para desvelar al Charles que, a sus 76 años de edad y en su retiro de Colombey, ya no podía decir “Francia soy yo”, aunque lo había sido inclusive a pesar de los franceses y en ocasiones también con ellos. Apasionantes, como la totalidad de sus Antimemorias, estos “fragmentos” sobre uno de los capítulos inseparables de la Europa moderna muestran al lector otro modo de interpretar la política. Hombre de mando y acción uno y aventurero y de pensamiento el otro, los dos coincidieron en más de un aspecto al “resucitar a Francia”. Un hecho, sobre lo demás, hizo imposible referirse al gaullismo sin la empresa civilizadora del que fuera su Ministro de Asuntos Culturales: su común certeza de cuán indispensable es la inteligencia educada en la construcción de una sociedad abatida.

En nuestras letras hay varios faltantes, pero el capítulo sobre las complejas no obstante estrechas relaciones entre escritores y políticos es un pozo, intocado aún, de asombros y revelaciones. Alfonso Reyes, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Gastón García Cantú, entre tantos escritores vinculados al poder, no registraron su trato con gobernantes, miembros del clero ni hombres del o contra el sistema. Fieles al secreto, antes que a la memoria, se llevaron a la tumba testimonios, lapsus y frutos del lado oscuro. Por lealtad al confidente y no valorar este depósito de saber, la historia está llena de agujeros. Desatendieron que el escritor completa y recrea lo que el historiador apunta o con suerte intuye. Un tartamudeo aquí, un adjetivo allá, la mirada esquiva, el temblor que traiciona, la pausa, el desafío, una presencia inesperada o cuanto escapa al control del observado: todo, de preferencia el detalle,  define al hombre solo que, frente al espejo de la palabra, dice lo que el habla disfraza.  Sin embargo, no obstante ejercer la crítica en cuestiones públicas, estos observadores tocados por la curiosidad política, no se atrevieron directamente con el “rey desnudo”.

De un  López Portillo atenazado por el sentimiento de culpa al De la Madrid fumador compulsivo, de habla cancaneada y lleno de tics o del insolente Salinas que gustaba tender trampas y enredar a incautos hasta el anodino Zedillo, y de la borrosa presencia de ese Ernesto sin sustancia al par de sucesores panistas que no ofrecen desperdicio, el México contemporáneo es un manjar para narradores, ensayistas y psicoanalistas. No que los antecesores no dejaran una larga sombra durante su paso por las codiciadas viñas del poder, sino que la memoria de los mexicanos es de corto espectro y hay que agitarla con baños de verdad.

Ignoro si los escritores citados consideraron que, precisamente por calibrar su estatura y pobre herencia política y social, no se interesaron en describirlos ni en crear un retrato para las generaciones venideras. Hay que reconocer que nuestro país no es pródigo en “hombres de la historia”. Tampoco tenemos equivalentes o siquiera emparentados a los que, desde el intrépido Alejandro de Macedonia y sin descontar a Mao Zedong, Sukharno, Nehru, Kennedy y otros que atraparon la curiosidad de Malraux, fueran considerados sus pares. Lo interesante es destacar que La hoguera de encinas trasmite equidad entre el apasionado del saber y el hombre de poder: algo que, por cierto, se antoja impensable en nuestro entorno.

Malraux vislumbró la trama sutil entre pasado y presente y la siguió con asociaciones felices. Deslindó el fervor religioso de la pasión política. Sensible a la presencia y al significado del héroe, supo que en la acción existen contingencias irreproducibles. Varias veces coincidió con Einstein, aunque dos observaciones suyas lo influyeron poderosamente: una, “La palabra progreso no tendrá sentido mientras existan niños desgraciados”; otra, a propósito de Gandhi, “El ejemplo de una vida moralmente superior es invencible”. Sembrado de frases que no dejan indiferente a nadie, entre su voz y la de De Gaulle, no siempre definidas, aparecen verdades/daga, como ésta: “los gigantes políticos nunca lo son”. Distintivo de su obra, persigue de un tema a otro la huella del destino inclusive entre quienes, como su interlocutor, escapaban de él. 

Varias veces he releído las Antimemorias. Hay pasajes que podría repetir casi de memoria. En ningún caso he dejado de descubrir atisbos y logros singulares. Su agudeza descriptiva, según consta en el estremecedor capítulo sobre la marcha fúnebre de las cenizas de Jean Moulin, logra niveles insuperables. En cierta forma, entraña una de sus preocupaciones más permanentes: el dialogo entre el ser humano y el suplicio, quizá porque es más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte. En esa ocasión, como en su entrevista con De Gaulle, confirmó que la gente quiere que la historia se parezca a sus sueños. Aunque la palabra grandeza ha acabado por significar el fausto y una expresión teatral de las historia, el dolor, la tortura o la guerra demuestran que es el Mal y no la Muerte lo que cifra la duda de Dios.

Fabulador, enemigo de la confesión, constructor de su propia leyenda, incapaz de mostrar debilidades y testigo privilegiado de los grandes acontecimientos del siglo pasado, Malraux tuvo el acierto de retratar de cuerpo entero “una voluntad que mantuvo en vilo a toda Francia”. En Les chênes qu’on abat… casi se toca el sentimiento de eternidad compartido por su admirado De Gaulle. Su retiro durante los últimos meses de su vida y hasta su muerte, el 9 de noviembre de 1970, facilitaron que  el héroe de la II Guerra Mundial e instaurador de la V República hablara en libertad no con el que fuera colaborador, sino con el escritor que, en su hora, hizo decir a Camus que no podía recibir el Nobel porque le correspondía al autor de La condición humana, a quien consideró un talento de excepción.

Desmesuradamente alto y ya tocado por el desaliento y la sensación de abandono, Charles/Francia por fin exhibió un gesto fatigado al mirar la nieve tras la ventana. Cuando sentado en su sillón de cuero, acariciaba distraídamente al gato mientras hablaba de la muerte. La muerte de uno y la de las personas que hemos querido. La muerte que solo tiene importancia en la medida en que nos hace pensar en la vida. La muerte como acto de fe y ajuste de cuentas. Y, como en susurro, como si estuviera solo, aquel monumental De Gaulle, reducido al hombre que finalmente era, dijo:

“No es cierto que las experiencias más profundas dominen nuestras vidas. En la acción, sí. Pero no fuera de ella…”

Yerro del director del FCE


El Fondo de Cultura Económica se ha convertido en un organismo del Estado de frágil independencia moral. Expuesto a caprichos sexenales, en varias ocasiones y de modos distintos ha vulnerado su misión editorial cediendo y concediendo a presiones gubernamentales. Sobre presencias memorables que han contribuido a su prestigio, también ha tenido directores ajenos al mundo del libro y del pensamiento, como el expresidente De la Madrid y otros y otra de triste memoria, que no han dudado en exhibir indiferencia o desprecio a los escritores. Sin embargo, nunca un periodista del sistema, ex jefe de prensa de la Presidencia de Carlos Salinas, había dirigido esta gran casa editorial que desde su creación, en 1934-5, estableció los principios de su autonomía para que ni funcionarios ni particulares desvirtuaran criterios internos ni sus líneas de acción.

José Carreño Carlón no es el primer “hombre del sistema” a la cabeza del FCE, pero sí el único que ha puesto en duda la imparcialidad del organismo al utilizarlo como “plataforma publicitaria” de los intereses políticos del mandatario. De la inteligente e irrefutable crítica de Jesús Silva Herzog Márquez, publicada el pasado lunes en Reforma, se infiere que “servir” a su jefe Peña Nieto mediante una entrevista pública es, de menos, un atropello al Fondo a su cargo. Que no dispuso el programa televisado con el Presidente como director del Fondo, refutó Carreño, sino como ¿qué?: ¿jefe de prensa, priísta, periodista independiente…? No hay argumento que lo salve.

La cuestión es que es difícil, por no decir imposible, mantener la disposición de agradar a Los Pinos y, al mismo tiempo, situarse como cabeza imperturbable en un puesto ideal o supuestamente identificado con intelectuales y voces críticas. Ambos quehaceres son incompatibles entre sí, como demuestra el paso, casi imperceptible, de Antonio Carrillo Flores por estos corredores colmados de anécdotas. Como salida de algún problema, Echeverría puso al entonces joven economista Francisco Javier Alejo al frente del FCE. A poco, el destino se encargó de demostrar que el político lo es de tiempo completo y que aceptar el Fondo era un compás de espera, como al fin ocurrió. Arnoldo Orfila, Cosío Villegas, José Luis Martínez y pocos más dejaron una gran huella en la historia de la institución. Otros han pasado por ahí cual sombras imperceptibles o, en el peor de los casos, aferrados a sus defectos. En todo caso, no sería un mal ejercicio estudiar hasta dónde la mayor empresa editorial del Estado espejea ires y venires entre el presidencialismo y el complejo universo del libro y de la cultura en general en este México que no deja de asombrarnos.

A pesar de que José Carreño cuente con los recursos de su oficio para salir airado de las protestas, ya demostró quién y por qué lo nombró en el FCE; algo que, dada su trayectoria profesional vinculada al PRI, resulta obvio. Responder a la crítica como si de dos personalidades se tratara y una no fuera excluyente de la otra, agrava sin embargo el entuerto. Lo cierto es que su programa “Conversaciones a fondo”, fue el gran error del director de FCE y el tributo personal o partidista del periodista al gobernante.

 Con razón esta torcedura ha provocado protestas que, de menos, deben llegar al fondo, si, pero no nada más por lo que nacional e internacionalmente representa esta casa editorial, también por los accesorios y desafortunados comentarios de Peña Nieto sobre “la cultura de la corrupción”. Por llovido sobre mojado, sus prejuicios comprometen tanto al mundo de la cultura como al propio FCE. Luego, protegido por su anfitrión, acabó considerando la dicha corrupción como “un tema casi humano, que ha estado en la historia de la humanidad”. De que es humano, ni quién lo dude, pero no se trata de dar por sentada una debilidad facilitada por el gobierno, sino de combatir el delito mediante la  intervención efectiva de las instituciones para reprimirla, controlarla y sancionarla, como ocurre en otros países.

En vez de defender la cultura y su misión implícita, Carreño se concentró en el propósito encubierto por la pantalla de la casa editorial a su cargo: los debatidos cambios constitucionales. No es que sean otros tiempos, como se dice, es que los compromisos éticos son implícitos e incuestionables. Transgredirlos o siquiera ignorarlos es uno de muchos actos de corrupción que se cometen impunemente, como si de un derecho adquirido e inofensivo se tratara. No hay modo de conciliar el compromiso ético de la razón, inseparable de esta gran empresa editorial, con muestras de servilismo, distintivas de los priístas y en particular de los hombres del Presidente.

Un periodista orgánico en funciones y al servicio del gobierno tarde o temprano tendría que chocar con lo que representa el FCE en la historia editorial de México e Iberoamérica. Para Carreño, no hay contradicción; para los demás, es obvia. Y eso fue lo que observamos durante 90 minutos reveladores: el director del FCE actuó como agente publicitario de los intereses del Presidente.  El tema del libro, de las publicaciones o los proyectos editoriales brilló por su ausencia. Mal podría haberse tocado, por cierto, con los allí presentes. Al convocar “comentaristas” como Denise Maerker, León Krauze, Ciro Gómez Leyva, Pablo Hiriart, Lilly Téllez y Pascal Beltrán para que hicieran preguntas comedidas al Presidente, Carreño con seguridad  supuso que Maerker y Krauze darían el toque “conveniente” de pluralidad o crítica. Después de todo, uno era el asunto a tratar y el fundamental en los empeños persuasivos del régimen: las reformas estructurales. Si fuera el jefe de prensa de Peña Nieto, Carreño no le habría hecho mejor propaganda. Pero insisto: es el director del Fondo de Cultura Económica, el órgano editorial más importante de la historia de México...

Este es uno de tanto ejemplos en los que se ve cuán difícil es que las personas sepan cuál es su lugar, qué es lo que les corresponde y lo que, a toda costa, deben evitar. Confundir y/o fusionar deberes y compromisos implícitos con intereses circunstanciales es, sobre lo que todos sabemos, otra característica de la corrupción impulsada, tutelada y tolerada por el propio sistema de poder. Moral, decencia básica, congruencia y dignidad son atributos (desde luego trasmitidos por la cultura) que tienden a repudiarse, evitarse o ignorarse porque recuerdan lo que es y debe ser un hombre, un verdadero Hombre; es decir, una persona íntegra, cuya conducta no se presta a suspicacias. No dar importancia a lo que verdaderamente la tiene conduce al cinismo, y a lo que le sigue. Y eso, a fin de cuentas, es lo lamentable.

De Gutenberg al blog: Pasión por la palabra

Jack StauffacherPhotography by Maggie Lee. Rights reserved

Jack Stauffacher

Photography by Maggie Lee. Rights reserved

El culto a la prensa, a las formas y a la impresión con tipos móviles ha perdurado, desde la genial invención de Gutenberg, en el siglo XV, como sagrario del espíritu renacentista. Representantes de la tipografía pura como el legendario Alberto Tallone, creador, en 1949, del Carattere Tallone, así como su maestro parisino en Châtenay-Malabry, Maurice Darantière, y su discípulo Jack W. Stauffacher, fundador, en 1969, de The Greenwood Press en San Francisco, destacan entre los altos ejemplos de amantes del libro, de la letra y la palabra, que elevaron a obras de arte la tipografía, el diseño, la imprenta y la publicación de libros notables, en pequeñas o medianas ediciones hechas a mano.

Desde hojas sueltas, cartas, plaquetas y diseños gráficos hasta libros de singular belleza, como Phaedrus  a dialogue by Plato, en el que se ve tanto el silencio como la voz de Sócrates en las páginas de la derecha y de Phaedrus, en la izquierda, algunas composiciones experimentales con madera y metal del californiano Stauffacher, no solo están en las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de San Francisco y de la Biblioteca de la Universidad de Stanford, sino que han sido acreedoras de varias distinciones internacionales.

Hay días en que, abrumada por la falta de sensibilidad que se ha incrementado de manera lastimosa en torno de la palabra y del libro, acudo a joyas tipográficas para recobrarme con muestras bellas del trabajo escritural. Desde la fabricación artesanal del papel hasta la selección de tipos, textos y cuanto se relaciona con la transparencia artística de la letra, incluidas fundas y camisas, la simplicidad refinada de algunos tipógrafos e impresores se equipara al contenido poético de obras que, como las de Dante, empezó a realizar Tallone, durante cinco años de aprendiz en el taller parisino de Darantière, en el Hôtel de Sagonne, un hermoso edificio del siglo XVII, diseñado por Mansart, el arquitecto de Versalles.

A su regreso a Italia, en 1957, Tallone abrió su atelier en la propiedad materna de Alpignano, cerca de Torino, donde publicó tres inéditos de su amigo y admirador, Pablo Neruda.  Sus descendientes conservan el sitio, el oficio y principios clásicos de la tipografía que, sin renunciar a sus raíces culturales, encumbran las formas geométricas del alfabeto romano, su densidad y colorido, que espejean “los signos invisibles de la memoria”, que harían decir a Franco Maria Ricci que “sintetizan su comprensión mágica del pensamiento”, como señalara el también genial Stauffacher en su Homage to Alberto Tallone, 1898-1968: un testimonio publicado en Visible Language: V I Winter 1972, que releo como lección de calidad moral al reconocer un legado que, de menos, contribuyó a que el propio Jack encontrara en su oficio la fuente cotidiana de verdadera felicidad. Sus observaciones, por contraste, me recuerdan que no importa cuán mezquino nos parezca el medio ni hasta dónde se extienda el desprecio por la obra del espíritu, porque siempre ha habido y habrá espíritus superiores que se cruzan por nuestras vidas para llenarnos de beneficios.

A mi amigo Jack Stauffacher debo, precisamente, el amor que profeso por este oficio que congrega visión gráfica, proporción clásica en la formación y la elegancia indispensable para atraer a los lectores y bibliófilos más exigentes. Desde que lo conocí en su legendario taller de Broadway 300, en San Francisco, supe que estaba ante un hombre de atributos excepcionales. Concentrado en la elaboración para coleccionistas del Homage to Quevedo de José Luis Cuevas, observaba cada pliego recién sacado de la prensa y extendido por su orden en una larga mesa de trabajo. Lupa en mano, cubierto con delantal de impresor y las gafas en la punta de la nariz, al punto me introdujo con generosidad a su espacio consagrado. Me mostró tipos, cajas de impresión, planchas, tintas y papeles, cuya finura aterciopelada le hizo evocar los fabricados a mano en el Cartiere Enrico Magnani, en la toscana Pescia, que su maestro Tallone consideraba “aristocráticos”.

Al tiempo  y por fotografías me daría cuenta de que su taller era muy parecido al de Tallone en Alpignano. Gradualmente descubriría numerosas afinidades entre ellos hasta confirmar, en su Homage to Tallone, que entre discípulo y maestro fluía el mismo aliento poético de las antiguas escuelas europeas de esta artesanía. Amigo de artistas, arquitectos, cineastas y poetas como Sam Francis o Kenneth Rexroth, a quienes conocí por él, Jack convirtió su Greenwood Press en catedral de la amistad y punto de reunión de inteligencias notables que, entre jóvenes y mayores, hacían creer que el conocimiento era un aire fresco traído desde la remota Grecia para iluminar el área de la Bahía. Si sus conversaciones eran excitantes mientras trabajaba con pasión contagiosa, al compartir el café o el vino con pequeños grupos, no ocultaba su alegría al enterarse de logros de los demás.

 Con frecuencia extendía la cordialidad hasta su casa donde, con su familia y dos o tres invitados, entre los que me contaba, él mismo cocinaba pasta mientras presidía, al calor de la estufa, reuniones que todavía añoro como ejemplo de felicidad perfecta. A la fecha, con 94 años de edad,  mantiene vivo el raro don de apreciar la naturaleza y al Hombre desde su raíz ética y estética. Quizá ya no se transporta en bicicleta ni recoge en el camino ramilletes de romero o lavanda, como me dicen que solía hacerlo hasta hace poco, sin que lo arredraran cuestas ni distancias, pero no dudo de que Jack seguirá encarnando el carácter renacentista que tanta falta hace en nuestra sociedad enferma.

La tecnología no ha eliminado el trabajo del impresor, solo modificó su expresión. Ni la mejor pantalla, sin embargo, trasmite el olor, la textura y la belleza del trabajo artesanal. Podemos escribir un blog con el mismo amor con que el lenguaje comunica significados en el papel. Sabemos que las palabras perviven en la espaciosa y no menos enigmática “nube”. Las reencontramos en la memoria de un USB e inclusive letra e imagen, con suerte y expuestas a sucesivas correcciones, van a sumarse a los depósitos de “servidores”, como Google o Yahoo. De ningún modo se pierde el placer del texto ni los lenguajes gráfico y escritural tienen por qué caer en el limbo de lo arcaico. La creación artística siempre tendrá su lugar, su sagrario irrenunciable, como esos hombres privilegiados que han vivido para hacer un poco mejores nuestras vidas. Lo confirmamos al percibir el efecto de la belleza cuando, por ejemplo, un libro/objeto abre nuestros sentidos a los logros más nobles de una humanidad empeñada en degradarse. Entonces decimos que sí, la palabra es sagrada y la impresión su sagrario.

Pachanga panista: advertencia oportuna

Luis Alberto Villarreal, ex coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. (Tomada de Facebook / camaradediputados)

Luis Alberto Villarreal, ex coordinador de la bancada del PAN en la Cámara de Diputados. (Tomada de Facebook / camaradediputados)

La fiestecita de los panistas, con buenas razones, da mucho qué pensar y más que especular. Quizá a la espera de una “coyuntura”, el video en poder de Reporte Índigo se publica ocho meses después de ocurrida la “reunión privada” de parlamentarios, en el licencioso Puerto Vallarta. Como es de suponer, hay mar de fondo al exhibir distracciones de estos relamidos muchachos, a la sazón dedicados a “la política”, y con seguridad concentrados en dignificar este generoso país, tan habituado a dar a manos llenas a sus “mejores y disciplinados hombres”, sean de la facción que sean.

Por prejuicio o por vicio, desde los días de Manuel Gómez Morín y Efraín González Luna, el PAN, aún sin registro entonces y constituido como principal opositor y discrepante del sistema presidencialista, presumió decencia, incorruptibilidad, vocación democrática, amor patrio y cuanto cupiera en su conservadurismo no solo teñido de religiosidad, sino afín a la doctrina jesuítica, cultivada por las primeras generaciones fundadoras del Partido. Los tiempos cambian, como se sabe, y de aquellos abuelos no quedaría ni la foto de familia que las buenas gentes, mejor de provincia cual corresponde, gustan colgar en las salas de sus casas. Lo de hoy no es la fidelidad a un ideario ya extinto; lo de hoy es renunciar a los ideales, a las presiones de conciencia, al compromiso ético y a la inteligencia política, a cambio de arrojarse con todo para hacerse del poder, cultivar componendas y disfrutar sus beneficios absolutos.

Lejos están los días que hicieron afirmar al “Caudillo”, Álvaro Obregón, que “nadie resiste un cañonazo de cincuenta mil pesos”. Ahora hay cheques de quince millones o más para los comprensivos legisladores que levantan la mano a tiempo para aprobar reformas y modernizar al país. Nuestro “Ogro filantrópico”, al democratizarse, amplió sus habilidades persuasivas: ya no es necesario “arreglarse en lo oscurito” ni repartir castigos, congelamientos y muertes civiles a discreción. Gracias a la tecnología, los desobedientes o mal portados no deben cuidarse de ir en la procesión, sino de que meseros, “señoritas galantes” o vivos anónimos les quiten el palio y aparezcan, cuando menos lo esperan, como figuras estelares del Facebook. Nunca mejor dicho, el problema no está “en hacerlo” ni en ser bribones, sino en que los cachen y exhiban su verdadera naturaleza.

Dejaron de ser rentables la casa chica y los adulterios que dotaban de sentido y autoridad a confesores y confesionarios. Si bien la religión y el propósito de enmienda perdieron clientela en este país maltrecho, los pecados capitales sentaron en cambio sus reales, desde arriba y hasta abajo, en la mente y la conducta de los autonombrados intachables neoconservadores creyentes, mismos que prometieron “limpiar” el cochinero priísta. Decirse de Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro y Jalisco, donde florecieron los cristerios “defensores de la probidad, la decencia, la moral y la fe”, era algo así como mostrarse bueno e incorruptible, justiciero, decente y a prueba de las tentaciones del poder absoluto. Abiertos representantes de la intolerancia y estrechez de miras, al paladear las mieles gubernamentales, los panistas, desde el régimen de Fox, no han hecho más que dejar constancia de su pequeñez, su fascinación por el dinero y su incapacidad de siquiera aproximarse a los oficios políticos del PRI. Ineptos inclusive para sobrellevar la herencia de sus mayores, estos representantes de las derechas resultaron peores a sus rivales históricos y ni siquiera pueden ponerse de acuerdo entre ellos.

De que el panismo está en crisis, ni sus correligionarios lo dudan. De que los machines de siempre dan rienda suelta a su sexualidad primitiva, cuando pueden y como y con quienes pueden –mejor si al ritmo de “la quebradita”-, tampoco es cuestión que se ignore. No son las fantasías elementales de pobres diablos con ambiciones de poder y acceso a las bondades del erario lo que preocupa en lo fundamental, porque así es nuestra mísera democracia subsidiada. Tampoco la hipocresía de los mochos es tema inédito en la historia oral de la población. Es el declive político, moral, intelectual y social la medida de una sociedad tocada por el síndrome de la derrota. Y es que cada vez más y con mayor desvergüenza, se entroniza la medianía en esta infortunada República, donde brillan por su ausencia no solo las mentes lúcidas, sino hombres y mujeres mínimamente pensantes, responsables, congruentes o cuando menos conscientes de lo que significa igualarse hacia arriba en  esta tierra de vencidos.

No que nos escandalicemos de sus distracciones a la sombra ni que su contacto con señoritas de compañía -como ahora se llama a putas, meretrices, prostitutas, rameras, zorras; y, más recientemente, sexoservidoras, trabajadoras sexuales, tabledancers, bailarinas  o scorts entre “catrines”-, amerite golpes de pecho, aullidos contritos o lamentos por haber sido “víctimas” de una supuesta “celada”, según se quejara el repatingado y ya destituido coordinador de la bancada panista. Es que estamos hartos de bonos y sueldos millonarios, así como de abusos, engaños y simulación. Hartos del pudridero y de enredos que espejean el carácter y los negocios de quienes pretenden dirigir el destino del país, mientras se enriquecen y pagan veleidades con nuestros impuestos.

El tal Luis Alberto Villarreal y su hermano Ricardo, exhibidos por el periódico Reforma y guanajuatenses, “como Dios manda”, están relacionados con el grupo de los Rojas Cardona, conocidos “casineros”. De él se dice, además, que estuvo involucrado “en el escándalo de las extorsiones que hacían los diputados a los alcaldes”, como ya es del dominio público. Una finísima persona, pues, que como al diputado Martín López Cisneros, le gusta “quitar una pelusa de la espalda” a las “animadoras sociales” que amablemente acuden a sus pachangas, “estrictamente privadas”.

Del listado de miembros de la cúpula panista, “incondicionales a Madero”, que aparecieron en el video de la exclusiva y carísima Villa Balboa, destacan el también removido vice coordinador de la bancada y lugarteniente de Madero, Jorge Villalobos, Martín López Cisneros, diputado por Nuevo León e integrante del Comité de Administración del Poder Legislativo, Alejandro Zapata Perogordo, miembro del Consejo Rector del Pacto por México y José Alfredo Labastida Cuadra, secretario técnico del Grupo Parlamentario; es decir, finísimos sujetos, “cráneos privilegiados”, como gustaría llamarlos a Valle Inclán y parlamentarios ejemplares, en quienes podemos depositar la esperanza de subsanar la corrupción que ahoga al infortunado país al que le llueve de todo, menos decencia, calidad política y justicia social.

No será con esta cáfila de vividores con quienes se construya una democracia digna, como la merecemos y por la que trabajamos quienes aún creemos en que es posible un México que no nos avergüence ni nos destaque en los primeros puestos de los corruptos mundiales. ¡Cuidado con los conservadores y los fanáticos!, me decía un difunto simpatizante de la Teología de la Liberación: “son gente peligrosa: llevan en el alma al demonio agazapado”.

Donjuanismo

Don Juan Tenorio

Don Juan Tenorio

Si amar a la elegida por la sola razón de desearla fuera bastante para colmar una vida, las cosas para un don Juan a quien sólo alegra la seducción peregrina, serían demasiado sencillas. Conquistador arquetípico, equipara el amor a la guerra. La resistencia lo excita, pero consuma su triunfo repudiando a la que, enamorada por fin, se le entrega sin condiciones. Desear, siempre desear lo difícil o inalcanzable y perder el interés al lograrlo. No hay fin ni emoción intermedia porque el amor se idealiza de rostro en rostro y salta, con atavíos renovados, de una persona a otra.

Precisamente en eso consiste el secreto de la publicidad para vender mercancías: hacerlas deseables, insustituibles y después tirarlas. La complejidad que vivimos confirma la actualidad del mito al hacerlo extensivo al consumismo voraz de cosas, símbolos y personas. Adquirir, poseer y después desechar desencadena sentimientos que van de la ansiedad al vacío; pero no en un don Juan porque, como todo psicópata, para él no existen la culpa ni el remordimiento.  Nunca, nada, puede satisfacer el ideal o la fantasía que lo incita a seducir, ser aceptado y continuar la fuga no de la otra o del otro, sino de sí mismo.

Cuanto más cree amar, o en su caso poseer incautas sucesivas, mayor su absurdo, porque nunca encuentra la saciedad. Con ojo clínico atisba a la presa, de preferencia virgen, inclusive monja, casada o comprometida y mejor estando aún con la otra: así paladea mejor la conquista. No es que no suspire por la que tiene; tampoco  que no la encuentre atractiva, es que lo desconocido y por venir se le vuelve irresistible. Tal impulso activa sus habilidades de seducción y, rostro afuera, despliega al hombre simpático, adulador, atractivo y en apariencia dueño de sí que enamora a la doña Inés de cada ocasión. La presa cae, él la usa y, al sustituirla, despliega la cruel realidad que oculta en su verdadera naturaleza que, según algunos, es esquizoide, en tanto y otros especialistas la consideran histérica.

La atracción ilusoria va ascendiendo en la escala de un amador para quien, según sus códices, todo está permitido. Sustraído de la idea de cualquier dios que lo contenga, sólo valora su propio juicio. Nada lo liga a nadie ni lo libera de nada. De antemano don Juan ha renunciado a la esperanza en el porvenir; es decir, carece de memoria y de prospectiva. Sus expectativas comienzan y concluyen en el aquí y ahora. Vive sin apelación y sin contentarse con lo que tiene. Es un irreverente sucesor de Zeus que gasta sus días fanfarroneado, engañando, despreciando a la muerte, porque de hecho la teme. Repetir una misma actitud lo hace sentir vivo, dueño de la situación y superior a sus rivales. Es tan ocurrente que no hay disfraz que no le funcione, crimen que lo detenga ni sexualidad que se iguale a la manera que tiene de dar nada, pues nada tiene en su corazón seco, en su cabal estado de vacuidad.

Para el “burlador”, como lo llamó Tirso de Molina, no hay ley humana ni divina que frene su fatuidad, su falta de escrúpulos ni sus apetitos sexuales.   El pasado no existe en el registro de su conducta ni la memoria lo hace consciente de la estéril repetición de una búsqueda de gozo. Don Juan es un vividor, no un coleccionista, de ahí que decir donjuanismo equivalga a la renuncia de cualquier atadura moral, afectiva o de conciencia.  A pesar de sus alardes, en sus propósitos predomina el seductor sobre el mujeriego, aunque resulte difícil separarlos, inclusive al hacer extensivo el fenómeno entre homosexuales. Por el poco valor que le reconoce a la vida está dispuesto  a jugarse la suya en un duelo o mantenerla en la orilla del riesgo, lo que le resulta todavía más placentero.

La muerte aparece desde los primeros indicios de un supuestamente real Juan Tenorio, miembro de una familia noble de Sevilla, que asesinó al Conde de Ulloa para raptar a su hija, engañarla, deshonrarla y no dejarle más salida que el convento o casarse con otro para encubrir su vergüenza.  Desde las primeras dramatizaciones del personaje,  lo representan como un libertino inconmovible a quien ni siquiera afecta el ridículo. Su móvil es la insolencia victoriosa, la afición a lo teatral y la fugaz felicidad que experimenta al ir saltando de uno a otro flirteo para cumplir la terrible sanción que invariablemente, lo conduce a destruir lo que ama o a la que desea. 

Sobre la carga religiosa con que se ha pretendido castigar en éste y en otro mundo las perfidias del conquistador irresistible, el de don Juan es el único mito literario que ha reflorecido constantemente en casi todas las expresiones artísticas desde el siglo XVI e, inclusive, en versiones sucesivamente adaptadas para ilustrar la banalidad de las relaciones modernas. El donjuanismo ha transitado del drama a la comedia y a la ópera, de la leyenda al recurso anecdótico y de la curiosidad del ensayista al análisis sociológico y social para incorporarse, a partir del siglo XX, al repertorio del psicoanálisis. Por encima del Quijote y más allá de la popularidad simbólica de Fausto, el carácter disipado y esencialmente grotesco de don Juan excede cualquier freno moralizante.

Cada vez más complejo y sin embargo adaptable, el modelo ha encontrado un acomodo perfecto en el individualismo engendrado por la sociedad de consumo.  Comprar, adquirir o poseer, alimenta el deseo, pero nunca garantiza satisfacción. Es un enajenado que renace fortalecido de fechorías cada vez más complejas y crueles. Más moderno y actual se antoja cuanto más desatiende las normas y transgrede lo que los demás más aprecian. Quienes procuraron para él un castigo ejemplar, en cambio, borraron de la memoria social e inclusive literaria porque ninguno de aquellos justicieros logró unificar características paradigmáticas. Cayó también un lastimoso olvido sobre los franciscanos que lo amenazaron con el infierno. Ni sombra quedó de los que, en nombre del honor, lo asesinan secretamente para mandarlo al averno. Y es que los vengadores, como los castigos religiosos, cayeron en descrédito en nuestro tiempo, quizá porque a cambio de la idea del pecado creció el interés por desentrañar los vericuetos de la conducta.

Nadie mejor que el Burlador de Sevilla para reelaborar histriónicamente su inclinación juguetona e invariablemente mentirosa. Y aunque el proceso de repetirse es infecundo, a él lo colma de sentido. Su naturaleza es muy obvia: no hay misterio en sus patrañas ni complejidad en la rutina de aparecer, seducir y desaparecer de preferencia emboscado, por lo que sus víctimas comparten la responsabilidad del timo, a menos de que se trate del modelo de mujer incauta, ingenua e ignorante de los enredos de la seducción. Así fueron seguramente las confinadas en los conventos o en sus hogares en los siglos XVI y XVII, pero no obstante los avances de género, la evidencia demuestra que ni profesionistas ni feministas se libran de las engañosas redes del seductor embustero.

Precisamente por sus defectos, nunca por sus virtudes, don Juan es amado y odiado por las mismas causas que se le admira o se envidia.  Profesional del escapismo, de preferencia apuesto, galante hasta el ridículo e invariablemente adulador, es arquetipo del seductor que ignora la tristeza. No sólo la suya propia, sino la que siembra a su alrededor. Egoísta a ultranza, de vivir, solo vive multiplicándose en su goce absurdo. El don Juan que prolifera entre nosotros ostenta peculiaridades de la cultura que lo recrea como símbolo infalible. Practicante del úselo y tírelo, el donjuanismo es, entre nosotros, representación viva y vacía de la fugacidad del instante.

Desde su profundo ser busca un ideal imposible: la madre, el padre, la emblemática Helena de Troya o cualquier fijación que arrastra desde la cuna. Atado como Sísifo a la condena de multiplicar una misma obsesión, don Juan se imita a sí mismo al cautivar y luchar por el objeto de su deseo; luego estruja, castiga la esperanza a cambio de un aquí y ahora sin redención, aunque adorna su fantasía de lo eterno renunciado a la añoranza. En realidad no conquista nada, más bien incrementa el enorme vacío que lo habita. De ahí que sólo pueda ser fiel a lo que nadie podrá darle nunca: el gusto amargo de una respuesta única y totalizadora de todos los rostros del mundo.

Lo que ya procede es examinar la parte correspondiente, la que cede y se rinde a los delirios donjuanescos, quizá por una misma ilusión de banalidad compartida

De la grilla y otras voces

Es cosa sabida que en eso de inventar términos que dicen sin decir lo que se quiere decir, los mexicanos se pintan solos. José Moreno Villa tuvo que reaprender español para entendernos y darse a entender aquí, en su tierra de acogida. Como al resto de exiliados, le pareció inconcebible que alguien fuera medio ladrón, estuviera medio enfermo o medio embarazada. Entre el lenguaje de señas y la profusión de diminutivos e imprecisiones, se sintió perdido, hasta dar con el hilo negro: “no es que no hablen castellano, es que encubren la verdad de todos los modos posibles”.

Si el habla común es rica en giros incomprensibles, la clase política no tiene rival a la hora de hacer del idioma un complemento de su costal de mañas. Cuesta aceptarlo, pero es cierto: es ancestral la incapacidad del mexicano para decir las cosas por su nombre. Moreno Villa se dio cuenta de que nadie dice NO en México, aunque da vueltas y revueltas para evitar comprometerse. Tuvo que afinar sus sentidos para adivinar evasivas y fórmulas retorcidas. Le asombraban los barroquismos, inclusive al ordenar un simple vaso con agua. ¿A qué tanto enredo? -se preguntaba-, si nada más se requieren dos palabras: “Mesero, agua”. Yo le hablo, le decían a modo de despedida; y él lo creía, pero se quedaba esperando. No se preocupe, y resulta que tenía todo de qué preocuparse. Tanto se preguntó si españoles y mexicanos compartíamos idioma que acabó escribiendo Cornucopia mexicana. De haber reparado en las complicaciones lingüísticas de los políticos, nos habría legado un tesoro.

Eso, sin desdeñar el principio de eternidad en voces como al ratito o la semana que entra, que lo mismo sirven para quitarse de encima a un cobrador que para dejar colgada una acción o un compromiso. Los laberintos verbales nos impiden saber con quién estamos tratado. Que todo empieza y acaba en el vicio de mentir, me espetaba una airada Ikram Antaki, convencida de que el mexicano miente como respira. Lo proclamaba en público y en privado, y aun añadía que solo en este país la gente repite sin cesar no es cierto, no es cierto… Con la historia de su Siria natal en mente, yo la escuchaba sin ánimo de polemizar, pero su agresividad empeoraba.

Que priva un carácter evasivo en nuestra cultura, ya lo sabemos. Que las máscaras están en el mapa genético, también. Fray Diego Durán fue de los primeros en advertir que los mexicanos se ocultan, son taimados.  Quizá porque suponen que serán rechazados tal como son. Sea cual sea la causa, lo cierto es que es obvio el deseo de ser otro. De ahí se desprenden actitudes como encubrir, simular, aparentar, disimular, engañar y, en síntesis, mentir y abusar del otro. En tal aspecto nuestra herencia no solo sigue siendo una red de agujeros, como se lamentara el anónimo de Tlatelolco, también ha producido frutos lingüísticos invaluables, al menos en política y a partir del revelador madruguete que, consignado por Martín Luis Guzmán, daría pie al socorrido y metafórico verbo madrugar: adelantarse, chingar al contrincante, timarlo y, a fin de cuentas, sorprenderlo con lo inesperado.

A partir de que Porfirio Díaz comenzó a referirse al Sistema, se creó la imagen de una estructura sólida que le vino como anillo al dedo a la familia revolucionaria.  El PRI y El sistema formarían una estructura de poder tan cerrada que de ella derivarían las condiciones implícitas para ser, parecer, conducirse y ser reconocido como un hombre del sistema. Es una lástima que, no obstante su riqueza, el vocabulario de la grilla y su correlativa tranza no hayan trascendido el coto coloquial.  Vivimos rodeados de grillos: confunden, no son de fiar y su discurso aturrulla; sin embargo, se reproducen en libertad en las curules, en las calles, en la burocracia y en los partidos políticos. Demagogos en lo esencial, alardean triunfos inexistentes y, como pocos, saben que el que no tranza no avanza. Hábiles al pendejear, dar largas y esquivar sin mojarse, viven enchufados a cualquier facción partidista o sindical. Todo lo contrario de la chucha cuerera, que se sabe de todas, todas, empezando por los tiempos y los tejemanejes.

Indispensables en los engranajes del poder, las chuchas cuereras han sido pocas, pero invaluables en la estructura institucional.  Podría decirse que si el sistema es un cuerpo, como pensaba Porfirio Díaz, ellos serían el cerebro. Desgraciadamente, esta es una de las especies en extinción en los nuevos estilos de gobernar: Fidel Velázquez, Carlos Madrazo, Jesús Reyes Heroles, Porfirio Muñoz Ledo… Pragmáticos o ideólogos, al saber de experiencia agregaban una singular intuición para “dar en el blanco”. Además de conocer al dedillo tiempos y signos del sistema, dominaban el arte de hablar, sugerir, adelantarse, retroceder o callar a discreción. En sus cotos se cocinaban propuestas, ajustes y soluciones en horas críticas. Mejor que los demás conocían lo prohibido y lo permitido, lo conveniente y lo inconveniente. Que pescaban los mensajes al vuelo y no se les iba una.  Al menos el líder vitalicio de la CTM y el singular Reyes Heroles sabían todo lo que había que saber respecto de nombres, categorías, propuestas, consensos, arreglos, amistades y enemigos peligrosos. Nada qué ver con los petimetres encumbrados en este torneo de reformas constitucionales y acomodos en lo oscurito. No hay que olvidar que, cuando el nacionalismo no era uno de los males a erradicar, hubo hombres que antepusieron el destino de México al interés personal. O al menos ese era el discurso regente.

De palabras/baúl está llena la política mexicana. Hay un sin fin de sanciones entre las técnicas de congelamiento y la temida muerte civil. Quien se atreva a explorar la historia del poder, siquiera en nuestro siglo XX, debe empezar por lo que el zorro de Reyes Heroles sintetizó en esta indiscutible fórmula: En política, la forma es fondo.  Así pues, hay que reparar en el significado de los acarreos, movimientos de masas, componendas, complicidades, alianzas, ajustes sindicales…, para rematar con la corona del esfuerzo, la obediencia, la disciplina y la discreción: el tapadismo.

El presidencialismo no sería lo que ha sido sin la cohorte de oportunistas, escaladores, arribistas, operadores y trepadores. Hay oro molido en el habla de la grilla. Pocos son, sin embargo, los que desde dentro han hincado el diente a vocabulario tan sugestivo. Emilio Portes Gil, es una de las excepciones. Al describir su colaboración con el general Abelardo L. Rodríguez en el capítulo 10 de Autobiografía de la Revolución Mexicana, dejó esta perla invaluable:

Defino el agachismo como el arte de aceptar, cual si fuera un honor, la humillación que el superior impone, cuando el inferior se ha salido del carril que aquél le fijó, de acuerdo con sus intereses personales, o su capricho. El agachismo –que no es palabra castiza, pero que en nuestro medio significa el sistema o la costumbre de agacharse cuando viene el golpe- ha fomentado tal hábito entre nuestros políticos que muchos de ellos, con la mayor frescura, aceptan bien un puesto, bien una canonjía, y a veces hasta un regaño cariñoso, cuando ven que el jefe se ha sentido lastimado con alguna actitud digna de su parte.

“El agachismo está íntimamente ligado con la mala costumbre  que –según los agachistas- siguen algunos funcionarios en México, de no renunciar a los puestos públicos que les confieren. En nuestro país son pocos los que renuncian a un puesto, a pesar de que el superior les cause humillaciones. Generalmente esperan hasta que se les despida ignominiosamente como a cualquier barrendero.”

 

En este mundo de secretos y nudos gordianos, el aprendizaje es cosa seria. No son los libros la guía, ni la ciencia política; mucho menos la moral, el patriotismo ni cualquier conciencia cívica. Es el ojo en alerta, el oído pronto y la suerte de estar a la hora, en el lugar y a la sombra del indicado lo que habrá de determinar el destino no ya del trepador de los años pasados, sino de los saltimbanquis y chapulines quienes, a partir del declive priísta, de las formación de las tribus y de la movida interfacciosa, engendraron una especie de oportunistas en pos de hueso que viajan sin escrúpulos entre curules, partidos e ideologías.

Si antes de la rueda de la fortuna en que se ha convertido el juego político transgredir normas no declaradas conducía a la marginación, a una indistinta caída pa´arriba o pa´abajo o en casos extremos, al congelamiento temporal o  la muerte civil, ahora, gracias al pragmatismo acomodaticio que todo permite, cualquiera puede hacer lo que sea sin que el sistema lo resienta ni el poder se despeine.

Son otros tiempos, podríamos decir. También el país es distinto; digo, lo que queda de él, pues con tanta alharaca nacionalista y tanto do de pecho de la familia revolucionaria, hace rato nos quedamos con las manos vacías. Lo interesante es que los usos verbales siguen vigentes. Todavía lo que resiste apoya, como también observara Reyes Heroles. Igual que ayer, hoy un saludo dado es un voto ganado.  Y como siempre, entre tantos tejemanejes, nos siguen dando atole con el dedo.

La “Gran familia”: retrato social


ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

ZAMORA | 17 de Jul de 2014 - 6:17 AM | Por: AGENCIAS

Formar gente buena para una vida útil y también buena: con ser simple la fórmula, el Estado Mexicano ha sido incapaz de incluirla en sus deberes fundamentales. Dejar en manos de sindicalistas corruptos, de mujeres u hombres de caritativa o errática voluntad o del arbitrario lucro privado, ha sido uno de los mayores fracasos de los gobiernos de la República. Niños, etnias y condición femenina en general han sido las mayores víctimas de la injusticia social. Por consiguiente, los últimos en recibir los beneficios de nuestra deficiente democracia. Sin acceso a las condiciones de equidad instituidas por el derecho internacional, los hijos de la pobreza extrema están condenados a reproducir males no resueltos generación tras generación. Expuestos al principio de las excepciones, su realidad los condena a repetir el infortunio de sus progenitores: un destino que no puede ser más desalentador.

La traza del futuro está en el presente. Jamás demagogia alguna ha construido un porvenir promisorio. Ni las desigualdades extremas ni la descomposición de la sociedad son obra de la casualidad, sino de errores agravados por el sistema corrupto de gobernar. La lógica es inequívoca: si la estructura está degradada, lo que sostiene también, hasta que cae para dejar al desnudo las consecuencias de su debilidad. Si los poderes no cumplen ni las instituciones se rigen con normas y acciones confiables, no hay por qué suponer que albergues infantiles fundados y regentados por la libre y a excusa de que se ocupan de la población desatendida por el Estado, sean un modelo de orden y confiabilidad.

El caso de Rosa Verduzco y su controversial “familia”, que unos defienden con ahínco y otros consideran aberrante, ha hecho estallar, desde la michoacana ciudad de Zamora, la vergüenza nacional. Los hechos, colmados de irregularidades, trascienden la responsabilidad de su protagonista. Que una persona, por su fueros, “recoja” y se haga cargo de más de 600 menores de edad en estado de marginación  es, en cualquier pueblo que se respete, inaceptable, impensable y aberrante. Peor si, como se ha publicado inclusive en el extranjero, se entremezclan edades, sexos, problemas de conducta, drogadicción y cuanto se pueda una imaginar respecto del submundo que, en el siglo XIX, habría dejado sin aliento al mismísimo Dickens.

Nadie puede ni debe sustituir las obligaciones del Estado. Santa para unos, demonio para sus acusadores, la mujer que ahora desencadena versiones apasionadas no es más que hechura del medio que orientó su destino. Por virtuosa o vil que fuera desde que hace décadas comenzó a “ahijar” a niños y adolescentes rechazados por su entorno, una mujer sin formación, sin vigilancia oficial, “educadora” por instinto, madre sustituta y fiel practicante del “te quiero, te golpeo”, envejeció con la papa caliente que acabaría pudriéndose en sus manos.

Tarde y mal, la Procuraduría de la República intervino el albergue lanzando alharacas que evidencian la prolongada irresponsabilidad de las autoridades. El problema empeora al corroborar que en vez de investigar, actuar y resolver racional, legal y discretamente situación tan irregular, el Procurador se encargó personalmente de agitar a la opinión pública.  Inmersos en un galimatías judicial y por donde se examine el conflicto, el Estado es el único culpable de la situación de los albergados.

Para eso están las instituciones y los recursos que provienen de nuestros impuestos: para cubrir satisfactoriamente las necesidades de quienes, por orfandad, miseria o abandono se encuentran en condición de riesgo o desamparo. Zamora es punta de una realidad infantil miserable. Niños abusados sexualmente; adolescentes con historial delictivo, otros con problemas de drogadicción; cientos de maltratados, explotados o robados, incontables con experiencia en la mendicidad, por miles obligados a trabajar; embarazos, hambre, migración… No hay región de nuestro territorio cuya realidad infantil no esté afectada por las desigualdades extremas y la injusticia social.

Aunque en 1990 México ratificó las Directrices de Naciones Unidas sobre las modalidades alternativas de los cuidados de los niños, y acató los términos de la Convención sobre los Derechos del Niño, no cumplió el compromiso de resguardarlos y vigilar con registros y seguimientos profesionales los centros de acogida, dependientes de la caridad pública. Tal irresponsabilidad ha propiciado que, sin control, acaso sin historiales clínicos ni familiares, y aun con la complacencia social, cualquier voluntario sustituya, con deficiencias implícitas, el deber del Estado.

El fenómeno de niños privados de su medio familiar es una constante mexicana. UNICEF en vano ha insistido en la urgencia de revisar los procesos de institucionalización y cuidados alternativos de los menores. Que el Estado no los proteja es inaceptable y profundamente inmoral. Que entre las prioridades de la justicia no se contemple la observancia de sus derechos, es prueba fehaciente no de la ausencia de democracia, sino de algo peor: el abandono, de la cuna a la mortaja, de un capital humano que debería participar activamente en la construcción de una sociedad digna, multicultural y unificada por ideales de bienestar y justicia.

Si, como dijera Rosa Verduzco en entrevista a El País, se trata de niños que “nadie quiere”, de antemano tendríamos que aceptar la existencia de sobrantes de humanidad: es decir, personas sin presencia jurídica, desamorados, infelices y sin garantías vitales. Lo publicado en el diario español no tiene desperdicio. Al enterarnos de que gente “influyente” relacionada con el poder, así como de la burguesía local y del ámbito cultural protege e inclusive otorga dádivas a la obra de la tristemente célebre Mamá Rosa, se hace aún más gravosa la conducta de las autoridades. Durante años se prefirió hacer la vista gorda ante el montón de denuncias que realizar las investigaciones pertinentes para actuar conforme a derecho. El disimulo y el encubrimiento, como todos sabemos, no se sustraen de las prácticas corruptas.

No contar con un inventario de los albergues ni con registros clínicos, fiscales, presupuestales, sanitarios, psicológicos, escolares, administrativos ni de parentesco equivale a dejar a su aire organizaciones que dependen de caridades y/o subsidios discrecionales. La generosidad puede valorarse en términos religiosos y espirituales, pero es intolerable como sustituto de lo establecido legalmente.

Por extensión, hay mar de fondo en las adopciones en cubierto de infantes no deseados. Avalada por el disimulo judicial, esta práctica a cielo abierto, permite que extranjeros se lleven del país a niños previamente registrados como propios. En ocasiones vendidos por sus padres, las víctimas del desamor familiar lo son también del repudio de su patria, que los priva del derecho a crecer y formar parte de su comunidad de origen, como es frecuente en estados como Oaxaca.

Agitado el avispero, se ha dejado en libertad el griterío. Así son las cosas en nuestro pobre México. Al fin y al cabo, somos los reyes del coheterío y del olvido. Mañana será otro día y todo seguirá igual. Ayer Elba Esther, hoy Mamá Rosa y pasado mañana, Dios dirá. Niños migrantes, niños de la calle, hijos abandonados, menores envilecidos: todo da igual. Ya crecerán y México continuará arrastrando el estigma de su desgracia.

Del origen de las palabras: La Torre de Babel


El mito de la  torre de Babel es uno de los más sugestivos. Llegar al Cielo, escudriñar el aposento de Dios o descubrir lo que las alturas ocultaban, fue  aspiración de los sobrevivientes del Diluvio. Al saltar de la paja a la argamasa, se atrevieron con la construcción del zigurat: una estructura escalonada, con terrazas, bases circulares, rampas y cámaras alternas. No fue el deseo de ser recordados lo que inspiró el proyecto inconcluso en la remota Babilonia, sino la necesidad de librarse del azote de las tormentas.  En esta hazaña hubo un hombre que más que el poder amaba el progreso: Nemrod, bisnieto de Noé, primer guerrero y monarca de que se tenga noticia.

Ni en el Edén pudo resignarse el Hombre a permanecer pasivo. Y desde el Edén, algo quedó en claro: más mueve al hombre lo que ignora que lo que sabe. Fuera por desafiar lo desconocido, por explorar los humanos alcances o por dejar una huella en el mundo, lo cierto es que los súbditos de Nemrod desafiaron a Dios por segunda vez: tenían que inconformarse, experimentar y arriesgarse para construir un horizonte distinto e ilusoriamente mejor a lo que tenían. Quizá el rechazo a su pasado dramático animó la osadía de un dirigente con apetito de eternidad.  Pudo ser también que al reproducirse las tribus y emigrar por grupos después del Diluvio, los más avezados fueran maldecidos por el Creador, porque la confusión de los sistemas verbales no puede ser más que otra expresión de la Caída. Lo cierto es que al verse amenazados por las aguas, los abuelos supieron que había que nombrar, de modos distintos, lo que entre ellos los iba diferenciando.

Por inmensa que fuera la nave de Noé, cuesta imaginar en calma a la muchedumbre en un zoológico hacinado, pestilente y cada vez más saturado de desechos putrefactos. Las aguas subieron rápidamente por encima de árboles y cerros. No había colores ni vestigios de vida. Atenidos a la gracia suprema, los elegidos quedaron a la deriva sobre las montañas de Ararat. Al cuidado de su carga vital, pasaron semanas esperando que los vientos se llevaran quién sabe a dónde las aguas. Nada sería igual después de la tempestad. Ni siquiera la vida cuando todo se hubiera secado y la gente pudiera establecerse en sus tiendas: no la Tierra ni el paisaje; tampoco los animales que consiguieron salvarse. Es de creer, sin embargo, que la pérdida de sus bienes primitivos no fue total.  Después de la trayectoria infructuosa del cuervo o de la paloma que Noé echó a volar por la ventana del arca en busca de indicios de vida, reinó la desesperanza. Todo cambió cuando el ave regresó con una rama de olivo en el pico: señal de que de hambre no habrían de morirse en la humedad remanente.

Hay que repasar el relato del Diluvio para imaginar la incertidumbre entre la parentela de Noé. Apretujados en el arca, gastaban sus días librando el zarandeo provocado por la tormenta. Tenían que cuidarse y cuidar a cientos o miles de animales que se arrastraban, nadaban  o volaban. Separaban a los domésticos y a los salvajes, a los puros y a los impuros. Muchas cosas debieron fantasear durante cuarenta días con sus noches que duraron las lluvias. Seguramente los hombres, encargados del bienestar de mujeres y niños, pensaron en cómo organizarse, cultivar en su beneficio la tierra y construir viviendas seguras a partir de que se acomodaran en la región de Senaar. Allí el patriarca Noé, que fuera labrador, plantó la primera viña. En aquella llanura sufrió la subsecuente embriaguez con el fermento de las uvas. Y de este episodio se desprendió la ruptura entre su descendencia.

Que al entrar a la tienda Cam vio desnudo a su padre, y en vez de cubrirlo con discreción salió a contárselo a sus dos hermanos. Lejos de burlarse de su estado, los devotos Sem y Jafet, caminaron de espaldas para evitar mirarlo y envolvieron al anciano con una capa. Al despertar de su borrachera y enterarse de lo sucedido, Noé bendijo a Sem y pidió a Dios que hiciera fecundo a Jafet, en tanto y a Cam –buen cazador- lo maldijo para que se convirtiera en siervo de sus hermanos.

En breves líneas, aunque colmadas de claves, en el capítulo 11 del Génesis leemos que los sobrevivientes del Diluvio hablaban la misma lengua. Siendo familia, mal podría ser de otra manera. La transformación vendría cuando, al bajar las aguas, se dirigieron desde el Monte Ararat hacia el este hasta encontrar una llanura en la región de Senaar, donde decidieron construir una ciudad. Que podían comer todos los animales y verduras que quisieran, les indicó el Señor, menos la carne con sangre, “porque en la sangre está la vida”. Dios era su protector y nada habría de faltarles, salvo el indispensable y humano remedio para mitigar su pavor, después de haber quedado marcados por tan terrible experiencia.

Precisamente Nemrod, hijo de Cos, nieto de Cam, bisnieto de Noé y primer soldado del mundo, sería el impulsor del colosal proyecto en las orillas de Babel. A él se atribuye el acierto de fabricar ladrillos y cocerlos al fuego. Al ver que podían agruparse uno junto a otro y en hileras de arriba abajo, hizo pegarlos entre sí con betún de argamasa.  Después ordenó construir plataformas y muros “por si se desperdigaran por todo el haz de la Tierra”, como habría de ocurrir.  La idea era trepar, ascender hasta lo posible, pero bien escribió Kafka en su diario: “Si hubiera sido posible construir la Torre de Babel sin trepar a ella, habría sido permitida”. Por consiguiente, tratar de alcanzar el cielo y rivalizar con el supremo poder desató la ira divina. Al ganar en altura, lo nuevo tenía que nombrarse. Y las lenguas están hechas de nombres que aparecen, se transforman y fluyen entre descubrimientos y aspiraciones. En el peor de los casos, las lenguas desaparecen con la memoria de sus hablantes.

En La ciudad de las palabras, Alberto Manguel escribió que, según una exégesis medieval judía, la ambición de Nemrod era invadir el reino de Dios. Su pueblo estaba dividido en tres grupos: “el primero quería hacer la guerra al Cielo; el segundo, erigir allí sus ídolos y adorarlos; el tercero, atacar a las huestes celestiales con arcos y flechas.” Mientras que un motivo superaba a los otros,  avanzaron juntos en esta empresa. Tan hermosa historia sobre el origen de las palabras no podía menos que corresponder a los dominios sagrados. Verbo Él mismo, Dios envió a sus ángeles para castigar la osadía confundiendo su lengua, “de forma que no se entendieran los unos con los otros.” El caos fue total: “ninguno sabía lo que el otro decía; uno pedía argamasa y el otro le daba un ladrillo; el primero, enfurecido, tiraba el ladrillo a su compañero y lo mataba. Muchos perecieron de ese modo, y el resto fueron castigados de acuerdo con la naturaleza de su conducta rebelde.”

Para la exégesis medieval judía, el castigo fue más allá de las lenguas y de la destrucción de la Torre: entre sí se enfrentaron con hachas y espadas los que pretendieron atacar al Cielo. Los idólatras fueron convertidos en monos o en fantasmas y los miembros del tercer grupo, que desearon guerrear contra Dios, “fueron dispersados por toda la tierra y olvidaron que los había unido alguna vez una lengua común.” Si esta condena no fuera suficiente por haber atentado contra el Supremo, los comentaristas medievales agregaron lo terrible que no podría faltar en cualquier mito: la doble relación entre el conflicto y el olvido. Si  de lo primero derivaría la formidable diferenciación del lenguaje, el olvido perduraría asociado a la incapacidad de trasmitir la experiencia. Tan grave como la confusión de las voces, el lugar donde se construyó conservaría su poder de “hacer olvidar todo lo que alguna vez supieron los que pasan por allí.”

Con la mítica e inacabada Torre se puso de manifiesto la frustración que sigue al fracaso. También quedó la certeza de que la indagación debe avanzar, a pesar de que en la búsqueda de la verdad y lo nuevo, la humanidad desencadene impulsos de autodestrucción. De acatar la orden de pasividad, no habrían perdurado las generaciones. Y acaso tampoco la vida: el conflicto es necesario hasta cierto punto, hasta que el progreso se revierte. No hay modo de saber cómo habría sido el mundo de no haberse dividido y ensanchado el Verbo del origen. Sólo sabemos que miles de lenguas han cursado el planeta como el más claro testimonio de que los pueblos se distinguen por sus dioses, pero especialmente por sus palabras. Pero éstas no bastan para que la humanidad consiga entenderse, aun en los casos de hablar en el mismo idioma.

Quizá el más caro relato para cualquier escritor, éste conserva intacto el misterio del Verbo, el poder de las voces. La tentación de nombrar ha prosperado con la invención de las cosas y la apertura del pensamiento. Sin embargo, ni con millones de términos se explican la visión de Dios ni el dolor de los hombres. Después de la Caída del mítico Paraíso, la osadía de los babilonios dejó en herencia la confusión. Sólo al Señor se le pudo ocurrir tremendo castigo, pues si llegaran a cumplir su propósito, nada de lo que discurrieran los hombres hubiera sido imposible.

A la voz de “Tengan muchos hijos y pueblen la Tierra”, el Señor anunció a Noé que nunca más volvería a maldecir la Tierra por culpa del hombre ni a destruir a todos los animales, como lo hizo con el Diluvio. Dijo también que, desde joven, el hombre sólo piensa en hacer lo malo. Afirmación que demostraría, desde la desobediencia de Eva y la oscura complicidad de Adán, que algo torcido marcó a nuestra especie desde el momento de su creación. Tanto los hijos de Noé como la muchedumbre de descendientes se aplicaron con tal eficacia a reproducirse que formaron clanes, poblaron costas y vastas regiones, fundaron numerosas ciudades y al tiempo se extendieron y dispersaron hasta hacerse incontables los pueblos que poco a poco olvidaron sus orígenes.

Hasta consignar el fracaso de la  Torre, nadie sabía más que los otros. El idioma era uno, claro y suficiente para nombrar cuanto podía distinguirse. Voces y pensamientos fluían con una correspondencia cabal entre los hablantes. Por pequeño o inmenso que fuera el mundo, se iba ensanchando en las mentes al ritmo de su vocabulario. No obstante, si atendemos la parte oculta del mito, la comunicación no bastaba: los hombres querían más, querían aventurarse en lo que ignoraban, probar sus límites, “subir” y progresar, a pesar del daño concomitante.

Cuando hubo memoria escrita, Josefo escribió que Nemrod, “un hombre atrevido y de gran fortaleza de manos”, consideró que someterse a Dios era un acto de cobardía. Convenció a su gente de que la felicidad dependía de su esfuerzo, no de la gracia divina.  Incitó a la multitud a construir la torre de ladrillos que fueron pegando con mezcla de brea, de manera que no permitiera la infiltración del agua. Pronto resultó tan sólida, ancha y alta que, a la vista de todos, parecía menor a lo que realmente era. Al calificar de  tonto su proceder, el Señor no quiso destruirlos, sino castigar su ausencia de sabiduría provocando un tumulto entre ellos. Al lugar se le nombró Babilonia por derivar de Babel –confusión entre los hebreos-, y nunca más los pueblos disfrutaron el privilegio de compartir y entenderse con un solo Verbo.

La lección es actual: sin temeridad la realidad carecería de sentido. Tan necesaria como comer, dormir o alimentarse, inventar es una de las funciones para sobrevivir y enriquecer la existencia.  Por ella la vida ha podido sortear los poderes oscuros; sin ella, nuestra profunda y ancestral sensación de orfandad nos habría impedido discurrir dioses, idiomas y religiones. Así fue en el pasado remoto y también es así en nuestros días: para reconocer su naturaleza y situarse en un mundo colmado de incógnitas, el hombre ha discurrido sucesos extraordinarios y versiones magníficas; pero, sobre todo, jamás ha renunciado a su tarea de multiplicar las voces.

Analfabetos y el sistema


Imagen cortesía de radio tezulutlan

Imagen cortesía de radio tezulutlan

El doctor José Narro, rector de la UNAM, pone el dedo en la llaga: de 118 millones de habitantes, 5 millones son analfabetos, sin incluir indocumentados en los Estados Unidos. Se quedó corto, porque la situación es peor: depende de cómo se interprete la escala de cero escolaridad a la ignorancia progresiva de la población mayoritaria.  Para determinar cuán tremendo es el atraso, habría que calcular el contraste; es decir, a las personas instruidas. En vez de deficiencias, lo cual es relativamente sencillo, se deberían medir categorías básicas como capacidad de expresarse y estar en aptitud de conocer la realidad, emitir juicios, tomar decisiones y plantear y resolver problemas. Se confirmaría cuán pequeña es la minoría de mexicanos a la altura de estándares mundiales.

Sería un milagro saber que hay más de un millón con conocimientos básicos (elementales) en ciencia, arte, política, literatura, historia, economía y gramática. Un millón, cuando menos un millón entre los 115 millones, que puede leer, entender, analizar, criticar y recordar lo esencial de un libro completo, siquiera de ficción, para no complicarnos con el desafío del ensayo ni con la poesía. Con optimismo, pues, hay un millón de coterruños educados, en el estricto significado del término.

Esta pobre cifra, desde luego supuesta, podría ser todavía más pequeña si la población se sometiera a un examen de cultura general. Si nos escandalizan los resultados de la OCDE, el de la mayoría que no excluye a los universitarios nos dejaría la cara roja de vergüenza. Debemos decirlo, aunque duela:  hay país por las individualidades. Son los hombres y mujeres que pese a los gobernantes, por encima de los partidos políticos y no obstante el sin fin de obstáculos escolares, religiosos, sociales, sindicales, económicos, institucionales y de varia índole, persisten con responsabilidad en su tarea de hacer lo que saben con lo mejor que pueden y tienen.

Hay que medir al revés el analfabetismo real, para enterarnos de sus alcances: la mayoría no ha superado su condición primitiva. Así que la estadística de los mexicanos formados sería el único indicador confiable y válido del desarrollo nacional. Con ediciones de mil o dos mil ejemplares que tardan años en venderse, con tirajes de periódicos como recados de familia, con una población que tartajea, insulta y repite porque desconoce el idioma, no es un atrevimiento suponer que la inteligencia educada es cinco o seis veces menor a la población de muchas delegaciones del Distrito Federal; Tlalpan, por ejemplo.

Solo la gran minoría está enterada de los asuntos nacionales e internacionales. Es también la que defiende y valora el sentido ético de la existencia. La que comprende la trascendencia de la dignidad y la democracia, no obstante sus limitaciones. Gracias a este puñado de personas pensantes, formadas y conscientes, las cosas no han sido peores. Únicamente los seres educados comprenden la diferencia entre ser esclavo de la ignorancia y la capacidad de gobernar el  propio destino. En fin, no hay más que abrir los ojos para comprobar que no existe la claridad ni la gente puede comunicarse. Los hechos son inocultables:  cuando menos 114 millones de habitantes desconoce los sustantivos, las preposiciones, los adverbios… y no se diga lo relativo a sinónimos, antónimos y conjugaciones. Esos y no otros, son registros del analfabetismo, con o sin escolaridad.

Durante décadas hemos soportado estoicamente el fraude educativo. No somos un pueblo con ímpetu de superación; todo lo contrario. De ahí que triunfaran la chapuza y la componenda desde los antecedentes sindicales de los años veinte hasta la consolidación del SNTE como un gremio adherido a la Confederación de Trabajadores de México (CTM). Su historia es tan sucia como larga desde que, en 1939, quedó establecida la alianza electoral entre obreros, maestros, campesinos y el “sector popular” para fortalecer el presidencialismo fundado por Lázaro Cárdenas.

Inseparable de la historia del poder, el régimen educativo ha repetido la doble vertiente pública y privada de la economía nacional. Imposible examinar un fenómeno masivo de consecuencias brutales sin considerar que, desde sus orígenes, fue obra de una política de complicidades, encubrimientos y componendas. Cumplir con el deber de educar habría aniquilado al “Sistema”: un modelo de control absoluto que ha subsistido con su esencia intacta, no obstante mínimos ajustes democratizadores y graduales. 

Fiel reflejo de nuestras desigualdades, en las aulas se finca el modelo de privilegios y en ellas se distribuyen, en rigurosa aritmética, la marginación y la hegemonía. No es casual, por consiguiente, que haya más de cincuenta millones de personas en límites de miseria extrema. Tampoco que entre los más ricos del mundo actual destaquen empresarios mexicanos que no se distinguen por ser los mejor formados, sino los que mejor aprovechan los vicios del sistema. Educar, en consecuencia, no ha sido prioridad ni de los gobiernos ni de la sociedad en su conjunto. De ahí que sin freno y con la complacencia colectiva se instituyera la ignorancia como un modo de ser nacional.

Y toda esta gramática del horror ha venido a estallar -¡quién lo dijera!- por obra y gracia del neoliberalismo global. Se nos impuso el límite en que las democracias requieren un punto de partida y otro de llegada. Para la circunstancia mexicana, este requisito es imposible de cumplir en ésta, en la otra y sabe Dios en cuántas generaciones. ¿Cómo educar sin destruir el  sistema? He ahí el reto. ¿Cómo y con cuál prodigio desaparecerán corruptelas y fraudes para ser un país confiable y mínimamente justo? ¿Cómo valorar la dignidad desde la indignidad? ¿Cómo acabar con la batalla del tiburón y las sardinas?

No nos compliquemos: la verdadera educación, desde los días de los griegos, es inseparable de la paideia; es decir, de las fuerzas formativas de la sociedad.  Civismo, congruencia, ética, un ideal de Estado, rectitud, ajuste socioeconómico con miras al equilibrio social y maestros que en verdad lo sean: eso es lo fundamental. La calidad de los gobiernos y los poderes es correlativa a la de sus educadores y, por tanto, a la del tejido social. Lo demás se cultiva familiar e individualmente. Hay que tener una cultura básica para enriquecer la formación con lecturas sistemáticas. Nunca hubo en la histora la riqueza de recursos que nos han tocado en suerte: libros, miles de centros de documentación e investigación, acceso a prácticamente todas las lenguas y, por supuesto, el milagro de nuestra época: la internet. Lo que no se ve, todavía, es el voluntarismo pregonado por Vasconcelos como condición inaplazable si es que se pretender vencer la condición primitiva.

Niños migrantes: víctimas de la injusticia


Niños migrantes

Niños migrantes

Niños de nadie: sin padres ni patria ni garantías ni dios que los salve. Más de 52 mil menores, en inmensa mayoría sin acompañante, han saturado los establecimientos de acogida temporal tanto en California como en el estado de Texas. Con ser un fenómeno regular, de octubre a la fecha las cifras de llegada de los migrantes se duplicaron respecto de los meses anteriores. La que para el presidente Obama es una “crisis humanitaria” que exige una gran inversión en infraestructura se ha convertido, en cuestión de días, en bomba política y compromiso inaplazable para cinco naciones implicadas: México, Honduras, El Salvador, Guatemala y los Estados Unidos.

Estamos ante el eslabón más frágil de la  movilización de la miseria: una manera dramática de revertir, contra el Norte, siglos de saqueo y codicia que dejaron a los territorios del Sur sin riquezas naturales, sin alternativas de prevención, sin sociedades estables ni gobiernos confiables. La migración sistemática de jóvenes y adultos se toleró mientras los intereses de los países de acogida demandaron mano de obra barata. El fracaso del modelo neoliberal, sin embargo, extremó añosos desequilibrios hasta desencadenar la desesperación de millones de marginados que, expulsados de sus países de origen por la falta de esperanzas activas, se convirtieron en el mayor desafío de los poderes fortalecidos a sus expensas.

La historia no perdona y no se atiende, hasta que un nuevo estallido crítico se revierte contra falsos estándares de bienestar. Tarde o temprano se repiten ciclos aleccionadores que, desde la Edad Media, provocan desplazamientos multitudinarios que desnudan una verdad, válida para todos los tiempos: la acumulación desmesurada de las minorías proviene de una irracional explotación de los más. Cualquier sociólogo lo sabe: las fuentes de riqueza son las mismas y limitadas. Para que uno tenga en demasía tiene que despojar a muchos. Para que este imperativo del capitalismo salvaje imponga sus leyes deben violarse los derechos humanos.

De haber considerado requisitos de equilibrio, los ideales democráticos habrían situado a las personas en el centro de sus intereses. La existencia del puñado de ricos mundiales es prueba fehaciente del gran fracaso de la República y de las democracias contemporáneas. Para serlo, la justicia es equitativa o no es. La situación de los niños, por consiguiente, radicaliza del dilema –ahora global- de los derechos, obligaciones y libertades. Es inminente, por tanto, consensuar una acción inaplazable: modificar el modelo económico/social imperante. Cualquier otra medida es inútil y errática.

Despojados de protección, garantías y derechos, estos miles de niños no pueden ni deber ser sujetos de caridades ni remedios superficiales. Por apreciable que sea la intervención de agrupaciones civiles, ningún paliativo sustituye el deber de los gobiernos implicados. Como si escasearan motivos  de violencia, preocupación e inestabilidad en las fronteras norte y sur, la africanización de una parte de nuestra América exige una cirugía mayor. Parece increíble que apenas comience a considerarse la urgencia de realizar, oficialmente, un registro de origen, identidad, estado de salud y vínculos familiares.  Indocumentados los padres e “ilegales” los infantes, estamos ante “hijos de nadie” reducidos a la papa caliente de gobiernos que no saben qué hacer con una muchedumbre sin vínculos ni destino. En mayoría son “ninguno”. Y como ninguno han sido tratados inclusive al transitar por nuestro país hacia la tierra prometida.

Como en la Edad Media o peor: así se echan al camino a ciegas y, en ocasiones, en manos de “polleros”, traficantes, delincuentes y abusadores, sin sospechar el infierno que les aguarda a lo largo de miles de kilómetros.  Expuestos al azar, inclusive los bebés sedados van siendo sacudidos por los malos y peores vientos hasta dejar a éste aquí y a aquél donde menos lo hubiera imaginado el pariente que, en su comunidad, ilusoriamente pretendió enviar a los más pequeños al lado de sus padres.

Sin atreverse con la red de criminales que lucran con la migración, el problema cambiará de aspecto, pero no podrá resolverse en las condiciones actuales. Deben flexibilizarse las leyes relacionadas con el tránsito de personas y, a la par, modificar políticas internas a favor del desarrollo social, familiar y económico de los países implicados. Hasta el momento no hay para el éxodo infantil propuesta social, política, diplomática ni económica confiable que dignifique su presente y su porvenir. Las medidas que apenas se están esbozando son superficiales e insuficientes. Solo responden al estallido mediático que ha escandalizado a la opinión pública. Las organizaciones civiles carecen de medios jurídicos y materiales para subsanar los horrores a los que están expuestas estas criaturas: hambre, enfermedades, abusos, explotación, violaciones sexuales, persecuciones, maltrato, insultos, miedo y daños psicológicos irreversibles.

De hecho y de tiempo atrás, son un problema para el vientre que los parió, para el país que los expulsa, para el territorio/puente hacia el sueño americano y también para los Estados Unidos. En esta cadena de desgracias, México lleva la peor parte: recibe a la gente, pero carece de sensibilidad, normas, educación e infraestructura para atenderla, tanto de ida como de regreso. Para “la Migra”, en cambio, el conflicto de los indeseados se va subsanando al echarlos o “deportarlos” de su territorio por la puerta trasera de manera indiscriminada.

Es antiguo el lamento mexicano sobre el mal trato que reciben los indocumentados en el país vecino. Buen cuidado tiene la demagogia, en cambio, de ocultar el rosario de sufrimientos que propinamos a los sudamericanos en tránsito. La brutalidad determina su capacidad de sobrevivencia y solo los más fuertes y audaces se libran de mayores consecuencias. Es innegable que México no puede ni debe hacer suyo este grueso eslabón de una conflictiva cadena internacional relacionada con el fracaso de las sociedades modernas. Sin embargo, nada libra al país de su obligación moral y política en un problema que afecta a millones de conciudadanos.

Niños de la calle, niños del camino o niños confinados en albergues inhóspitos, para ellos no valen las clasificaciones ociosas porque son víctimas de una desigualdad que no reconoce fronteras. La historia no es nueva ni única, pero es la que nos atañe. Enterarnos de movimientos masivos de hambrientos, perseguidos o desesperados en Siria, Paquistán, Afganistán o en varias regiones africanas puede o no conmovernos, pero la distancia geográfica contribuye a no sacudir en demasía nuestra buena conciencia. Otra cosa es que nuestros niños estén en el pozo de una atroz injusticia. Estremece que los más pequeños vayan drogados, como lo hacen los pordioseros con los bebés sin que intervengan las autoridades.

Sobrantes de humanidad, su situación los expuso a lo peor que puede ocurrir a un ser humano: carecer de destino. No es el rostro más ingrato de la “crisis humanitaria” en los Estados Unidos. Es la evidencia de una infernal injusticia social en la que México, por supuesto, no tiene las manos limpias.  Grave cosa, para empezar, que aquí se haya amasado la mayor fortuna personal del mundo contemporáneo y que en la exclusiva lista de ricos mundiales  destaquen cuando menos diez mexicanos. Estas no son casualidades ni obra de buenos negocios. Es la causa de la pavorosa desigualdad fusionada a la falta de ética que padecemos.

Detrás de las páginas


Sir Francis Richard Burton 

Sir Francis Richard Burton

 

Como quien mira dos mundos: el del revés y el derecho. Así se muestra la vida cuando la curiosidad del lector no se detiene en la página impresa. Encontrar lo que un escritor calla, omite u oculta sobre sí mismo enriquece el placer del texto. Me refiero a los autores que atesoramos en nuestro Canon particular. Lo demás: lo malo y mediano que se vende a puños, se celebra a voces, se institucionaliza o se pretende de “fácil lectura”, carece de lo esencial: el misterio. Ir más allá de lo aparente exige afinar una óptica especial, aunque hay casos, como la identidad de Shakespeare, que triunfan sobre la más pertinaz voluntad. Pese a las excepciones, no existe esfuerzo sin recompensa ni fisgón satisfecho con una sola respuesta.  

Quitar “la máscara” al colosal André Malraux dejó al desnudo al tipo mal encarado y peor amante, mitómano y ladrón de joyas arqueológicas en Indochina que se inventó un pasado a la altura de sus aspiraciones. Consciente de que la panadería del modesto poblado francés, a cargo de la madre abandonada y las tías, era tan poca cosa como el padre suicida y un abuelo aún más oscuro, el genial aventurero no escapó al escalpelo de los biógrafos. Si no el que más, fue uno de los más influyentes ministros del gaullismo. Por eso hay que ver cómo sus detractores parecen relamerse los bigotes cuando pillan al genio en un tropiezo. Si sus Antimemorias contrastan al hombre que fue con el talentosísimo que quiso ser, no hay duda de que la miga más fértil de su ficción verdadera quedó en lo que repudió y pretendió esconder sobre sí mismo.

Al leer por primera vez Pasado en claro de Octavio Paz, supe que en la estremecedora muerte del padre alcohólico había una historia detrás de la historia. Celoso de su imagen y de los tránsitos privados de su agitado destino, Paz fue de los que prefirieron cubrir agujeros incómodos con letras selladas a piedra y lodo. Vidas tortuosas, secretos bien resguardados, temperamentos insufribles, temores insospechados… Eso y más he descubierto al explorar al que Fama disfraza, lo que demuestra que se puede ser un gran escritor y una mala persona o talentoso, transgresor, aventurero y/o con locuras geniales sin afectar la calidad de la obra. Lo inusual e impensable, en contrapunto, es el anodino capaz no digamos de una página deslumbrante, sino de atrapar nuestra curiosidad. Hasta donde se, no hay mediocre que pueda crear una obra excepcional, por una sola causa: nadie puede saltar sobre sí mismo; es decir, sobre su naturaleza.

Todo empezó cuando, fascinada con la inteligencia y la osadía del explorador, escritor, aventurero, genio y lingüista Sir  Richard Francis Burton, quise conocer al hombre que una noche se acostaba con una gitana y amanecía hablando romaní. Su pasión por los disfraces le permitió pasar por nativo tanto en la India como en amplias regiones de África.  Registraba tan puntillosamente conceptos sobre la sexualidad, el erotismo y costumbres sexuales que la sociedad victoriana no tardó en amarlo o despreciarlo a discreción, por la misma causa: su invaluable, fecundísima e ilimitada curiosidad intelectual.

Además de primer traductor al inglés de Las mil y una noches, tanto el Kama Sutra como El jardín perfumado dieron cuenta de sus alcances.  Describió las hasta entonces inescrutables culturas de una amplísima franja entre India y África, que llegó a conocer mejor que cualquier nativo. Reunió miles de páginas con anotaciones antropológicas, geográficas, topográficas e inclusive militares y diplomáticas que pese a controversias explicables, lo acreditan como el verdadero descubridor de las fuentes del Nilo. Incluidos el hindi, el guyaratí, el maratí, el persa y el árabe, Burton dejó estudios y pruebas fehacientes de su fluido dominio de más de 29 lenguas que asimilaba, según dijeran testigos, “de manera sobrenatural”. 

Representante sin par de la Inglaterra decimonónica que por un lado atiborraba la Royal Geographical Society para escuchar relatos casi fantásticos de colonialistas, científicos, cartógrafos y exploradores y por otro exacerbaba su puritanismo, “Dick el rufián” o el “Blanco negro”, como lo apodaban, no se libró de ataques ni estuvo exento de contradicciones. Domesticó a un montón de monos para aprender su lenguaje. Con nueve años de vivencias en la India profunda, consumó su notoriedad en la capital del Imperio por haber vencido a más enemigos en combate que ningún otro hombre de su tiempo. Ese mismo rebelde y erudito genial, sin embargo, vino a caer en los brazos de la católica Isabel Arundell quien, nada más convertirse en la rígida e intolerante Mrs. Burton, decidió echar al fuego cientos de manuscritos por considerarlos pecaminosos. Se hacia pasar por nativo en burdeles proscritos, harems y secretísimos espacios homosexuales que mantenían intactos placeres descritos en el Kama Sutra y El jardín perfumado. Llegó al extremo de medir los penes para clasificarlos por región, raza o cultura, tanto en reposo como en plena erección. Como si su legado escrito no fuera bastante, además se atrevió con expediciones y desafíos nunca antes probados por hombres occidentales.

Con apenas indicios de sus hazañas me apliqué a buscar al hombre detrás de las páginas. Cuanto más avanzaba en detalles de su biografía más anodinos me parecían mis coetáneos. Bajo la lógica de que lo semejante llama a lo semejante, uno tras otro fueron llegando nombres, historias y revelaciones que completaban las mías o, al menos, aliviaban mis fantasías más persistentes: Herodoto, la Reina de Saba, Marco Polo, Abelardo y Eloísa, Luis de Camoes, Giordano Bruno, Thomas Edward Lawrence (el de Arabia), Malraux… Cuando cayó en mis manos un ejemplar de Magic and Mystery in Tibet di un primer paso para, en adelante, seguir las huellas de Alexandra David Nèel: primera occidental en entrar en Llasa, cuando la capital del Tíbet estaba prohibida a los extranjeros. Su contagiosa pasión por las religiones, los viajes difíciles y los misterios orientales no únicamente aniquiló el prejuicio sobre la incapacidad femenina para atreverse con exploraciones geográficas, místicas e intelectuales, también, al leer hasta la última línea de su diario, quedé convencida de que los grandes retos templan el espíritu, aguzan la mente, dotan de sentido a la existencia y revelan cuán hondo y trascendental puede ser el camino en sí, cuando fusionado a la ancestral y sagrada idea del destino.

No fue extraño que sus hallazgos orientales fascinaran a mentalidades tan transgresoras y emblemáticas como Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Alan Watts ni que los años sesenta, especialmente californianos, recibieran su influjo como aire benéfico. Precisamente en 1968, al cumplir cien años de edad y uno antes de su fallecimiento, Alexandra peregrinó a los Himalaya en busca de la iluminación. Hazaña que no extrañó a quienes sabíamos que durante dos años –en la más pura austeridad, por lo que estuvo a punto de morir congelada- se apartó con su maestro en una cueva, a 4 mil metros de altitud, para meditar, dominar la lengua y estudiar el tantrismo tibetano. Para ella, la edad nunca representó un problema ni se planteó la conformidad pasiva como consecuencia inevitable de la vejez. Solía caminar unos 40 kilómetros diarios para que ninguna limitación física entorpeciera sus prácticas espirituales. Que su vida no tenía desperdicio y que para quien supiera mirar y sentir cada minuto de libertad esa vida vagabunda era la auténtica gloria.

Historias de tal calibre han sido nutriente infaltable en la mía. Así como hay épocas más literarias, deslumbrantes y proclives a plantar ideales en mentes de excepción, también se derrama en las conciencias el sello nefasto de las oscuras, como la que nos ha tocado en suerte. Es cierto que nadie escapa al signo de su tiempo, ni siquiera las individualidades que subsisten a contracorriente y persisten a pesar de incontables obstáculos. Pero nadie podrá negar que lo mejor de la historia se debe a los más rebeldes, inconformes, pertinaces y talentosos. Son los hombres y mujeres de excepción que, de preferencia a contracorriente, han contribuido a ennoblecer la vida con su sola voluntad de no ceder ni conceder para ir más allá, no obstante el yugo de la mediocridad.

Hay días en que el crimen, la violencia y la espantosa mezquindad adueñada de la cultura institucionalizada caen sobre nuestras cabezas como plomo insoportable. Es el momento de acudir al revés de las páginas para conocer hasta dónde la adversidad ha sido inseparable de grandes destinos. Y hasta podría creerse, ante historias que se antojan fantásticas, que México tiene remedio y que la obra, la voluntad y el tesón de algunos, contra cualquier evidencia, impondrá sus frutos a pesar de obstáculos inauditos.

Sixties… ¿Qué es eso?

Una ola que se formó en los cuarenta, llegó a su clímax en los sesenta y reventó tristemente en los albores del neoconservadurismo de los ochenta: a grosso modo, tal fue el fenómeno de masas que marcó un antes y un después en las formas de ser, entender el mundo y relacionarse con los demás. Entre el hallazgo de los antibióticos, la proliferación de vacunas, el posterior uso de anticonceptivos y las mejoras en los sistemas asistenciales, la población mundial se incrementó como nunca antes. Ningún gobernante supo qué hacer ante los efectos del baby boom, protagonistas de los sixties: uno de los mayores desafíos de la posguerra mundial; y, a la voz de “amor y paz” y de la “revolución de la flor”, grandes ciudades se vieron sorprendidas por la novedad de que lo que habían construido y anhelado “con tanto sacrificio” era rechazado con virulencia por los jóvenes.

Demasiados nacimientos, menores índices de mortalidad, incremento de los promedios de vida, déficit de aulas, viviendas, alimentos, comunicaciones, hospitales… Para la influyente, imperialista y ultranacionalista mentalidad norteamericana, una fue la respuesta: hacia fuera invadir, saquear y entrometerse; en lo interno, activación de capitales y producción en serie mediante una imparable industrialización, hipotecas, préstamos, universidades, viviendas y consumo a plazos vitalicios de la sagrada propiedad privada. Toda acción, inclusive para cientos de miles que emigraban anualmente hacia los promisorios Estados Unidos, se realizaba bajo el mismo lema/guía del sueño colectivo: There is no way of life like the american way of life.

La muchedumbre de niños que creció a la sombra de sociedades cerradas probó, a partir de su adolescencia, el efecto diversificado y nefasto de la Guerra Fría. Si a cada opresor tocó una respuesta popular a su medida –como el peculiar ejemplo estadunidense, cuyos jóvenes sumaron a la inconformidad general la negativa de continuar batallando en territorio asiático-, para los oprimidos y víctimas del autoritarismo, como los mexicanos, se aplicaron medidas más radicales y perversas para contener la insatisfacción que confrontó pero no eliminó el poder absoluto del Presidente.

El ejemplo de Francia, que por su parte arrojó en 1968 signos de insurrección contra Charles de Gaulle, tuvo la singularidad de integrar tres fuerzas poderosas contra el gobierno y la sociedad de consumo: el estudiantado, el Partido Comunista y las causas laborales.  En cuestión de semanas, París se convirtió en campo de batalla. Se encaramaron  a las demandas juveniles las presiones sindicales y obreras y, en horas, las trincheras modificaron el paisaje urbano. El movimiento de Mayo derivaría en la mayor huelga general de la historia occidental, con nueve millones de trabajadores comprometidos, y la subsecuente derrota del gaullismo, obligado a convocar a elecciones.

Los sixties pues, tuvieron expresiones diversas.  Empero, 1968 fue el clímax que durante medio siglo ha perdurado en el imaginario colectivo no solo  por el hippismo, sino por hechos de sangre, persecuciones y políticas brutales. Hay que insistir en que este formidable movimiento de masas provocó notables cambios religiosos, ideológicos, artísticos, sociales, alimenticios, espirituales, académicos, políticos e inclusive sanitarios que determinaron el rumbo de la modernidad. Son muchas, variadas y no necesariamente fieles a su curiosidad y espíritu liberador las formas de entenderlo y de referirse a aquella experiencia internacional cifrada por la provocación, el desafío, el vanguardismo, la inconformidad, la experimentación, la rebeldía y el cuestionamiento a lo establecido.

Si Contracultura es la voz que identifica su búsqueda de libertades, expresiones estéticas, denuncias e improvisaciones gestuales, Generation Gap es la versión del revés que más y peor incomodó a los conservadores.

Lo innegable es que fue un fenómeno único en la historia.  Involucró a millones de jóvenes en varios países y, aunque con móviles y antecedentes distintos, en todos los casos estremeció estructuras que se creyeron sólidas. De su riqueza implícita se desprende, además, un amplio vocabulario plástico, musical, sociológico y literario que refleja el carácter totalizador, consciente y simbólico del síndrome Baby Boom.

Sus detractores atribuyen los hechos de sangre a la inconformidad juvenil. Mientras más se pedía reprimir, perseguir, someter, silenciar e inmovilizar, mayores reacciones en contra del abrumador predominio de prejuicios, políticas autoritarias y cancelación de derechos y libertades. La lucha generacional, sin embargo, no conoció límites en su fecundidad: creó una revolución del arte, del orden social y del pensamiento aunado a actitudes visionarias con brotes de heroísmo individual. Todo, bajo el móvil del repudio a la pasividad de los conformistas.  La contracultura, además, generó un debate activo sobre problemas como la segregación, el belicismo, la homofobia, la situación femenina, las dictaduras y la intolerancia general. Fue estallido generacional, aunque en lo fundamental transgresor, irreverente, liberador. Se distinguió por su espíritu pacifista, anti intervencionista, feminista y  pro derechos civiles. Nutrió y se nutrió del impulso rockero, del consumo de drogas, del amor libre y de un rechazo sin precedentes a cualquier fanatismo, empezando por el nacionalismo, el racismo y cualquier discriminación sexual o social.

Como se sabe, el hippismo plantó el rostro más visible de los sesenta. Los Beatles unificaron su ritmo vital. Los Happenings espejeaban el repudio a lo establecido. El arte Pop, los Collages y legados interpretativos de la generación beat -Jasper Johns, Andy Warhol, Robert Frank, Jess, Robert Duncan, etc.- conjugaron ironía, experimentación y desafío al espectador con elementos banales y efectistas del cine, los comerciales, las tiras cómicas y cualquier material gráfico, sonoro o visual asociado al estilo de vida dominante. Psicotrópicos y anfetaminas como el LSD, los hongos alucinógenos, el peyote y la mariguana aportaron el ilusionismo eufórico que contrastaba el sentimiento de vaciedad que, no exactamente nihilista, se asociaba al desencanto reinante. Discusiones y reuniones públicas respondían a la sequedad del debate verbal que imperaba en todos los ámbitos, empezando por el académico y sin descontar los domésticos, los culturales ni los políticos.

Contrapuntos entre minimalismo de enorme contenido poético, como el del escultor Isamu Noguchi y el neo barroco; entre el arte geométrico al modo de Piet Mondrian y una contaminación visual poblada de excesos tan incisivos como las gigantescas melenas rizadas de los pregoneros del Black is beautiful, eran inseparables del caos implícito en una revuelta, nunca mejor dicha, a la que no faltaban complicadas decoraciones floridas y psicodélicas en coches y combies adaptadas como vivienda, faldones, medallones, muros, etc. Más allá, las minifaldas, cabellos cortos, grandes aportaciones de la moda,  diseños a lo Ludwig Mies Van Der Rohe, poesía concreta y ascenso de una literatura que de menos, podría considerarse revolucionaria, como las obras de los emblemáticos Allen Ginsberg, Jack Kerouac o Neal Kassidy, entre otros. Amor libre, liberación femenina, ecologismo, guerrillas tercermundistas, conciencia ambiental, defensa de los derechos civiles,  expansión de las doctrinas orientales, pacifismo, ansiedad rebelde en torno de la homosexualidad, convivencias comunitarias, exploración del vegetarianismo y del retorno a la vida campirana como reacción a los símbolos urbanos…

No hubo espacio vital, estético, social o intelectual sin tocar ni expresión o postura política, técnica, gráfica, sexual, orientalista, ambientalista o científica que no fuera sacudida hasta la raíz por el lenguaje transgresor que encumbraron  los sixties. Y todo ese alegre desafío se tuvo por heroico e inclusive teñido de romanticismo hasta que el hachazo neoliberal dejó al descubierto sus lados oscuros.  Entre indudables logros, comenzó a brotar un saldo de cenizas, porque nadie ni nada se libra de contradicciones. Rebeldes e inconformes ellos mismos, de hippies pasaron a ser yuppies. Abiertos defensores de las libertades, engendraron a los monetaristas que han consagrado el consumismo y el individualismo de manera más feroz que sus detractores.

En cierta forma, sus vástagos serían más semejantes a los abuelos que  los modelos revolucionarios de su juventud. Los ideales de las izquierdas declinaron en burdo populismo, inseparable de una vergonzosa partidocracia subsidiada. Los independentistas que se atrevieron a combatir el mercantilismo formaron grupos de peticionarios o beneficiarios de las finanzas públicas y, de cualquier modo, de la tutela oficial de la cultura…. Y la lista sigue

No obstante su alto contenido cromático y fascinante, los sixties no se sustrajeron de la tentación de los extremos: mucho blanco, mucho negro… Oposiciones a sus peculiaridades nunca faltan; empero, nadie podrá negar que lo mejor de aquel estremecimiento fue su alegría, su desenfado y la certeza de que es posible un mundo mejor. La intensa gama de color, sonido, formas y lenguajes que legó hizo un poco más leve y llevadera la existencia. Tanta fue su riqueza que inclusive los niños pequeños, nietos de aquellos infatigables transgresores, continúan nutriendo su curiosidad, su lenguaje y su interés general con briznas de aquellos maravillosos sesentas que, en realidad, para millones de personas representaría otra manera de ser y de vivir .

Francisco: con la Iglesia te has topado


Jorge Mario Bergoglio

Jorge Mario Bergoglio

Tuvieron que estallar los escándalos sexuales del clero para ventilar el pudridero de la Iglesia católica. El efecto financiero, ético y político de éste, el mayor fracaso de la confiabilidad sacerdotal, superó sacudidas milenaristas. La gravedad de obispos involucrados no fue asunto menor. Peor si tenemos en cuenta que en vez de contribuir a la causa de la justicia, los jerarcas difamaron a las víctimas para proteger a los delincuentes mediante fórmulas abominables, como cambiar de sede a los acusados. El golpe mediático que desenmascaró tanto a Marcial Maciel como la red de complicidades que lo encubrió desde el papado de Pablo VI hasta su propia muerte, con la venia de Juan Pablo II, no solo fue demoledor para una Iglesia en crisis, sino determinante para su descrédito al vulnerar gravemente la autoridad moral del Vaticano.

Una tras otra y desde varios países a partir de entonces,  se multiplicaron las denuncias judiciales  hasta mermar las arcas sagradas y poner en grave riesgo la situación judicial, religiosa y económica de una Iglesia que, desde la segunda mitad del siglo pasado, arrojó síntomas del cáncer letal que se pretendió disfrazar con la “falta de vocaciones” y el ascenso del materialismo en la sociedad. Rebasado por la hondura y complejidad de conflictos relacionados con el controversial celibato, un fatigado, senil y archiconservador Benedicto XVI optó por la graciosa huida dejando tras de si uno de los mayores cochineros de que se tenga noticia en la Santa Sede.

Hay que insistir en que ni la añosa corrupción teñida de intriga del Banco Ambrosiano, ni sus alianzas con la Mafia ni la publicación de una vergonzosa lista de negocios sucios y sangrientos –incluidos los inmobiliarios- empujaron a la institución al borde del abismo como lo han hecho los delitos sexuales. Faltaba, sin embargo, la intervención sin precedentes del gobierno irlandés para investigar los centros católicos donde, durante décadas de actuar en completa impunidad, recluían a las madres solteras y a sus hijos bajo condiciones de esclavitud violatorias de todos los derechos. Solo en uno de esos recintos, regentados por religiosas, murieron y fueron enterrados en una fosa común unos 800 niños en 35 años. Lo sucedido en el resto de los demás no es menos desalentador.

De no ser por la estremecedora revelación de la película estrenada en 2002, el mundo no se habría enterado de lo que ocurría en el terrorífico Asilo de las Magdalenas, dedicado a explotar a “mujeres caídas”: prostitutas rehabilitadas, jóvenes violadas o simplemente “coquetas”, así como a madres solteras y muchachas que “representaban un peligro para la sociedad”. El sadismo del grupo de monjas que castigaban física y psicológicamente a las infelices cautivas, condenadas a lavar de sol a sol sábanas y todo tipo prendas sin paga alguna y en medio de un tremendo ostracismo, de menos nos deja sin aliento. Muchas de ellas tenían además que atender, incluida la vía oral, los delirios sexuales del cura local, como consta en los archivos el caso de Elieen Walsh, la joven con retraso mental cuyo hijo, producto de tales abusos, le fue arrebatado desde el momento de su nacimiento.

En un acto sin precedentes en la Irlanda reconocida por su catolicismo recalcitrante, Charlie Flannagan, Ministro de Infancia y Juventud, informó hace unos días a la prensa que era “absolutamente esencial” revelar la verdad oculta en tales establecimientos de la Iglesia conocidos como Mother and Baby Homes. Cuando los niños no eran dados en adopción bajo engaño o de manera forzada (como se ilustra en la reciente película Philomena, candidata a varios Óscar), se utilizaban para ensayos clínicos o simplemente se les dejaba morir por hambre y falta de atención. El historial de crueldades cometidas en el mundo en nombre de Dios es inabarcable…

Temblores hubo y de varios decibeles en épocas distintas, pero invariablemente triunfó la presunción de que si el Papa era infalible, la Iglesia un bloque infranqueable por los poderes civiles. De pontífices infames y hasta criminales, como Alejandro VI, está llena la historia. Emperatriz de la intriga, maestra de la confabulación, del secretismo y los ardides, la Iglesia refinó estratagemas de dominio “espiritual” durante siglos de ejercer el poder absoluto. Aplicada a tretas cardenalicias desde los días de los Medici, la metáfora “daga florentina” se convirtió en emblema del sigilo, la conspiración y la insidia consagrados como “arte política” entre los oficios eclesiales que perduraron hasta la elección de un valiente y reformista Papa Francisco quien, en pocos meses, no ha dudado en limpiar, hasta lo posible, el sumidero que deformó la esencia del cristianismo sostenido, a pesar de todo, por la buena fe de millones de creyentes que, por desgracia, en mayoría ignoran e incluso niegan la verdad verdadera que subyace velada por los pregones de la ortodoxia. Falta por ver el destino que le aguarda…

Entre burlas, veras y no pocas intimidaciones, los autoproclamados legítimos representantes de Dios en la Tierra hicieron uso discrecional del supuesto amparo divino al grado de que ni las simpatías fascistas de Pío XII obligaron al Vaticano a enfrentar el dilema de renovarse o morir. No obstante y sabiendas de lo que era capaz el ultraconservadurismo dominante, su sucesor Juan XXIII se aventuró en 1962 con el Concilio Vaticano II, cuyas propuestas liberadoras, en mayoría,  permanecerían en la más santa y paciente espera durante décadas concentradas en las aún vigentes batallas ideológicas y materiales alrededor de la Santa Sede.

De entonces proceden las primeras posturas discrepantes que entre el extremo intolerante e integrista de Marcel Lefevbre, líder del movimiento Ultramontano europeo, el origen latinoamericano de la Teología de la Liberación y las denuncias sobre la represión sexual de los sacerdotes, la consiguiente neurosis y las inconveniencias del celibato encabezadas por Joseph Lemercier, prior y fundador (1955, tres años después de la consagración de don Sergio Méndez Arceo como obispo) del Monasterio de Santa María de la Resurrección de Ahuacatlán. Defensor y practicante del psicoanálisis en la vida monástica, quedaría en claro que ante un “dogma anticuado”, como dijera, la Iglesia solo podía salvarse ajustando su visión a las exigencias inaplazables de la realidad. Y, para empezar, lo real consistía en la represión sexual extremada por la intolerancia religiosa desde el interior de conventos, seminarios y monasterios.

La controversia suscitada desde el corazón morelense del vanguardista  benedictino que finalmente abandonó la vida monacal, medio siglo antes de conocerse públicamente el caso Maciel, culminó con la clausura del monasterio, el subsecuente repudio de sus propuestas apoyadas, como se sabe, por dos inteligencias críticas de excepción: un asimismo acosado Iván Ilich –fundador del CIDOC- y el Obispo de Cuernavaca Sergio Méndez Arceo, también impugnado desde que, en 1959, osó pedir la intervención disciplinaria del Vaticano a los abusos contra menores cometidos por  el “Legionario de Cristo”. Sellada como secreto de Estado, su carta dirigida a Arcadio Larraona, a cargo de la Congregación de Religiosos de la Santa Sede, es un testimonio invaluable para demostrar que si “las cosas del palacio van despacio”, peor se complican cuando comprometen el supuesto prestigio de un psicópata religioso apreciado no por sus virtudes, sino por sus negocios lucrativos disfrazados de escuelas y seminarios “al servicio del Señor”.

Muchos valoramos en su momento la invaluable contribución del belga Lemercier –egresado de la Universidad de Lovaina-, Ilich (políglota austro-croata-sefaradita-americano) y Méndez Arceo, a quienes conocí personalmente cuando durante los setenta me escapaba de la atribulada UNAM para recibir sus maravillosas lecciones vivas. Su herencia no se limitó a poner el dedo en la llaga eclesial. En CIDOC, por cuya amplitud de miras comencé a estudiar el mejor legado de la Residencia de Estudiantes de Madrid,  aprendí a valorar otras líneas de pensamiento. De McLuhan a Paolo Freire, las conferencias regulares atraían a las mentes más connotadas: nada qué ver con lo que podía aprender entonces en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, donde también los maestros se entretenían acosando alumnas. Allí descubrí el yoga y el valor de la meditación. También, el salto revolucionario de las ideas al diseño gráfico, a la concepción arquitectónica desde un minimalismo que se anticipó décadas a su reconocimiento y a otras maneras de vivir la espiritualidad, cuyo mejor testimonio quedaría en la renovación de la hermosa catedral de Cuernavaca, a cargo de un Méndez Arceo a quien no arredraron las críticas airadas por su postura social a favor de los pobres y los indios ni las amenazas de los conservacionistas.

Si la Iglesia llegara a salvarse no será, por consiguiente, por los defensores del pudridero, sino por teólogos como Leonard Boff o Helder Câmara; por papas como Francisco y, por supuesto, por mentes tan avanzadas como las congregadas entonces en un estado de Morelos que brilló con la luz de lo posible y deseable hasta que el hachazo de la intolerancia convirtió a la región en sede de secuestradores, narcotraficantes y criminales en vez de haber apostado por la continuidad de sus invaluables y aún insuperadas propuestas educativas, estéticas y de investigación.

Clitemnestra

Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón. Pintura de Pierre Narcisse Guérin. Museo del Louvre.

Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón. Pintura de Pierre Narcisse Guérin. Museo del Louvre.

Con los ojos desorbitados de espanto y el hacha escurriendo la sangre de Agamenón, Clitemnestra se quedó frente a la bañera mirando los estertores de su marido.  Temblorosa, esperó a que la Muerte recogiera su último aliento. Antes de que las Furias provocaran arrepentimiento en su alma, se miró en el bronce bruñido y, con las señales del crimen surcándole el rostro, advirtió que su cuerpo no ocultaba la huella del tiempo. "¡Vieja... Una vieja repudiada...! ¡Oh, tú, protector de la patria! ¿Cuántas veces te abrazaste a mis piernas llorando y yo te cobijé como si fueras un niño? ¡Ay de ti, infortunado! Ignoraste que nuestras vidas estaban selladas con sangre inocente. Desafiaste a los dioses, humillaste al sacerdote de Apolo y no hiciste caso de los presagios… ¡Mírate ahora, convertido en piltrafa! De las hogueras que encendiste en mi alma, ninguna se iguala a la del dolor que causaste.”

A media luz, donde mejor se movía el sobrino y amante de Clitemnestra, se ocultaba Egisto. El muchacho tenía razones para vengarse de Agamenón, héroe y señor de Micenas. Hijo del incestuoso Tiestes y de Pelopia, se decía que su madre/hermana lo abandonó al nacer en un monte, donde sobrevivió amamantado por una cabra. Al volver a su patria y enterarse de que su tío y padre de Agamenón asesinó a sus hermanos por rivalidades dinásticas, Egisto masculló su revancha. Esperó la ocasión de cobrarse los crímenes. Instigado por Tiestes, asesinó al primogénito Atreo para apropiarse del cetro. Agamenón y su hermano Menelao tuvieron entonces que refugiarse en Esparta donde formaron su ejército para expulsar a los parientes y usurpadores del reino. Desde que fuera entronizado en Argos, la fatalidad  sin embargo, lo acompañaría no sólo por el conflicto con Troya, sino por la sangre que derramó para casarse con Clitemnestra y, para colmo, por la envidiosa rivalidad del joven y codicioso primo que al final desencadenaría la tragedia.

A la sombra, Egisto vigilaba sus pasos. Celaba sus triunfos mientras Agamenón guerreaba contra los valerosos troyanos. Incapaz de igualarse en hombría, se deslizó durante su ausencia hasta el lecho de Clitemnestra.  La sedujo no por amor, sino para que el adulterio activara su respectiva insatisfacción. Sabía sin embargo que nada ni nadie se antepone a la Necesidad y que en su hora él mismo también sería víctima de la interminable tragedia de los Pelópidas. Y aún así persistió porque nunca hubo mortal que no se creyera capaz de burlar al Destino. Enterado de que los combatientes venían de regreso a casa, Egisto tramó con su amante la muerte de Agamenón creyendo que al abatirlo, él compartiría con la adúltera el cetro vacío de Micenas. Y allí estaban los dos en los baños fatídicos. Él, con el odio mordido entre dientes; ella, con los celos ardiendo en su entraña y el recuerdo de su hija Ifigenia, sacrificada diez años atrás.  Y aunque en esta ocasión su brazo dudara al descargar el hacha en manos de la mujer, el joven endurecería su voluntad criminal con su deseo de reinar.

A Clitemnestra no le importaba la cobarde impericia del pretendiente; tampoco su apocamiento, porque seguramente lo despreciaba. Lo había detestado siempre. Pero la soledad era horrible y peor padecía la añoranza del héroe, amado a pesar de todo. Su ausencia le enseñó el dulce sabor del poder. Aceptó los abrazos de Egisto para distraer la pasión. Compensaba su cobardía con dosis de vanidad: era la tía mayor, mujer a cargo del trono, dueña de los establos y los corrales, señora de las despensas, guardiana de mujeres y niños que aguardaban el regreso triunfal de sus protectores. Así que en tanto y el cobarde dudaba, Clitemnestra se aplicó a cortarle los pies al difunto para que su sombra no pudiera escapar de la tumba. No fuera a ser que desde el Hades su alma atizara a las Furias para infligirle un castigo atroz y ella quedara vagando presa de la locura.

Nacida para sufrir, recordaba a la doncella que fue cuando sus padres la entregaron en matrimonio. Hacha en mano, volvió a mirar su reflejo: buscaba algo que iluminara sus ojos, pero el espejo sólo mostraba rencor. Sintió la emoción del amor y la piedad con que solía tributar a los dioses. Cuando joven era obediente y dulce. Aceptaba el Dictado porque no imaginaba que tras tanto penar, dioses, hijos y hombres se volverían contra ella. Jamás reclamó a Agamenón que hubiera asesinado a su primer esposo y a sus dos hijos pequeños para hacerse del trono. Se plegó al mandato de los Dioscuros, y por segunda vez ignorante de su destino, se paró en el tálamo nupcial para engendrar a Ifigenia, Orestes, Electra y Crisótemis. Héroe y señor de Micenas, sabía que para Agamenón era indigno caer abatido en el interior de su casa.  Infame fin, asesinado por la mujer mientras lo bañaba, para quien batalló contra verdaderos guerreros.

Tras el conflicto causado por Paris y Helena y estando la flota griega detenida en Áulide, el adivino Calcas advirtió a Agamenón que no aplacaría las iras de Artemis ni los Inmortales enviarían vientos propicios para que las naves emprendieran su rumbo a Troya si no sacrificaba a su hija Ifigenia. El hombre gimió bajo el yugo de la temible Necesidad: como jefe debía animar a la flota atracada en el puerto, pero como padre no podía inmolar a su hija por el honor de la patria.  Miró las lágrimas en los ojos de los atridas que hundían su escudo y la espada en el suelo exigiéndole el sacrifico y suplicó fortaleza a los dioses para cumplir su misión. Engañada, Clitemnestra hizo viajar a la hermosa Ifigenia creyendo que la desposarían con Aquiles, como le habían anunciado. Al enterarse de que la muchacha sería inmolada, anidó la carcoma en su alma. De nada sirvieron sus ruegos de madre herida porque Agamenón finalmente accedió a honrar a la diosa a cambio del viento. Maldijo al esposo y maldijo la guerra. Lloró a su pequeña y lloró por las infelices mujeres. Arañando su rostro con impotencia pidió a Hera paciencia y valor para vengarse de tan brutal despojo.

Con el vientre tres veces rasgado por el dolor, esperó a su marido cuidando  las tierras, los bienes, los hijos pequeños y el honor familiar. Diez largos años en que dejó de contar las greñas que iban blanqueando su cabellera. Años en que la ausencia de las caricias la apartaba del sueño y alimentaban su ira. Años de hilar, tejer y vigilar el ganado mascullando su antigua desgracia. Años de padecer el rencor de la abandonada y mitigar la pasión con ascuas de placeres perdidos. Enamorada a pesar de todo, había días en que aguardando el regreso espiaba el camino en busca de buenas nuevas. Dispuso que los vigías se apostaran en el techo de su palacio para esperar la señal del fuego que, de monte a monte, anunciaría a los habitantes de Argos la caída de Troya y la proximidad de los buques con los guerreros sobrevivientes.

Las ausencias, no obstante, son arriesgadas. Poco a poco iba ocupando el lugar del hombre y probando el sabor del mando. Le entristecía la belleza perdida al advertir la gracia de las sirvientas que aún sonreían. Se daba cuenta de que su amante ya alcanzaba la edad en que debía reunirse a combatir con los veteranos. Así como ella recibía noticias de su lujuria, anhelaba que Agamenón conociera sus distracciones furtivas, aunque su adulterio le costara la vida. Al menos la cólera enredada a los celos lo llevaría a otorgarle algún lugar en su pensamiento. Se acostumbró a afinar el oído, a vivir con el ojo en alerta y a recorrer el puerto de Nauplia para ver si divisaba las naves con los héroes saludando desde la proa. Pero así como la nostalgia muerde el espíritu, también el olvido aparece a enmendar las lágrimas. Las de Clitemnestra estarían condenadas a continuar teñidas con sangre cuando el guerrero reapareciera en Micenas enamorado de una esclava troyana que, entre sus múltiples bienes, ostentaría como botín de guerra.

Cierta mañana, cuando despuntaba la aurora, el fanal encendido y los gritos de centinelas la hicieron medir el peligro que la acechaba: finalmente Agamenón y sus hombres regresaban presumiendo sus glorias. Esposa otra vez, su infidelidad se mezcló a un extraño presentimiento. Escuchó que habían atracado las naves en medio del júbilo y corrió a vestirse con sus mejores galas. No imaginó que al pisar tierra firme y subirse al carro tirado por hermosos caballos, el victorioso marido marcaría su regreso exigiéndole extender cuidados reales a la troyana Casandra, la joven amante de la que su marido se había enamorado.

El recién llegado la saludó con frialdad, como si entre esposo y esposa no hubiera una historia de sacrificios; como si entre ellos no existiera el vínculo conyugal. Parada entre ambos, la esclava extranjera previó la tragedia.  Sujeta no obstante al dominio del amo, vino a acurrucarse a su lado a la hora de los convites. Allí, cuando los coperos vertían el vino y los hombres narraban hazañas, desventuras y listas de los caídos, Clitemnestra y la preñada Casandra se miraron de fijo y, rehenes las dos por causas distintas, supieron que compartían una misma fatalidad. Hija de Príamo y Hécuba, nacida de buena cuna y destinada a ser despreciada por propios y extraños,  Casandra tocó con desaliento su vientre al sentir que Apolo ponía una vez más en su lengua palabras proféticas que nadie atendía. Repitió en vano el designio fatídico, pero nadie escuchó. Mujer al fin, sólo Clitemnestra sabía lo que sabía su rival y, tendidos los celos entre las dos, por igual  intuyeron que pronto se desencadenaría la tragedia.

Con la falsa intención de agradarlo, Clitemnestra condujo forzadamente al esposo ya ebrio a los baños. Lo metió como pudo a la funesta tina con agua caliente y cediendo a la tentación, le acarició con suavidad todo el cuerpo. El odio superaba su capacidad de perdón y no se dejó llevar por la debilidad reflejada en el temblor de sus labios. Pasados los escarceos, sacó del escondite el hacha y la camisa con mangas cosidas que le impedirían moverse cuando descargara sobre su cuello el primer golpe. Siguieron otro y otro para prolongar su agonía. Herido de muerte, Agamenón resollaba como toro vencido. Igual que a ella, el tiempo también lo había transformado. Vivo o muerto sería sin embargo un héroe y señor de la casa al que ninguna mujer podía levantar la mano. Los Inmortales, por tanto, se encargarían de preparar un castigo ejemplar.

Al enterarse de lo ocurrido, Orestes, el hijo mayor, huyó de Micenas y del acoso de Egisto. En medio de un gran sufrimiento, durante su exilio discurrió vengar a su padre. No bien acabaron los funerales cuando Clitemnestra y su vil amante se hicieron del cetro y engendraron a Erígene. Siete años reinaron en paz, aunque atenazados por el temor. Todo parecía marchar según lo planeado, hasta que Orestes, de manera furtiva y en complicidad con Electra, entró sin ser visto a las cámaras reales, descargó la espada y abatió a los traidores. Lo que siguió determinaría para siempre la Ley ateniense.

Al enjuiciar al vengador de su padre por asesinar a su madre, el primer tribunal de Atenas, fundado y presidido por la diosa Atenea, perdonó a Orestes por honrar la memoria del héroe y, aunque muerta, condenó doblemente a  Clitemnestra por haber sido una mujer de baja condición que pretendió igualarse a sus superiores. Nunca entendió la desdichada asesina las leyes dictadas por Zeus, en cuyo nombre se debe guardar el orden y mantener la sagrada costumbre de acatar las disposiciones del mando y las jerarquías masculinas. 

El último libro

Pintura miniatura del imperio Mogol

Pintura miniatura del imperio Mogol

Cuenta una antigua leyenda Oriental que, al ascender al trono, el legendario príncipe Zemire, quien sería recordado por sus enormes dudas, prometió evitar errores que causan la desesperación de los pueblos. “Fíjate en los que se acercan a ti; y luego…” Sin terminar la frase, su padre expiró. El joven monarca, que poco sabía de la vida y menos aún de las flaquezas humanas, deseaba fundar un gobierno próspero y justo. Preguntó a los profetas si podría reinar sin ser despreciado; y ellos sonrieron. Preguntó después si haría feliz a su gente. Con los brazos cruzados entre las mangas, los hombres miraron al cielo. Que si lograría moderar a banqueros y comerciantes; “será más fácil amansar a los tigres”, respondieron a coro.  Y la paz, ¿será posible?  “Véalo por sí mismo”, le dijeron apuntando en dirección de grupos armados. Más allá, caballos, carros, pertrechos amontonados…; y, en el patio, soldados jugando a las cartas, a los dados o a las pruebas de fuerza. Finalmente Zemire se refirió a la justicia. Miró a uno y a otro y a otro, pero ninguno emitió palabra.  Ante el silencio  cortante, el bufón intervino: “Ni los dioses son justos Señor. ¿Por qué habrían de serlo los jueces?”  

“Si buscas el secreto del buen gobierno mira atrás, camina adelante y escucha tu corazón, resonó una voz temblorosa. “Haz lo que puedas con lo que eres, pero no desdeñes a los que saben ni a los que no saben…”, clamó un anciano con voz apenas audible, mientras el bufón bailaba entre carcajadas a sabiendas de que nadie podría resolver las dudas de su monarca.

Desconcertado, Zemire convocó entonces a los sabios del reino para que le indicaran aciertos y errores de sus antecesores. No fuera a ser que por ignorar de qué estaba hecho el poder y cómo ejercerlo con justa prudencia él mismo se convirtiera en uno de tantos tiranos que solo dejan dolor y, en el mejor de los casos, un puñado de hazañas dignas de recordarse.

-Escríbanme una historia completa del mundo, ordenó. Quiero conocer lo mejor y lo peor de los hombres. Y ellos, con el estupor en el gesto, salieron del palacio sin saber por dónde empezar: si por la necia repetición de debilidades o por las muestras de bondad de los menos; por el cúmulo de pasiones que desencadenan desastres o por actos heroicos que consagran la vida y las libertades. Enlistaron entre ellos tantos  sucesos, sueños y guerras que concluyeron que todo recae en el proceder de los gobernantes. ¿Emprender la aventura con ejemplos de estupidez que multiplican el sufrimiento evitable? ¡No!, indicó un experimentado estudioso. Iniciaremos esta obra monumental con lo más obvio y abultado de todo: los errores que se repiten sin jerarquía y consiguen la única democracia posible: la infelicidad compartida. Desde ahí nos detendremos a examinar los caprichos de quienes, sin aceptar sus limitaciones, se hacen del poder para extender el infierno en la tierra.

Así transcurrieron veinte años. Ellos, viajando entre lo conocido y lo desconocido en busca de datos que más y peor se multiplicaban. El rey, sorteando los días con el cetro en la mano y observando a los otros, como le había aconsejado su padre. Concentrado en resolver problemas que sucedían a tormentas, malas cosechas, intrigas internas, invasiones y cuanto se enredaba a la codicia de ministros, prelados, prestamistas y mercaderes, Zemire formó carácter, se ajustó la corona y como pudo ejerció el poder. Cuando los sabios se presentaron ante él a la cabeza de una caravana de 100 camellos, cada uno con 100 enormes atados de manuscritos colgando pesadamente a los lados de sus jorobas, el monarca les dijo que no había nacido el hombre capaz de reinar y estudiar al mismo tiempo tantos millares de documentos.

-Ya no soy joven –les dijo-. Aun si me fuera dada una larga vida, no tendré tiempo para leer toda la historia. Ni siquiera podré saber qué es lo mejor o lo peor de los hombres. Vuelvan al trabajo. Realicen un resumen de lo que hay que saber, al menos sobre el arte del gobernar.

Quince años más tarde reapareció un número menor de estudiosos con versiones disminuidas de sus hallazgos. Unos envejecidos y otros con la respiración trabajosa, informaron a Zemire con lágrimas en los ojos que varios sabios habían fallecido y, aunque jóvenes elegidos se habían convertido en discípulos, lo que más consiguieron fue reducir sus logros a trescientos volúmenes que venían a lomo de tres camellos:

-He aquí, mi Señor, el resultado de nuestro empeño –le dijo el más anciano con cierta humildad-. Creemos que nada esencial ha sido omitido… 

También envejecido, cansado y enfermo, el rey protestó una vez más por el exceso de testimonios que le sería imposible estudiar. “Reduzcan, reduzcan… No puede ser que el destino me esté negando el conocimiento para ser recordado como un verdadero monarca...”

Pasados diez años la escena se repitió, salvo que ya eran menos los manuscritos, más ancianos los sabios y, aunque rodeados de los que fueran sus aprendices, ya no llevaban ningún camello.  En esta ocasión, los eruditos traían consigo cien mamotretos sobre un elefante guiado por un muchacho desnudo. La leyenda cuenta que con estos libros se fundaría la Biblioteca de  Persépolis, pero de eso nada se podría asegurar; si, en cambio, se tuvo por seguro que el rey, cuya edad ya se le notaba en el cuerpo, exigió esforzarse a los sobrevivientes para que condensaran aún más, de preferencia en un solo libro, lo que todo buen gobernante y hombre digno de serlo debe saber antes de que lo sorprenda la muerte.

Cinco años después, apareció en palacio un viejo tan viejo, tan viejo, cegatón y maltrecho que, además de apoyarse en dos bastones, requería del cuidado de sus sirvientes para leer, pasar las páginas o siquiera para sentarse o mantenerse en pie. Con las manos temblorosas y entre frases apenas audibles extendió a los ministros un fajo de manuscritos que cosidos con hilos finos y engastados en cuero formaban lo más parecido al libro esperado.

-Háganlo pasar a las cámaras reales, ordenó uno de los principales. El rey está agonizando…

La escena no podía ser más triste: postrado en su lecho de moribundo, Zemire aguardaba con ansia la llegada del sabio quien, a su vez, en cualquier momento también podía despedirse del mundo.

-Estoy muriendo como rey –susurró apenas Zemire-, sin haber conocido qué es el hombre.

-Excelencia, el hombre no es gran cosa: apenas un montón de secretos y fantasías que se desvanecen como sal en el agua. Se lo puedo resumir en tres palabras: el hombre nace, sufre y muere…

-Y acumula olvidos y muchos errores, alcanzó a decir el monarca antes de exhalar su último aliento.

En ese instante, el anciano comprendió que lo único que había deseado Zemire era no dañar a sus gobernados y, de preferencia, procurar su felicidad hasta lo posible. Requería un compendio de advertencias para no repetir bajezas. Pero eso no se consigna en los libros, pensó el viejo, porque tanto la desdicha como la desesperanza caminan con los errores propios y ajenos. Tampoco se enteró Zemire de que lo último que aprenden a su pesar los hombres es a ver de frente a la muerte, tras haber tropezado una y mil veces con la misma piedra.

Durante los funerales reales, la historia del mundo se repitió con precisión asombrosa: el empujón de los ambiciosos, la intriga en los corredores, jaleos en pos del poder y la eterna duda sobre la esclavitud compartida por gobernantes y gobernados.  A fin de cuentas, el hombre es el hombre, es el hombre que no cesa de preguntarse qué es el hombre…

 

 

De seños, damitas y madrecitas

Que me llamen damita en la calle me pone los pelos de punta. Ya teníamos bastante con los que gritan pinche vieja o vieja pendeja en la línea peatonal. La retahíla empeora al conducir. Seguir en nuestro carril en vez de arriesgar la vida para que den vueltas prohibidas, se pasen la luz roja, rebasen viboreando o alimentando la fantasía de que los insultos a las mujeres desaparecen embotellamientos les desata una furia asesina.  Más piadosos no obstante complementarios de igual machismo están los taimados que, a propósito de pum, le dicen madrecita a la que ya no consideran objeto de su deseo: curiosa manera de contrastar el archiconocido mamacita, dirigido a las muchachas que parecen contentas con su cuerpo.

Muchas veces he estado tentada a elaborar un diccionario del machismo mexicano. Me lo ha impedido el enojo de una vida de padecer agresiones gratuitas por el hecho de ser mujer. A diferencia de la relación de hombre a hombre de acuerdo al rango y posición social, en general a las mujeres se nos trata como desclasadas. De lumpen para arriba cualquiera es más que nosotras. Así lo demuestran choferes de autobuses, cargadores y cuanto pelafustán se atribuye el derecho de denostarnos. Agregar al abultado léxico antifemenino adefesios como damita, señito o madrecita confirma una vez más que aquí la forma es fondo. Y en el fondo pervive un menosprecio brutal que nos deja sin aliento porque la equidad es puro cuento. En esto no caben interpretaciones: el lenguaje habla por sí mismo.

El diminutivo desmerece a la mujer experimentada que, de preferencia distinguida, ostenta cualidades bien ganadas por su trato con las personas, su educación, su edad o posición social: atributos apreciados especialmente en las monarquías al elegir acompañantes femeninas para servir, formar u orientar a la realeza. Aplicado también  a las actrices principales o primeras damas, en ningún caso –ni siquiera en el del poeta que canta a la “dueña de su corazón”-, el término damita cabría para referirse a una mujer, madura de preferencia y casada o no, como sinónimo de señora. Da la impresión, sin embargo, que anteponer el título de señora a quien lo es conlleva una imposibilidad psicológica que a todas luces indica que el machismo  no es solamente un problema cultural, sino una grave deficiencia íntima y racional.

Con ser añeja la costumbre mexicana del diminutivo, tanto el machismo como los prejuicios religiosos contribuyeron a deformar términos relacionados con la sexualidad y especialmente con las mujeres. De reciente proliferación en el habla que no habla, la voz damita conlleva una aberración humillante que de ninguna manera debemos aceptar. Son de preferencia hombres de baja extracción social y menos escolaridad quienes creen acentuar su consideración al modificar el sustantivo con este horror degradante.

De hecho y por extensión, a nadie se le ocurre decirle caballerito, señorcito o padrecito al hombre maduro. El colmo de esta tendencia a menospreciar la condición femenina acentuando su inferioridad alcanza el lenguaje de los ginecólogos. Más de una vez, a su pregunta de cómo está mi vaginita he tenido que responder, indignada, que gozando de buena salud, quizá como su penecito: palabra proscrita, si las hay, toda vez que el orgullo masculino comienza por el tamaño de su miembro. Creer que por disminuir nuestra fisiología y tratarnos como bobas están demostrándonos amabilidad es una de tantas falsedades que se cultivan en nuestra cultura. Hay que insistir en que el lenguaje no se equivoca: los giros verbales, enmascarados o no, confirman  el profundo desprecio popular a nuestra feminidad.

La imposibilidad de que los mexicanos llamen a las cosas y a las personas por su nombre atrajo poderosamente la atención de José Moreno Villa al llegar como expatriado a nuestro país. Lo consignó, asombrado, en Cornucopia mexicana. Y no es para menos: ¿cómo se puede estar medio embarazada? ¿Cómo ser medio puta o medio ladrón? ¿Medio enfermo, quizá? Absurdamente se cree que, por añadidura, señito suaviza el trato con señoritas, muchachas, mujeres jóvenes que han perdido la virginidad o adultas de cualquier edad. Algo por cierto tan falso como el prejuicio de deformar las palabras para eludir el incómodo “compromiso” de sugerir su sexualidad o su estado. Así el abominable señito, supuestamente, sirve para dirigirse a cualquiera sin correr el riesgo de suponer su estado, que de manera irracional consideran ofensivo.

Abrumado por vicios lingüísticos equivalentes a los citados, Ignacio Ramírez elaboró una lista para “traducir” términos pecaminosos en el siglo XIX. Propios del peor conservadurismo que aún nos domina advirtió, por ejemplo, que ante el peligro de mencionar las nalgas las buenas conciencias dieron en decirles asentaderas. Al culo (de uso corriente en España) no solo lo redujeron a insulto sino que devino en trasero. Por su alusión al pene, se eligió uno tras otro en vez de chorizo, pechos  en vez de tetas; blanquillos por huevos, estar en estado por preñada o embarazada; aliviarse para no mencionar parir; estar en esos días en vez de menstruar, oiga por el invaluable doña; señoritas galantes o picos pardos a las prostitutas ahora renombradas sexoservidoras; rabo verde al anciano pederasta o acosador de jóvenes y así sucesivamente…

No contentos con enmascarar la identidad, disfrazar el lenguaje encumbra la gran mentira mexicana. La enorme desigualdad social empeora la discriminación mediante los usos del habla. Aunque sabemos hasta cuáles honduras llegan las diferencias entre personas y situaciones sociales, la tendencia es negarlas con palabras que agravan la confusión, aunque se pretenda lo contrario. Enredo verbal y engaño corresponden a una y la misma cosa: incapacidad de entender y aceptar la realidad aunada al miedo a ser rechazado. Así lo advierte no únicamente  el extranjero que de ningún modo puede arrancarle precisión ni claridad a un mexicano, sino los que sabemos que nuestro pueblo es incapaz de aceptar que lo que es es como es.

Por consiguiente, hablar en torcedura tiene mar de fondo, como el montón de expresiones vejatorias  contra la mujer. Si voces como señito, damita, mamacita y madrecita ponen de manifiesto deficiencias de la vida en común, el renglón de los insultos antifemeninos no tiene parangón. La lista llega a ser dramáticamente ofensiva. Basta repasarla para confirmar que la situación femenina  sigue en el subsuelo del respeto, inclusive por debajo de la homosexualidad y de los animales.

Cuesta aceptar que seguimos entrampados en el lenguaje de los siervos, pero la evidencia nos sobrepasa. Pensemos, por ejemplo, que si lo correcto es decir mesero o mozo a quien sirve alimentos, aquí se acude al socorrido joven para que quien desempeña este oficio no se llame a ofendido. Ni qué decir de las criadas o sirvientas porque, aunque hagan lo mismo que las muchachas o empleadas domésticas, no está bien visto aplicarles el término consignado el diccionario para tales fines. No vaya a ser que el sustantivo acentúe la condición de inferioridad social del que sirve al señor o a la señora que paga por ser atendido.

¿ Alcanzaremos alguna vez la dignidad anhelada? Esta es una de varias dudas que nos hacen creer a las actuales generaciones que moriremos sin conocer un México justo. Sin idioma no hay justicia, no puede haberla. Las palabras nombran, sitúan, ordenan el pensamiento; pero  la lista de yerros lingüísticos que abundan en la injusticia es inabarcable. Lo importante es cobrar conciencia de la verdad que se oculta detrás  de estas máscaras. 

Felicidad


© Peter Frey / Survival

© Peter Frey / Survival

Si la felicidad no se aprecia como un fin en sí mismo, la vida carecería de sentido. Digan lo que digan las religiones sobre los mitos edénicos y el valle de lágrimas, no hay bien que en la actualidad supere la saludable sensación de armonía y libertad que nos permite sonreír inclusive en la adversidad. A pesar de su duración variable y por encima de artificios  fomentados por el consumismo, ser feliz es la aspiración más frecuentada en todas las lenguas. Nadie está dispuesto a renunciar al sentimiento de dicha, bienestar real, ausencia de miedo, plenitud y satisfacción que apaga el abatimiento, disminuye la incertidumbre y refina nuestra humanidad. La felicidad, pues, es la corona de la salud mental en nuestra civilización.

Abstracta en cuanto a sus definiciones y móvil de grandes doctrinas como el budismo, el hedonismo y el epicureísmo, la idea de felicidad ha cambiado en el curso del tiempo. De coincidir con la carga del destino regida por los dioses a conquista de logros humanos aparejados al desarrollo con progreso, el sentimiento de bienestar con alegría entraña la complejidad de cada cultura al grado de atraer el interés de la ciencia contemporánea. No obstante, la mayoría coincide en que es un estado vital tan concreto que se reconoce por oposición del infortunio, la amargura y el desaliento.  Se ilustra como un camino hacia sí mismo, hacia la autenticidad del yo en plenitud y conformidad con lo que se es, con lo que se tiene y lo que se anhela.

Indiviso de la capacidad amorosa, la solidaridad y la aptitud para cultivar relaciones gratas, el sentimiento de felicidad allana obstáculos internos y externos que suelen transformarse en patologías sociales o personales. De este modo, el bienestar ciudadano, por ejemplo, contribuye a mejorar la vida en común hasta hacer de la obra política un compromiso para garantizar seguridades, derechos y obligaciones de los pueblos. Está demostrado que el orden progresivo en el cumplimiento expedito de servicios a la comunidad repercute en niveles de confianza que disminuyen la causa esencial del infortunio: el miedo. Miedo a la violencia, al hambre, al engaño, a la improductividad, al aislamiento, a la pobreza, al rechazo, a la falta de protección y, en suma, al mal vivir aunado a la sombra de la muerte... A la sombra del mal morir.

Los estudiosos aseguran que la felicidad coincide con el ideal de realización que ni teme exponerse al riesgo ni elude el compromiso de actuar, sin el cual es imposible enfrentar amarguras, dificultades e incomodidades.  De ahí que sobre los pueblos y las personas más infelices e indotadas para resolver problemas recaigan las peores consecuencias de la adversidad. Inmersos en un círculo vicioso entre  el temor al fracaso, los yerros y la fantasía de un futuro amenazante, los infelices son más proclives a multiplicar a su alrededor causas del sufrimiento de una parte y, de otra, a empeorar su desasosiego a efecto de malas decisiones.

En el caso de quienes acuden al divorcio temprano, durante el proceso de adaptación de la pareja, o a la renuncia prematura de trabajos que plantean desafíos, las investigaciones desvelan que tales rupturas evitables reflejan la incapacidad de los desdichados para asumir riesgos que al final podrían recompensarlos con la satisfacción del acierto: precisamente lo que dispone el carácter a la alegre aceptación de uno mismo, del otro y de su circunstancia. En síntesis: ver el lado bueno de la gente y de la vida redunda en el bienestar armónico en el que se funda la felicidad.

Es más sencillo referirse a situaciones que a pueblos y personas felices. Precisamente por eso los científicos –neurólogos y filósofos sociales incluidos- han tomado por su cuenta el embrollo actual de sus peculiaridades. El optimismo ayuda, cierto, pero estamos expuestos a un sinnúmero de presiones que embrutecen, enajenan y lastiman a las mejores voluntades. Consideremos, por ejemplo, que en la medida en que se elevó el promedio de vida, la senectud arrojó dilemas respecto de su calidad, sus expectativas y  la productividad que la mayor parte de las sociedades aún no puede resolver. Que los ancianos son más infelices que los jóvenes es un hecho innegable. Que sufren aislamiento, exclusión y limitaciones fisiológicas que merman su presencia social, también. El costo político y generacional de su manutención representa una carga para las personas económicamente activas. Esta realidad se agrega a otros alegatos en torno de la felicidad que, por necesidad inaplazable, determinan el reto de un futuro inmediato que se prefigura nefasto de no modificar los términos brutales y discriminadores del actual modelo económico.

Aun así y a pesar de la violencia imperante en muchas partes del mundo, la humana naturaleza se aferra al principio esperanza y sobrevive a experiencias terroríficas mediante esfuerzos de autoafirmación que permiten prefigurar una existencia mejor. Si el ideal de felicidad no estuviera en la mira de esclavos, presos, humillados, hambrientos, enfermos, ancianos, condenados y sufrientes los índices de mortalidad superarían a los del nacimiento. Con esta hebra delgada entre la conciencia de la derrota y la esperanza se ha anudado la historia. Cualquier experiencia gratificante  activa reservas de energía para buscar fórmulas –inclusive mágicas, espirituales, terapéuticas o religiosas- para subsanar desgracias. Sin tal proyección hacia la salud, las mejoras materiales y un estado mejor no se explicarían los trabajos monumentales que emprende la gente en situaciones límite.

Justamente una pequeña dosis de felicidad llevaba a los griegos a sacrificar al Miedo antes de la batalla, para que no los cegara la perversa visión de la Muerte. Por corto que fuera, en su destino impreciso se prefiguraba la recompensa del placer. ¿Y qué otra cosa animaba a Odiseo a realizar hazañas extraordinarias y vencer tentaciones letales si ni fuera su vehemente voluntad de “regresar a la patria”, donde lo aguardaba la felicidad del hogar?

La riqueza literaria en torno de la dicha y la desdicha es inagotable. Cada época y cada cultura, sin embargo, establece sus propias categorías sobre lo grato y lo ingrato, así como de lo soportable, lo deseable y lo insoportable. En esta edad de la ciencia, del monetarismo, del culto a la reconstrucción de la belleza o de la juventud perdida nos ha tomado por sorpresa la aventura de la felicidad y aún no sabemos qué hacer con ella.

Entre sus contradicciones exacerbadas, el progreso arroja medicamentos, objetos de consumo y clínicas del dolor para suavizar o enmascarar otro enemigo mayor de lo placentero: el sufrimiento. Ya nadie duda de que la infelicidad causa enfermedades físicas y psíquicas. Empezando por las depresiones que han enriquecido a la industria farmacéutica de manera escandalosa, una enorme lista de patologías se relaciona con la soledad, la angustia, la frustración, problemas no resueltos y la incapacidad de ser útiles a los demás. Si la compasión se fusiona a la actitud positiva de la vida, el egocentrismo, en cambio, expone sus aspectos oscuros y agrava la melancolía.

La abundancia acumulativa que nos diferencia sustancialmente del pasado, tiende a hacernos más infelices por esta carga artificiosa de motivos fugaces que presuponen lo que debería agradarnos, como las compras sin sentido. Más pronto que tarde desaparece la euforia del consumidor y se manifiesta la frustración con  síntomas de ansiedad. Ante el fenómeno del malestar de la cultura, uno es el pregón para recobrar la salud mental: estar en posesión de la suficiente paz interior para ver, apreciar y disfrutar la enorme belleza que existe aún entre tanta fealdad perversa.

La literatura, finalmente, está poblada de personajes embrollados, víctimas de trampas familiares, económicas, políticas y amorosas que inducen al suicidio o a cometer actos tremendos. De esclavos de la desdicha  está llena la galería de obras maestras desde Shakespeare hasta Goethe, de Tolstoi y Dovstoievski a Flaubert y Somerset Maughan; del nauseabundo Antoine Roquentin de Sartre al estremecedor universo de Sandor Marai…  La cumbre del fracaso de la vida, no obstante, continúa presidida por Kafka. Este genio del absurdo puso de manifiesto el laberinto del terror que se extrema cuando la alienación hace insalvables los conflictos entre el hombre y la sociedad, entre padres e hijos, entre la religión y la burocracia o entre la política y la realidad.  Si alguna reserva de energía queda al lector para explorar la infelicidad, no tiene más que acudir a Anna karenina y Mme. Bovary para confirmar que, paso a paso, se van anunciando las derrotas de la sociedad burguesa con los engaños de una felicidad ficticia.

Tiene razón Eduardo Punzet al afirmar que por primera vez la humanidad tiene futuro y se plantea, lógicamente, cómo ser feliz aquí y ahora. Nos hemos sumergido en esas aguas desconocidas, prácticamente, sin la ayuda de nadie. Iluminar el camino es el reto y lograrlo la gracia que habrá de encarecer no solo nuestras vidas, sino la condición humana.

10 de mayo: de la memoria involuntaria


Tongolele

Tongolele

Cuando yo era niña en mi Guadalajara natal, buena parte del país carecía de agua potable, electricidad, estufas de gas, medicinas y viviendas decorosas. La mortalidad infantil era altísima y escandalosa la de los malos partos. Las escuelas encabezan la lista de lujos, no obstante sus deficiencias públicas o privadas. Para conseguir un cubo de agua o un aula agreste las criaturas caminaban kilómetros, como en muchas regiones sigue ocurriendo en la actualidad. El promedio de escolaridad nacional no superaba el segundo año de primaria; oficialmente se cubre ahora hasta un vergonzoso sexto grado el saldo que arroja un número incalculable de analfabetos y semiletrados.

En los pueblos las mujeres hacían a mano el nixtamal y las tortillas. El alimento básico constaba de chile, cebolla, frijoles y maíz. Una minoría masculina atesoraba el poder, la autoridad y las profesiones, mientras que para las mujeres no solo era impensable acceder a estudios medios y superiores, sino que crecían y morían sometidas a la consigna religiosa de la resignación y el espíritu de sacrificio.  Los malos tratos y humillantes ejemplos de discriminación femenina e infantil, dentro y fuera de los hogares, se daban por sentado. La Iglesia dominaba las conciencias en complicidad con los gobiernos corruptos. Una gran parte de la población rural y monolingüe calzaba huaraches con suela de llanta o simplemente andaba descalza. De arriba abajo se aborrecía lo distinto y ajeno. “Las niñas pobres”, de preferencia indígenas o campesinas, eran traídas por sus padres a las ciudades para convertirse en criadas de las clases medias y cuando “la señora” descubría que los hijos o el marido abusaban sexualmente de ellas e inclusive las preñaban simplemente las corrían por “indecentes y malagradecidas”.

No existían los anticonceptivos, comercializados hasta fines de los años sesenta, pero Agustín Lara endulzaba las delicias del amor idílico y tanto los boleros como las canciones rancheras consagraban un machismo que, por melódico en apariencia, se tenía por inofensivo. Más allá, Tongolele bailaba sin parar en un ámbito completamente esquizoide. El clero insistía en que las madres debían aceptar los hijos que Dios les mandara –de preferencia mediante coitos forzados- y la vida, en general, transcurría como si los libros, la historia, los derechos, la justicia y el resto del mundo no existieran.

El diario Excélsior se afamó por instituir el concurso de “Carta a la madre” que en el puntual 10 de mayo de cada año ponía en evidencia la mascarada del símbolo de abnegación y amor incondicional encarnado en “las cabecitas blancas”. “Reinas por un día”, las madres eran recompensadas anualmente con una lluvia de adjetivos abominables que acentuaban su nula presencia social, su verdadera insignificancia. De entonces data la costumbre de agradar a las “madrecitas” con planchas, licuadoras y cualquier aparato inventado para facilitar sus labores domésticas.

En este cuadro sentimentaloide y a tono con la cursilería de las fiestas de quince años sería infaltable el recuerdo de Sara García –la abuelita del cine mexicano-, cuya mezcla de viuda regañona, feminidad asexuada y autoritarismo senil llegaría a fascinar a quienes consideraban que las mujeres eran “reinas del hogar” que asumían a plenitud sus poderes a partir de la menopausia y de preferencia una vez enterrado el marido.

Las huellas de la poliomelitis exhibían imágenes dolientes en las calles. Vacunas, antibióticos y servicios sanitarios en general mal cubrían la demanda de las clases urbanas privilegiadas. Carreteras y transportes públicos reflejaban el estado de un  subdesarrollo que, lejos de limitarse a deficiencias materiales, se alojaba en las mentalidades supeditadas a la superstición y al imperio de los prejuicios. El lado más visible del autoritarismo recaía en  el sindicalismo charro, en el atraso agrario y en el señorío absoluto del PRI, aunque abarcaba disidencia, crítica e inconformidad. Persecuciones, torturas, chapuzas electorales, demagogia y un sin fin de fórmulas vejatorias, destinadas a mantener el carácter cerrado de la sociedad, se practicaban con la naturalidad con se asentaba un régimen de componendas, alianzas discrecionales, castigos y recompensas sin los cuales hubiera sido imposible fortalecer la estructura institucional del sistema presidencialista.

El lenguaje oficial alardeaba, sexenio a sexenio, “avances históricos” en todos los sectores. Se subsidiaba a los empresarios y la dependencia de los Estados Unidos determinaba el rumbo económico del país. La reforma agraria era uno de los temas infaltables en los informes presidenciales; sin embargo, a nadie interesaba el cuidado ambiental ni la indispensable planeación demográfica y urbana.

Espejo puntual de nuestra realidad intrincada, el palabrerío de “Cantinflas” causaba la felicidad de las masas. El gusto popular se negaba a aceptar las muertes de Pedro Infante y Jorge Negrete, aunque espacio emocional tenía el pueblo/pueblo para admirar a María Félix, Rita Macedo, María Victoria, Dolores del Río, Gloria Marín, Elsa Cárdenas, Pedro Vargas, Toña la Negra, Lola Beltrán, Cuco Sánchez, José Alfredo Jiménez, María de Lourdes, Juan Mendoza “El Tariácuri”, Javier Solís, Miguel Aceves Mejía…

La televisión significó en los años sesenta un salto al mejor de los mundos: con programas en blanco y negro comenzó la invasión de chabacanerías gringas, a modo de comedias especialmente de temas domésticos como Yo quiero a Lucy, protagonizada por una afectada y boba Lucille Ball, quien, además de celebrar la inferioridad femenina incrementó el culto a la fayuca en cantidades industriales. El “sueño americano” se enquistó en el imaginario colectivo en tanto y los jóvenes emigraban por miles al otro lado de la frontera en busca de oportunidades.

Yo asimilaba mis cambios biológicos mirando todo, atenta a lo grande y lo pequeño, con los ojos, la mente y el oído bien abiertos. Entre hogares “decentes” y “casas chicas”, la vida iba depurando el estilo mojigato y ridículo de las mujeres “acomodadas” que en pleno verano se dejaban ver completamente enjoyadas, revestidas con prendas de contrabando y cubiertas con estolas y abrigos de visón, de chinchilla, de colas de zorro y de cuanto bicho se pudiera transformar en artículo de lujo en los escaparates de las calles de Madero o Cinco de Mayo.

Para las muchachas bien, “en edad de merecer”, se organizaban bailes de debutantes o etiquetados de Blanco y Negro en el Country y el Jockey Club, profusamente publicitados en la exclusiva revista Social, abuela del Hola! A quienes “les había hecho justicia la revolución” les dio por ataviarse con trajes acharolados y zapatos picudos y los favorecidos por el arribismo se entretenían acumulando bienes y muebles pinchendale para salir de su postración en la nueva sociedad de prestigio, marcada con el signo del oropel y concentrada –antes de la construcción de El pedregal de san ángel, en  mansiones ubicadas en colonias de lujo, como las Lomas de Chapultepec y Polanco.

Este fue el mundo que deleitó la imaginación novelera de Carlos Fuentes cuando  los beneficiarios del alemanismo circulaban por el Distrito Federal metidos en sus coches enormes, cargados de brillos, de voces, de música al fondo…  Mientras Luis Spota recreaba los enredos del Sistema y Rulfo y Arreola renovaban espléndidamente la narrativa, Fuentes reinventaba con sarcasmo ese México en el que la gente, en su afán de dominar y divertirse,  tenía miedo de vivir y también de morir. Urgidos de seguridad y agarrados a la tablita de los objetos, del dinero o de las tierras en ese país donde-todo-estaba-por-hacerse, se gastaba la vida espiando a los demás y, de manera simultánea, dando brincos para sobresalir, aunque solo fuera en el acontecer de la noche. Maledicentes y chismosos, la infamia era su alimento…

Todo estaba prohibido: leer, pensar, preguntar “cómo nacen los niños”, ejercer la crítica, hablar o siquiera acercarse al sexo contrario, tener curiosidad intelectual, cuestionar la realidad, inconformarse, dudar, bailar, divertirse, escuchar música, viajar… A la vez, todo estaba permitido a condición de que no se notara, de no ser descubierto ni de cometer el error de aceptar el socorrido adulterio o siquiera mencionarlo. Para los maridos infieles una era la máxima trasmitida de padres a hijos: niégalo aunque te maten.

Minoritario no obstante efectivo, el ascenso del feminismo fue como un viento maloliente que enfureció a liberales y conservadores. “Qué ¿no les basta con lo que tienen?” Si bien mi realidad estuvo poblada de ejemplos que me enseñaron que ser mujer y aspirar a una vida digna era más difícil que conquistar el Éverest, el multicelebrado Fernando Benítez se encargaría de apresurar mi batalla contra la inequidad de género. Lo hizo con una de sus habituales majaderías cuando intenté publicar un ensayo en el suplemento cultural que él dirigía. Sin molestarse siquiera a mirar mis páginas, me observó de arriba abajo y lápiz en mano, alzando la cara sin moverse de su silla, dijo en voz alta, con su característico despotismo ilustrado: “Bonita, muy bonita. Tú debes ser una idiota… Todas las mujeres bonitas son idiotas.”

Lo demás no es historia. Es la batalla femenina de todos los días.

De premios, distinciones y otras mañas


Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Elena Poniatowska, premio Cervantes de Literatura

Ni premiando a Dios padre se conseguiría consenso. ¡Ni hablar! Hasta a la “monedita de oro” le brincan detractores, ascetas, renunciantes y evangelistas del desapego. En nombre del darma y de cuanto se vincule a la rueda de la vida, el influjo oriental nos conmina a repudiar lo “ilusorio”: la mayor plaga de este mundo, de donde proceden todas las frustraciones. Es ley lacaniana que lo que tiene uno el otro lo desea y, más allá, mucho antes que él, san Agustín dictaminó en su inamovible, milenaria e intransigente reflexión sobre el pecado, que la envidia es la enfermedad por el bien ajeno. Esto y más es cierto: somos la única especie no solo capaz de inconformidad, sino de quejarse incesantemente de lo que tiene o de lo que carece.

Hay que considerar, sin embargo, que toda verdad contiene dos lados y que en la parte oscura, cultural, de las distinciones y del reparto oficial de premios, becas y preferencias subyace una sucia costumbre de encumbrar y/o privilegiar a artistas, intelectuales y figuras públicas que, a discreción y al margen de sus atributos, espejean el carácter de una época: sus miedos, sueños y pesadillas, sus contradicciones e intereses reinantes. El controversial Cervantes otorgado a Elena Poniatowska, sobre quien llueven críticas airadas tanto en la prensa y la radio de España como en México, ofrece la oportunidad de examinar este enredo de méritos personales y conveniencias institucionales que deja en un frágil hilo la función de la crítica.  Imposible negar que el rigor electivo de un premio que desde sus orígenes estableció un alto nivel de exigencia internacional ha quedado en entredicho y que se ha vulnerado la confianza que inspiraban los fallos del Jurado.

Una elección en tiempos de crisis, esta de otorgar la más alta distinción en nuestra lengua a una escritora/periodista que no ha cultivado el arte de la palabra ni se ha caracterizado por la originalidad de su pensamiento o por posturas esclarecedoras sobre una realidad compleja, ciertamente provoca suspicacia; sobre todo, porque aun en su peculiar y oscilante izquierdismo emocional, nunca ha trascendido el lugar común ni sugerido algo comprometedor que la sacara de la categoría de “intelectuales cómodos y orgánicos”, establecida por Gramsci y examinada, desde la perspectiva de la ética en política, por el filósofo español José Luis López Aranguren.

Para no andarnos con rodeos, hay que decir que estamos ante un ejemplo de conveniencia circunstancial entre dos gobiernos conservadores que, en concordato –uno por proponer, el otro por acceder- destacan a una inofensiva aunque ruidosa representante de la conciencia airada que pulula alrededor de un lumpen proletariado legítimamente insatisfecho, que se ha constituido en el capital humano de un líder que no cesa de perseguir el poder personal. Como su brazo femenino e intelectual, López Obrador también domina el efectismo mediante el alegato emocional para mover a las masas que en absoluto acceden al lenguaje de la legalidad, al mundo transformador de las ideas y a la lucha organizada. Que es indispensable el avance de los derechos humanos en una sociedad plural, aún desintegrada, afectada por la criminalidad y urgida de una verdadera democracia, es innegable.  No será sin embargo con una partidocracia subsidiada y teñida de terribles deficiencias morales, educativas y políticas como se acceda al régimen de justicia y a la dignidad ciudadana que todos deseamos.

Si seriedad se buscara sobre el tema social, ahí está vivo aún Miguel León Portilla, con una sólida y documentada obra –traducciones del náhuatl incluidas-, imprescindible para el conocimiento de una larga injusticia, desde los días coloniales. Inseparable del despojo en connivencia de la cruz, la espada, la corona y el régimen de encomienda que ha dejado a los indios latinoamericanos en general y mexicanos en particular en tan complicada situación de supervivencia, el legado de León Portilla contiene claves, elementos históricos y filosóficos esenciales para valorar, desde la inteligencia educada (que es la que compete al muy académico ámbito cervantino), el significado y la presencia social de las etnias desaparecidas o aún en lucha por subsistir en medios que, como el nuestro, siguen siendo brutalmente agresivos contra los más débiles.

Empero y a todas luces, no sería tan monumental aportación cultural y específica lo que pretendió reconocerse a nivel internacional, sino la forma caricaturizada del lenguaje de protesta, incluidos la vestimenta de la galardonada y un discurso sembrado de desaciertos y evidencias de su prosa y peor conocimiento de la historia y la política. Lo demás: que si “la princesa”, como la dio en llamar su protector y pretendiente Fernando Benítez, tan dado como era a los excesos caprichosos, que si feminista, que si ingenua entrevistadora, que si amiga de los pobres, que si Sancha Panza y cuantas boberías y figuras retóricas se multiplican a su alrededor al paso de los días, resulta intrascendente porque lo que queda es lo que hay: la materia impresa de una expresión inferior a las grandes voces que ha dado el país, como pueden corroborarlo quienes leen, estudian, cultivan el saber y la crítica y saben, por consiguiente, de qué consiste la materia literaria.

Es de suponer que ante la terrible situación económica y social por la que atraviesa España, México representa una geografía idónea para las inversiones peninsulares. Enterados por voces “desde dentro del CONACULTA”, desde la “regencia” de Consuelo Sáizar se venía pujando a favor de su candidatura. No que se carezca de hombres y mujeres dignos de recibir el galardón, pero Elena reunía popularidad, apoyo tanto del régimen vigente como del lópezobradorismo y la simpatía irrestricta de algunas minorías activas que, supuestamente, gracias al galardón y a la satisfacción otorgada en su nombre, contribuirían a allanar el camino de acceso a los capitales, al menos no inconformándose.

Está de más insistir en que hay de lecturas a lecturas y que cada clase, gobierno o grupo social elige las voces que los representan y las que les ofrecen elementos para identificarse. Si no fuera así las telenovelas no existirían, tampoco los best sellers, el género del esoterismo encaramado a la astrología ni un lucrativo mercado en torno de la superación personal, incluidas las ramas anexas al espiritualismo “para todos”. Ya lo escribió Levin L. Schücking: el gusto literario es ondulante y caprichoso, aunque invariablemente fiel al carácter de la época. En términos sociológicos, refleja con indudable claridad las relaciones que existen entre la sociedad, el artista y el público.

En Elena Poniatowska debemos ver y reconocer al México que la aplaude, la admira, la sigue y la consagra, lo que no es mérito menor. Con Cervantes o sin él, su sintaxis y su lenguaje en general están más cerca del habla de los más que de esa belleza sin par de que son capaces las palabras y la música, pero que, como los vinos fuertes, no todos pueden ni quieren disfrutar ni paladear. La pregunta esencial, sin embargo, continúa en el aire: ¿Por qué el Cervantes?

¡Qué recuerdo! Una experiencia única

Llegué llena de palabras.
Al ver al público, me quedé sin habla.
M.R

Toda presentación en público es una moneda al aire. Nada, sin embargo, como la innenarrable conmemoración de “1539-1989, 450 años de Imprenta en México”. Un “melífluo” (como lo calificó Octavio Paz) Víctor Flores Olea, investido con las luces fundadoras del CONACULTA, me invitó entre fórmulas estrambóticas y con anticipación a impartir la última de “4 conferencias magistrales”, que se llevarían al cabo en la Pinacoteca Virreinal del Exconvento de San Diego los martes 5, 12, 19 y 26 de septiembre de ese año. Guillermo Tovar y De Teresa, Miguel León Portilla y Efraín Castro completaban la lista de “prestigiosísimos” intelectuales que “desplegarían su erudición” sobre un tema inseparable del desarrollo de la doctrina cristiana y del español en esta tierra. Está de más insistir en la solemnidad con que la que el pastoso Víctor me advirtió que sería “un ciclo de lujo” para afianzar los innovadores bríos de su política cultural. Así que no podía desmerecer ante competencia tan ruda.

Durante un mes febril me concentré en la escritura del ensayo. Los “Nuevos papeles” era de suyo un texto difícil y, a petición de Víctor, pensado para especialistas, historiadores y “un público exigente”, aunque ya se sabe que, según la mala costumbre de menospreciar el trabajo intelectual, no causaría honorarios. La paga consistió en el honor de ver mi nombre en invitaciones ostentosas que quién sabe a dónde fueron enviadas. Así que corregido hasta en pormenores, editado, impreso, cuidado, repasado y dispuesto en la carpeta que llevaría esa tarde con la responsabilidad de ser la que cerrara el ciclo, hice lo propio con mi arreglo personal para estar bañadita, perfumada y bien presentada ante la selecta concurrencia.

Acompañada del entonces esposo, mi hija y tres o cuatro amigas suyas, llegamos antes de la hora señalada.  Nos recibió Virginia Armella, directora de la Pinacoteca y a la sazón madre del Pedro Aspe, poderosísimo Secretario de Hacienda. Al punto anunció que Pedro estaría presente con otros funcionarios “de primer nivel”. Por supuesto, nunca llegaron los tales funcionarios, ni siquiera los obligados del CONACULTA; tampoco los llamados especialistas, académicos o equivalentes. La escena era una fiesta de equivocaciones y ni el más incauto podría suponer que alguien se había tomado la molestia de organizar el evento.

Aquello era un correo de mentiras. Llovía desde temprano. El frío calaba en un recinto solitario, cuyas piedras se antojaban más piedras y más heladas ante la ausencia de luz. No había piso ni cuadros ni gente que entibiaran tan tremenda soledad. Virginia nos condujo a su oficina, donde nos pidió esperar en un figón vecino “mientras llegaban los técnicos de Televisa e Imevisión, el público y los invitados (“más de cien personas confirmadas por el interés que despertaba mi presencia”). “Ya saben, agregó, cómo se complica la ciudad con la lluvia…” Con una de sus hijas, se apersonó Yolanda Mercader, encargada del evento,  y un sujeto de modales exquisitos que preguntó mis generales “para presentarme al público”. El interrogatorio comenzó con una pregunta que me puso a temblar: “A qué se dedica usted…?”

Pasamos casi una hora en el figón aledaño. “Lo que sea, debo enfrentarlo”, les dije a mis acompañantes, a pesar de que los enviados de Virginia Armella insistían en que aguardara afuera un poco más porque los de la televisión ya venían en camino. En la entrada de la Pinacoteca había dos señoras muy repingadas que creí conocer, pero nunca identifiqué.  Lo que me aguardaba era más bizarro que surrealista y, en eso, Antonin Artaud se quedaba corto: tragafuegos, prostitutas, viejos desdentados, ciegos, cojos y acaso sordos, pordioseros, pepenadores, malabaristas callejeros, teporochos…  la Corte de los Milagros de La Alameda Central y sus alrededores.

Unas velas esmirriadas iluminaban la excapilla de San Diego. Nuncá llegó la luz, literalmente. La lluvia se convirtió en tormenta. En penumbra se sentían con violencia los goterones y rayos relampagueantes que, por instantes, alumbraban las caras del “respetable”. Los acarreados aguardaban expectantes en sus asientos. Bajo un murmullo extraño percibí el peso del silencio.  Al punto me di cuenta de que lo importante para ellos era que aquello terminara para atacar charolas y mesas dispuestas con las viandas. Pasé al estrado. Observé… La concurrencia me miraba abrazada a bolsitas de plástico muy bien dobladas en el regazo. El hedor era casi insoportable: gestos del hambre y picaresca pura atraída por la oferta de “vino de honor y ambigú”.  En los ojos inmensamente abiertos de Sofía, mi hija, leí una mezcla de asombro y desafío a vencer. Imposible negar que, al principio, se me puso la cara roja de vergüenza. La adrenalina me invadió de punta  punta. Gastón García Cantú, a excusa de su “mal estado de salud”, se sentó en la última fila, seguramente para salir huyendo.

Puse mis páginas al lado de mi bolso. Inhalé y exhalé. A sabiendas de que se trataba de una prueba de humildad, decidí improvisar porque de ningún modo les faltaría al respeto al negarme a hablar. La situación era difícil. Virginia desapareció. Me armé de valor y poco a poco comencé a contar una especie de historia para niños sobre el viaje de las palabras traídas por mar, la magia de la escritura, la fabricación del papel, el mito de Quetzalcóatl y la sabiduría de los antiguos toltecas. Reiteré el orgullo de su pasado, lo que cada uno compartía con una historia de dioses, de lenguas y prodigios. En la actitud respetuosa de esa gente que apenas parpadeaba y de vez en vez aplaudía a rabiar, como en las funciones de títeres en los parques, iba midiendo los tiempos y el rumbo del mensaje. Concluí con el relato del espejo humeante y los engaños de Huitzilopochtli…

Silencio total. Nadie se movía.

“Cuenta más…. Cuenta más”, se oyó un grito por ahí, salido de la penumbra. Luego, a coro: “sí, sí, cuenta más…” Y rocé la magia de la imprenta y el poder transformador de las letras…

Al final, todos contentos. La picaresca se apelotonó alrededor de los meseros y, a puños, comenzaron a llenar sus bolsas del súper con galletas, bocadillos y pastelitos, como fueran cayendo. Distinta a los tragones burgueses pintados en su mural por Diego Rivera, la Corte de los Milagros se hacía del vino blanco o apuraba el tinto intercalado de coca colas que bebían de corrido y cambiaban por la siguiente copa hasta agotar el último sorbo. Sin tardanza, corrían después a rodearme entre empujones con su bastimento bien surtido y mejor resguardado. En segundos las charolas se vaciaron. Inclusive ayudé a algunos a servirse. Un chimuelo de gorrita tejida llena de agujeros que exhalaba los humores de las cloacas me dijo, conmovido, que nadie, “ni los otros que vinieron antes” les “había platicado cuentos tan bonitos”. Con trapitos o falditas que mal y poco cubrían su pubis, un trío de prostitutas pechugonas con las medias rotas, escotes pronunciados y tacones pelados quiso sacarse “unas fotos con la señorita” para enseñarlas a sus amigas. “Ándale, Manita, no seas malita: arrímate para acá…” Y “Manita” se arrimaba, y sonreía y saludaba de mano o platicaba, según lo fueran pidiendo.

La “conferencia magistral” concluyó con una lección que me dejó llorando toda la noche. Sentí vergüenza por mi vanidad, por creerme superior, por mi falta de compasión, por tonta... A su vez me indignaba la farsa institucional. Al mismo tiempo experimenté un extraño alivio por haber hecho lo que hice y haber permanecido hasta el final sin correr al baño para lavarme las manos cada vez que alguien me tocaba.

Por su orden, a partir del día siguiente busqué a Guillermo Tovar, a Efraín Castro y a Miguel León Portillo. Les pregunté cómo les había ido. Los tres, entre evasivas y lugares comunes que revelan el supiritaco compartido, ni siquiera reconocieron que huyeron a tiempo al toparse con idéntico espectáculo. Los tres suspendieron su lectura y se fueron como llegaron: con sus papeles en mano, decididos a mantener en secreto la experiencia. Ninguno quiso hablar más del asunto. Le narré a Miguel lo sucedido y fue el único que lamentó no haber hecho lo propio. Al mes siguiente, Efraín publicó en un folleto mis Primeros papeles y Excélsior destacó el ensayo en Primera Plana.

Días después vino a casa Víctor Flores Olea. Con tamaña cachiza se disculpó por “no haber podido llegar; pero me informaron que tu conferencia estuvo muy concurrida y fue un éxito”. Sonreí: ¡los burócratas son increíbles! Sí, repuse, “el respetable agradeció como pocos. Los invitados comieron y bebieron muy bien y no me fui hasta despedir al último. Te agradezco la deferencia.” La vida es una broma y la política cultural, una mascarada. Esto de creerse intelectual es pura fantasía.

Si bien la conmemoración “oficial” de los 450 años de la imprenta en México se redujo a una experiencia inaudita, el mundo de las conferencias deja mucho qué desear en este medio: sabemos cómo comienzan, nunca cómo y entre quiénes terminan. Así como descubro auditorios llenos cuando especialmente en provincia publicitan el evento, otras veces los estrategos discurren hacerse en el momento de alumnos de secundaria y preparatoria para evitar que el conferenciante “se sienta como en casa”; es decir, en la soledad de su mesa de trabajo. Lo raro es tener que dirigirse al batallón de pordioseros, putas, cirqueritos callejeros y teporochos que, a cambio del “vino de honor”, estén dispuestos a participar de un espectáculo bizarro.

Invitaciones, sin embargo, nunca faltan. Tampoco la sorpresa habitual del anfitrión cuando le hago saber mis honorarios. “Cómo, maestra, usted cobra?” “¿Y usted no?” Contesto con ironía sin ignorar la respuesta, aplicable por extensión a colaboraciones periódicas y entrevistas: “Ya sabe usted cómo son las cosas… No tenemos presupuesto... Pero, por única vez, háganos usted ese favor…” Así es el surtidor de la cultura subsidiada que corre en paralelo a la oficial y sujeta al presupuesto proveniente del erario del Estado.