Intolerancia y libertad

foto por: telegraph.co.uk

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Del propio miedo al golpe del dominador y de la vara religiosa al dictado del más fuerte,  lo único indiscutible es que la libertad es algo tan relativo como complejo, frágil y solo definible en atención al contexto. De suyo es imprecisa, salvo cuando no se tiene. En eso se parece a la salud y quizá también al amor que no son permamentes ni sólidos ni infalibles. Siempre hay algo que oprime, alguien que esclaviza y situaciones, prejuicios, normas, costumbres, dictados y creencias que limitan de todos los modos posibles: mediante la mirada del otro, con sanciones directas, amenazas, juicios devastadores, discriminación, agresiones y repudio a lo distinto y ajeno.  Si bien la sujeción oprime y entraña un estado de violencia, ser libres nos hace tan vulnerables que hay que establecer categorías para atinar con cierto equilibro entre la digna autodeterminación, el orden establecido y la posibilidad de pensar y conducirse consciente y sabiamente.

Al margen de lo que las normas determinan, quien se aventura más allá de lo aceptado y permitido social, política, territorial y religiosamente se convierte en transgresor. Y transgredir tiene un precio, aunque el castigo conlleve su recompensa. Lo supo Sócrates y antes que él Protágoras. Uno y otro, con finales y determinaciones diferentes, pusieron a prueba a la democracia ateniense y transformaron la historia. Ninguno ignoró que la inteligencia es riesgo y que la tolerancia, en todo tiempo y lugar, es el eterno ideal cubierto de espinas. Razonar y ser libres son atributos que, no obstante humanos, solo se ejercen por unos cuantos, aunque sus beneficios se derramen después sobre lo que Sócrates calificó de “rebaños”.

Entre los personajes trágicos, Antígona atentó contra “las leyes de la ciudad”. Por defender el honor familiar desafió el dictado de los mismísimos dioses y prefirió suicidarse antes que acatar el letal veredicto del tirano. Del helenismo al imperio romano, de la Edad Media a la Contrarreforma y ni qué decir sobre la Inquisición y la larga memoria negra del cristianismo, no hay época, credo ni geografía sin infamias cometidas en nombre de Dios, de la fe, de los profetas o del interés de sus ministros y gobernantes. Inclusive algunos de los debates menos resueltos de la era moderna siguen siendo los límites entre la intolerancia y la libertad, entre lo prohibido implícitamente y lo permitido de manera explícita, entre las conquistas civiles y las atribuciones divinas o divinizadas: cuestiones que, por inseparables del fanatismo, ponen en duda principios éticos relacionados con el compromiso crítico de la razón frente al derecho y la dignidad.

A pesar de que la libertad de expresión preside las mayores conquistas de nuestra época, no han cesado la coacción, las persecusiones ni los atentados contra quienes la ejercen. El 14 de febrero de 1989, el ayatolá Jomeini condenó a muerte al escritor anglo indio Salman Rushdie por supuestas “blasfemias” contenidas en su novela Versos satánicos. Obligado por la fatwa a confinarse en una trampa sin salida, Rushdie se convirtió en víctima emblemática de un fanatismo político/religioso que 26 años después, el 7 de enero de 2015, situó al semanario satírico Charlie Hebdo  en referente universal de los crímenes cometidos por fundamentalistas islamistas, con un saldo de 11 heridos y doce muertos.

La noticia de esta acción terrorista se divulgó en el mundo mientras yo leía en la autobiografía de Rushdie, Joseph Anton. A memoir, que una sentencia religiosa se sitúa por encima del derecho y no hay autoridad civil que pueda frenarla. Por eso, al enterarse de su condena por un periodista de la BBC, sintió el rayó: "Soy un hombre muerto", pensó. Sin embargo, en vez de discurrir con prudencia, se lamentó en la televisión por no haber escrito un libro más crítico. Ante su imposibilidad de rezar a causa de su declarado ateísmo, su reacción fue alardear y hasta bromear por nerviosismo:

"¿Por qué dije esto?  -escribió-. Porque cuando el jefe de un Estado terrorista acaba de anunciar su intención de asesinar en nombre de Dios, uno puede o bien bramar o bien farfullar. Yo no quería hacer esto último. Y porque cuando se ordena asesinar en nombre de Dios, uno empieza a pensar menos bien del nombre de Dios. Después pensé esto: si existe un Dios, no creo que esté muy preocupado por los Versos satánicos; no tendría mucho de Dios si podía verse sacudido en su trono por un libro. Por otra parte, si no existe un Dios, tampoco se sentiría muy sacudido por los Versos satánicos. De manera que la querella no se da entre yo y Dios, sino entre yo y aquellos que -como nos recordaba en una ocasión Bob Dylan- piensan que pueden hacer cualquier maldita cosa porque tienen a Dios de su parte."

Rushdie pasó por alto el hecho de que, en tratándose de un terrorismo de Estado, Dios o su idea de Dios está efectivamente del lado del Estado, no al servicio del transgresor. Así la respuesta de los sobrevivientes de Charlie Hebdo, que respondieron al crimen cometido contra sus colegas con la publicación de un número más satírico, más “blasfemo” y desafiante quizá para demostrar que la libertad no solo es la corona del juicio crítico, sino lo que mejor encumbra la dignidad humana. Tal es el valor del hombre libre que inclusive está dispuesto a arriesgar su vida con tal de defender esta conquista que en caso alguno puede dejarse en manos de ningún grupo fanatizado, de ningún gobernante ni menos aún bajo el control de quienes aterrorizan y coaccionan para imponer sus propósitos.

El problema de la intolerancia sin solución ha transitado, sin embargo, de lo indignante a lo trágico, de lo inaudito a lo posible e inevitable para rematar en una verdad sin regreso: tanto Rushdie como los caricaturistas franceses desafiaron al Islam tradicionalista, alto representante de la intransigencia de nuestra época y en su sentencia ya se han encadenado otras víctimas, entre heridos y asesinados, sin descontar atentados varios y no menos terroríficos, como el de las Torres Gemelas de Nueva York. Parece infructuosa la lucha por vindicar el derecho de todos los pueblos a expresar ideas y creencias y a expresarlas críticamente en base a una mutua tolerancia, libre de censuras o de posibles intimidaciones.

Ante el embrollo creciente, cabe preguntarnos ¿cuál es la orilla donde la intención crítica se vuelve profanación? Acaso para un ciudadano inglés, para un estadunidentes o cualquier europeo, en cuya sangre fluye el arte de hacer y decir cualquier cosa, no existe distancia entre la noción de libertad y la capacidad real de ejercerla sin arriesgarse a la fatalidad: un hecho completamente alejado de la realidad de millones de víctimas de teocracias, corrientes religiosas fanatizadas y poderes dictatoriales que en casos como los más nefastos de nuestra América, han provocado ríos de sangre por hechos tan simples como discrepar, apelar al derecho, denunciar u oponerse al tirano.

Atribuida a los sabios desde la antigüedad remota, la libertad no es ni ha sido valor universal incondicional. Es un derecho probatorio de la inteligencia, con límites implícitos, condicionantes y circunstanciales que, en sociedades cerradas, entraña consecuencias espantosas. Recuérdense si no, los peores ejemplos dictatoriales de Cuba, Argentina, Chile… la Venezuela de hoy… Por sobre cualquier interpretación, un hecho es indiscutible: no hay nada teórico en los límites persecutorios del fanatismo. En el cumplimiento de la fatwa, se cuentan otros episodios sangrientos que demuestran cómo en lo religioso no hay conciliación ni escondites posibles: en París, al publicarse la condena  contra Rushdie, un comando terrorista decapitó al ex primer ministro iraní Bajtiar y, en Alemania, a un cantante disidente lo despedazaron. Sus partes quedaron abandonas en una maleta. En unos cuantos meses, a partir de febrero de 1989, los fundamentalistas incrementaron el alcance y la ferocidad de sus amenazas. Ettore Capriolo, traductor al italiano de los Versos, fue apuñalado en Milán. Corrió con suerte, a pesar de las heridas en el cuello, en la nuca y en el torso. El traductor de esta obra al japonés, Hitoshi Igarshi, en cambio, fue brutalmente asesinado el 12 de julio en la Universidad de Tsukuba, a 60 kilómetros de Tokio.

Rushdie reitera en su autobiografía que ni siquiera imaginó al escribirla que su novela desataría tal tormenta, más aún si previamente había sido celebrado inclusive por iraníes e islamistas en general por “encumbrar” su cultura. Tras padecer un martirio durante más de dos décadas, quedó convencido de que hay más trama política que religiosa en el terrorismo de los fanáticos. Reconoce que las sociedades musulmanas y principalmente petroleras fueron vulneradas por intereses económicos del capitalismo occidental y que el infierno se desató cuando el ya fallecido ayatolá Jomeini, en pleno triunfo del fundamentalismo religioso iraní, expulsó al occidentalizado Sha. Al punto decretó en nombre de Dios la observacia de la más cerrada religiosidad y, con ella, el fin de los derechos y libertades no contemplados en el Corán. Lo demás es historia en curso…

Estamos ante una situación compleja y representativa de los contrastes de nuestro tiempo. En las víctimas del terrorismo han recaído algunas consecuencias de cuando menos tres actitudes extremosas de la actual realidad política: una, la indudable intolerancia de Estado que prevalece en el mundo, no solamente en teocracias islámicas; dos, la libertad de expresión no es panacea incondicional ni derecho capaz de saltar por sobre el sentido común; y, tres, en épocas de persecusiones, no existe refugio en el que no recaiga la consecuencia de haberse atrevido con un acto de libertad.

Así como la historia es una lección viva de las bajezas de que son capaces los hombres, también enseña que gracias a la valentía de los menos podemos decir que por sus logros somos mucho más libres que los que nos antecedieron. Más libres, más conscientes del valor de la dignidad y mejor dispuestos para defender el alto sentido de la tolerancia.

¿Merecemos esto los mexicanos?

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No son 20, 30, 40 ni 50 los desaparecidos. Son miles de secuestrados y/o asesinados durante los años recientes sin que, a la fecha, las autoridades cumplan el deber de informar sobre la compleja trama de una criminalidad que tiene en vilo a la población. Quemados, desollados, vejados, cosidos a balazos, desnudos o vestidos, aparecen cadáveres o sus restos por decenas o cientos en fosas dispersas por los cuatro rumbos. Aquí, como con los chichimecas: “naiden vido nada, naiden supo nada, naiden es cómplice de naiden…” Tampoco hay funcionarios coludidos y nuestra clase política es el orgullo de las generaciones: producto de un empeño sostenido para convertir el estilo de gobernar en modelo de eficacia y probidad.

Ironías aparte, lo cierto es que los malos parecen más listos que los buenos o quizá todos son tan malos, pero tan malos, que en la otra orilla solo quedamos los que ingenuamente creemos posible un México menos vergonzoso y brutal. Con sistema educativo tan precario, no es difícil entender por qué “la inteligencia” y su complementaria investigación no le arrancarían un pelo a Ágatha Christie ni plantearían una incógnita elemental a Sherlock Holmes. Mientras que los franceses sometieron a los terroristas en menos de 24 horas y se puso en alerta una amplia red de espionaje (que a fin de cuentas probó sus fallas), aquí pasan meses y años inventando discursos, galimatías y enredos para cargarse a los inocentes y dejar impunes a los culpables.

No se les pide perfección, sino responsabilidad. Del Procurador para arriba y abajo se participa del mismo torneo de mentiras. No hay un valiente que se atreva a contradecir. Las “autoridades” arrojan cuentos carentes de lógica e imaginación, trátese de autodefensas, sediciosos, narcos o lo que sea, que da igual. El trato que se nos da a los mexicanos es humillante. Y esto puede, pero no debe seguir.  La justicia brilla por su ausencia.  ¿Qué se oculta? ¿A quién o a quiénes se está protegiendo, para qué y por qué?

A los militares, ni tocarlos. La policía… ¡que Dios nos libre! ¿En quién confiar? Está tan intricada la red de complicidades que, como el Nudo Gordiano solo destruido por el hachazo de Alejandro el Grande, aguarda al héroe que se atreva en su punto más vulnerable con un golpe de espada. De pésima memoria y amplia tolerancia para la perversidad, el país dio carpetazo a los feminicidios con el mismo descaro con que se lanzaron a la indiferencia, la fatiga o al olvido los crímenes contra los migrantes. Ni qué agregar sobre el desfile de ofensas impunes, violaciones y abusos sexuales por parte de curas, maestros y “machines” sinvergüenzas... Y todo lo demás.

Con una justicia tan degradada como la sin embargo débil democracia, la corrupción hace posibles las infamias más innimaginables… Y todo, en apariencia, sigue igual: el enojo impotente de las víctimas, el dolor sin protección del Estado, la inseguridad y la costumbre de amañar la verdad, alterarla u omitirla. Respecto de renglones no menos gravosos destaca la desfachatez con que los partidos políticos eligen entre la porquería a sus candidatos. Y lo asimilamos chistando o sin chistar, pero con el mismo complejo de inferioridad del “agachado” histórico.

Que no se diga que esto es democracia.  Propia de dictaduras, teocracias y regímenes fundados en la complicidad delictiva, la realidad ya ni enmascara su fondo cenagoso. Hay que insistir, aunque la mayoría no lo valore: solo mediante el desarrollo de la cultura habremos de salir de este embrollo. Educación, cultura, ideas, crítica, arte vivo, conocimiento: debemos reorientar nuestra inteligencia para rescatarnos, no para lamentarnos ni aborrecer al país.

Julio Scherer

Clavaba en el otro su mirada de águila, y una de dos: se la sostenía a duras penas o se corría el riesgo de sucumbir a sus alegatos. Suave en apariencia, buen conversador y con el ojo en alerta sobre los aspectos espinosos de la política, fue periodista de cuerpo entero. Como era frecuente en el México de su juventud, se formó “desde abajo” en la prensa y  llegó a dominar el oficio. Lo enriqueció con dosis de intuición y talento para olfatear y “reportear” la noticia, desplazarse con habilidad en medios aún hostiles y denunciar lo que su honestidad demandaba.  Como director de Excélsior, elegido por la Cooperativa en 1968, tuvo el acierto de atraer intelectuales y representantes de varias vertientes para emprender una línea crítica que situó la calidad y el prestigio del diario a nivel internacional.

Caló la temperatura de su hora. Fernando Benítez, de tiempo atrás y principalmente en el extinto Novedades, dotó de vida y carácter al suplemento cultural, donde formó o al menos contrató a numerosas personas que, directa o indirectamente, se sumarían al exitoso proyecto de Julio. Congregar el empuje de una generación inconforme que, producto del Baby Boom, abultaba las aulas de la Universidad y la libre expresión, en pleno dominio del autoritarismo echeverrista, incrementó considerablemente el número de lectores, pero también dejó en claro cuán importante puede ser el poder de la palabra, a pesar de las deficiencias educativas del país, o tal vez por eso mismo. Al superar sus indudables aciertos con la dirección autónoma de Octavio Paz en Plural, Scherer advirtió que después del Movimiento Estudiantil no era posible continuar supeditando la opinión pública ni la función de la prensa a los dictados  presidencialistas. 

No hay que olvidar que la prensa dependía económicamente de los anuncios oficiales, que la Secretaría de Gobernación controlaba el papel e inclusive voceros y repartidores estaban enchufados al sindicalismo charro. Los rangos de movilidad eran limitados no solo en lo público, también en lo privado. Los colaboradores apenas recibían paga por sus escritos o, en el peor de los casos, daban por gratificante el solo hecho de aparecer en el diario. Había que discurrir argucia y media para mecerse entre el poder y las letras, entre el poder y la prensa y entre el poder y las urgencias financieras. De ahí que se fortaleciera la necesidad de que tanto políticos como periodistas y voces críticas cultivaran relaciones de amor/odio, mutua necesidad y atracción/rechazo entre ellos hasta que Echeverría cometió la torpeza de romper con lujo de violencia un equilibrio que, en su circunstancia y de haber entendido su significación, le hubiera sido enormemente provechoso. Pero Echeverría nunca se distinguió por sus luces, menos por su sagacidad ni por su agudeza política.

En lo que a Julio respecta, agregó el acierto de fundar, como parte de Excélsior, LA revista Plural con Octavio Paz que por sí misma habría de marcar un hito en la historia de las publicaciones culturales. Tras su sonada renuncia a la Embajada de México en India a causa de los sucesos sangrientos, Paz respondió con creces a la vanguardista apertura de Scherer y uno en el periodismo, el otro en cuestiones de arte, letras y pensamiento, ambos establecieron formidables vasos comunicantes. No obstante breve, este fue el periodo de oro del periodismo político y cultural mexicano, a pesar de la escasa y por demás ostensible presencia femenina entre las firmas.

 Hombre recio y de grandes contrastes, recuerdo cómo sonrió con inocultable satisfacción cuando, entre desacuerdos y burlas veras, le dije: “Julio: tú eres de los que por las buenas es bueno y por las malas, peor”. Enfatizaba el sustantivo “¡señora!” al hablar conmigo y con otras mujeres a quienes no dudaba en tratar con extrema cortesía, no siempre cómoda. Escuchaba inclinado hacia delante y la cabeza ladeada, con ojos y oído clavados en las palabras. Cuartillas en mano, prefería el lápiz para garabatear, tachonar, agregar o quitar apostillas que quizá solo su fiel secretaria entendía.  Era obstinado, de los que peleaban a muerte, sin conceder ni perdonar. Encerraba al rival contra la pared y a regañadientes compartía con sus pares la certeza de que había que dejar una rendija para dejarle escapar. Después, alguna evocación enojosa lo reanimaba y volvía a arremeter. Tardaba en aceptar reparos, aunque a poco y a veces, dejaba caer algún indicio de rectificación salvo en casos, como la ruptura con García Cantú, que le provocaba un ostensible disgusto, quizá porque nunca resolvieron sus diferencias.

El olvido no fue lo suyo ni bajaba la guardia. No por nada repetía el episodio del golpe a Excélsior en cualquier ocasión. Lo escribía y reescribía hasta el agotamiento y a pesar de que para las nuevas generaciones está lejos de significar lo mismo que para sus protagonistas. Lo relataba escarbando renovadas razones para abundar en la agresión que sufrieron él, el diario a su cargo y sus colaboradores y también los lectores. Sabía que, pese a otros aciertos, su revista Proceso ni de lejos se acercaría a los logros del glorioso periodo 1968-1976 en que él y un puñado de mexicanos hicieron posible lo que parecía imposible.

Guardó un encono desmesurado contra su otrora gran amigo Gastón García Cantú, a quien, a la salida del también “incómodo” y antigobiernista autor de “El estilo personal de gobernar”, Daniel Cosío Villegas,  invitó a colaborar los viernes en  ese mismo espacio de la Página Editorial.

Eran de talantes similares, inteligentes sin duda, apasionados de la política, polemistas e igualmente batalladores. Uno y otro, con sobradas y fundadas razones, se ufanaban de su autonomía moral y mutuamente se reconocían por cultivar un nacionalismo a toda prueba. Julio no se cansó de acusarlo de “traidor” y Gastón, en lo propio, respondía que no era ni sería su “rehén”. Nunca acepté, ni siquiera a la muerte de Gastón, servir de correo y menos aún partícipe de sus respectivos recelos; sin embargo, cuando Julio se empeñó en devastar su memoria en uno de sus últimos libros, tuvo la decencia de mostrarme el texto al que me opuse con energía y no pocos argumentos.  Al fin, a tiros y jalones que ameritaron algunos encuentros amistosos, rectificó al aceptar –no sin dificultad- que sus rivalidades personales afectaban sus juicios. Lo cierto es que quedó mucha miga de historia contemporánea en esta relación de dos amigos que se fueron a la tumba añorándose y maldiciéndose mutuamente.

Varias veces, en público y en privado, oí decir a Julio que las críticas de Gastón enfurecían a Echeverría, especialmente porque se avecinaba el “destape” y no quería ruido que enturbiara el proceso sucesorio. Comenzaron sugerencias para que “bajara el tono”. La inconformidad se extendió y vino la orden de sacar “al del segundo apellido”, pero Julio, valiente como fue, no cedió; luego, el Gobierno ordenó a todas las dependencias oficiales retirar los anuncios y, tras enfrentamientos varios, jalones directos e indirectos, conversaciones infructosas, más presiones y amenazas, se dejó venir la debacle que tanto se ha descrito, publicado e interpretado.

Pasada la tormenta, Julio fundó y se concentró en Proceso; Gastón aceptó la dirección del INAH y fue criticado y atacado por ello en la revista del amigo. Brotaron así sus primeras desavenencias. Eventualmente colaboró en Siempre! y, años después, regresó a Excélsior bajo la dirección de Regino Díaz Redondo, para escribir semanalmente en la Primera Plana, algo que Julio, en definitiva, consideró imperdonable.

Lo importante es recordar que con Julio Scherer se va un capítulo importante en las batallas por la democracia. Con él, también, va desapareciendo un modo de ser que caracterizó a los hombres de su generación, resultado de aquel México cerrado en el que, para sobrevivir, solo había dos caminos: plegarse como “hombre del sistema” y compartir canongías y beneficios o desafiar el dominio piramidal mediante habilidosos capoteos o enfrentamientos temerarios.  Pienso en la intensidad y los excesos de aquellos hombres inmersos en un país en el que todo o casi todo estaba por hacerse y me repito, una vez más, que hay que atreverse con esas biografías para llegar al hueso de la memoria, a lo más oculto que solo se ha examinado hasta ahora en la superficie.

Annus Horribilis

La vuelta fechada del calendario reanima cíclicamente el pensamiento mágico. Que lo nefasto se disipe, lo grandioso nos abarque, la felicidad nos alcance, nada lamentemos y ocurra el milagro esperado: esto y más se ruega al inicio de cada año. Inherente al sentido de lo humano, el mismo clamor se escuchó en ocasiones señaladas hace miles de años en Atenas, en Luxor, en Babilonia, en Tebas, en Persépolis o en Roma y en nuestra casa hoy, en la del vecino y en una remota aldea de la Bolivia profunda. Tan vieja aspiración, sin embargo, no impidió ni aún evita la adversidad, aunque ya nadie ignora que lo grave y brutal es menos dramático en sociedades organizadas, donde la civilidad supera la barbarie, donde existen niveles medios de educación, la mayoría no sufre indignación ni miseria y tanto gobernantes como gobernados están expuestos a someterse a las consecuencias de sus actos.

Platón ilustró nuestra dualidad con el mito del carro alado, cuyo auriga (el alma o intelecto) trata de conducir en equilibrio a los dos caballos: uno noble y otro vil. En tanto y el primero pondera los beneficios de la virtud, el segundo representa los impulsos comunes que sin el gobierno de la racionalidad causan daños tremendos. El corcel brioso es indómito, agresivo e intimidante. Basta un solo vistazo para comprobar lo que su índole es capaz de provocar a sí mismo y a los demás. Al respecto, invariablemente asocio la realidad mexicana a esta batalla metafórica entre civilización y barbarie, en la que el equino más bruto aventaja en potencia al de buena raza y deja mal parado al infeliz y por demás torpe auriga. Si bien el pasado arroja ejemplos a puños sobre la torpe conducción del carro nacional y la supremacía de lo adverso sobre lo racional, el 2014 se encumbró en la historia contemporánea como un verdadero Annus Horribilis al que no faltaron catástrofes naturales, criminalidad, episodios sangrientos, abuso de poder, corrupción, engaño, rapiña, ingobernabilidad, desempleo, marginación étnica y femenina, ignorancia, pobreza....

Al descubrir el carácter telúrico que impera en México comencé a preguntarme por qué en nuestra cultura es más visible y dominante la parte salvaje, sanguinaria, impulsiva y claramente asociada al embustero, mañoso y perverso Huitzilopochtli. La deficiente formación es indudable, aunque debe haber otra explicación de por qué nuestro pueblo es tan proclive a ceder a su parte adversa en vez de cultivar su razón, como otras culturas se han distinguido desde la antigüedad remota, no obstante sus defecciones. La ausencia de filósofos y escasez de pensadores no es en este sentido mera casualidad. Debe haber, sí, una causa que no acabo de descifrar de por qué la brutalidad, el maltrato a mujeres y niños que encumbra el machismo y esa horrible tentación a rechazar lo bello, refinado y culto producen tanta incomodidad perversa  no únicamente a la clase política, sino al grueso de la sociedad.

Salvo por sus siempre notables no obstante minoritarios alcances de la razón y la moral,  por consiguiente, el hombre es tan poco original como temeroso, desvalido, codicioso e ingenuo al pretenderse superior y excepcional. Y es por este filón por el que la esperanza se intensifica, alimenta la fe religiosa y aviva el sueño de properidad que se repite cíclicamente. Hoy, a propósito del inicio del 2015, nada es más intrigante que ese universal temor revestido de felicidad, de paz o siquiera de bienestar: algo que, a todas luces, la realidad nos está negando.

Y eso es lo fascinante: confirmar que nuestra naturaleza está supeditada a ciclos de toda índole, a rituales y hábitos que, no obstante traídos de lejos y practicados en distintas lenguas y entre liturgias cambiantes, corresponden a la ancestral urgencia de creer en un poder superior que, supeditados a él,  haga posible lo que deseamos y nos rebasa. Las voces de creyentes o no creyentes se congregan al término de un ciclo y comienzo de lo nuevo en el mismo empeño de paz, felicidad, prosperidad y otras peticiones comunes. A reserva de que a la mañana siguiente la dinámina del corcel impetuoso siga haciendo de las suyas, durante una pausa el mexicano pasa por alto el peso de lo real y se entrega sin concesiones a la esperanza promisoria.

 “Año nuevo, vida nueva” es una mera fantasía. Sin compromiso de por medio, sin acciones concretas, la tendencia nefasta empeora lo no resuelto, lo aplazado se complica y los saldos de dolor se acumulan si no nos sobreponemos a lo inevitable y resolvemos lo posible. La esperanza, sin embargo, brilla en lo alto como anuncio prodigioso y la gente de veras confía en que algo portentoso caminará con la llegada del enero de nueva cifra y el paso de meses que, por desgracia, ya anticipan que no será benéfica y mucho menos próspera y feliz la jornada que nos aguarda. Pero el hombre es el hombre, es el hombre, aunque falten augurios favorables.

Tras padecer un 2014 pavoroso, lo racional sería modificar el modo de gobernar para enderezar el general estado de injusticia e insatisfacción popular. Hay enojo, mucho enojo y escasea la inteligencia civilizadora. Los pensantes están tan marginados como millones de desheredados y no se vislumbra en el panorama mexicano la influencia de grandes o medianas inteligencias, como ocurriera en los días en que escritores y artistas iban a la vanguardia de una cultura promisoria. Sabemos cómo caímos en las desgracias acumuladas durante el año que ha concluido, pero la forma de sellarlo es un misterio.

El optimismo es alentador, pero hacer de la vida un sueño o promesa de bienestar puede ser lindo en el instante, pero no deja de ser engañoso y peligroso para todos. Desde pequeños nos hacen creer en realizaciones extraordinarias en vez de fomentar la cultura del trabajo, la conducta responsable y la solidaridad como complemento de la justicia. Pocos aplicamos, en nuestro pequeño o gran entorno, la recomendación de Alfonso Reyes de que debemos igualarnos hacia arriba y no hacia abajo, que hay que educar por donde vamos, así sea mediante una conversación circunstancial, y nunca conformarse con el estado de barbarie. A eso se refería al escribir sobre la responsabilidad moral de la inteligencia: a no dejar en manos de “los otros” un deber que a cada uno corresponde.

Es cierto que el Estado ha incumplido el deber de formar a las mayorías y gobernar con responsabilidad y decencia. Pero es inadmisible que continuemos observando con indiferencia cómo se borran las huellas de nuestro mejor pasado. Ese fue el triunfo de los colonizadores: aniquilar la memoria de los vencidos para adueñarse de su libertad, sus bienes y su dignidad. Lo que hoy sucede no es distinto, en lo esencial, a lo padecido por pueblos humillados al grado de volverse invisibles en su patria. Si no sabemos quiénes somos, de dónde venimos y qué representamos como grupo social es obvio que tampoco seremos capaces de precisar a dónde vamos y cómo prefiguramos el país que dejaremos a nuestros hijos.

Para que cualquier esperanza sea viable es necesario fincarla en la realidad. Por desgracia, aprendimos a confundirla con ilusiones. Por exagerar la función del principio esperanza México continúa padeciendo sufrimientos evitables. Quizá por mi vitalicia pregunta sobre qué es el hombre y a qué se debe su necesidad de repetir yerros y repetirse en la costumbre del engaño, he descreído de ese impulso que no cesa de “esperar” lo que no es ni podrá ser, aunque se desee con intensidad.  Para hacer soportable la verdad, tal anhelo se vuelve sueño  protector que en el momento otorga respiro, pero a la larga se revierte con altas dosis de frustración.  Tarde o temprano la realidad despierta al soñador, aunque persista en querer más porque nada es suficiente cuando se prefiguran ilusiones como motivos de felicidad. Así se alimenta, no obstante, una imagen de algo inalcanzable que trasciende la voluntad y las propias posibilidades que trasmutan en fuerza que gira en el vacío, en tanto y la vida sigue con exactitud su lógica desigual.

Miro atrás, reconozco el hoy y abro la página del día con la intención de que el noble corcel del carro platónico esté mañana menos humillado, menos pasivo y más creativo. Y sí, por no dejar, también formulo un deseo: que la razón sea capaz de disminuir las causas de cuanto nos avergüenza de esta bajuna realidad mexicana.

Belisario Domínguez: Memoria oportuna

La historia de México ha sido turbulenta desde el siglo XIX. Entre confrontaciones facciosas, abusos de poder, invasiones extranjeras, presiones eclesiales, inestabilidad social, dictaduras y la miseria como estigma de un pueblo aún incapaz de crear un orden político y judicial digno, nuestro país parece condenado a la ignomínia. Qué nos ha impedido crear una cultura democrática es la gran pregunta trasmitida de generación en generación. En vez de crear un régimen de justicia, la modernidad ha multiplicado a los criminales armados de una violenta crueldad. La corrupción crece a manos libres, las crisis nos igualan hacia abajo y el futuro inmediato se prefigura con nuestro fracaso como única herencia previsible.

En esta temperatura debemos recordar el trágico fin del patriota que creyó que la felicidad dependía de que los gobernantes, “cegados por la ambición”, dejaran de hacerse ricos a costa del Estado y procuraran la prosperidad del país. Solitario y valiente hasta su tumba, este noble idealista fue Belisario Domínguez y Victoriano Huerta el usurpador que ensangrentó la primera tentativa de democracia del México contemporáneo. El episodio que concluyó con su brutal asesinato puso de manifiesto que en un pueblo sin moral, todo está permitido.

Al morir Leopoldo Gout de manera súbita, en diciembre de 1912,  la vida de Domínguez, quien accedió a contender como su suplente en los comicios, dio un giro inesperado.  Recién llegado de Chiapas, tuvo que entrar en funciones en el Senado. Como la mayoría de los capitalinos, presenció con estupor los acontecimientos sangrientos. Es indudable que no perdió detalle de la asonada, del estado de sitio y del triunfo golpista que sellaron su propio destino. Respecto de la detención en el Palacio Nacional del Presidente  Madero y del Vicepresidente Pino Suárez, sus asesinatos respectivos y la subsecuente cadena de hostilidades, es de suponer que encendieron su ánimo y, enemigo político de Huerta, despertaron su decisión de actuar, “antes que vivir con la vergüenza de no hacerlo”.

Los sucesos de la Decena Trágica desencadenaron lo que más se temía: censura, persecusiones, el golpe de Huerta, mayor intervencionismo de Washington y crímenes a discreción. El senador Domínguez podría no tener un proyecto de nación pero sabía lo que no quería y lo que era inadmisible en términos éticos. Que era imposible permanecer callado ante “un gobierno de asesinos”, según lo calificó en 25 de abril de 1913 –día de su quincuagésimo cumpleaños- en la sesión extraordinaria del Senado, que sería breve y de carácter secreta. Si comenzó su intervención por  oponerse a la autorización para que los barcos estadounidenses permanecieran surtos en aguas mexicanas, su alegato derivó en lo fundamental de sus tesis: que el de Huerta era un gobierno espurió que restauró “la era nefanda de la defección y el cuartelazo”.

Al comprobar que ya era incontrolada la putrefacción política del país, el médico comiteco se concentró en un solo propósito:  combatir el cáncer que, como posteriormente haría decir al senador Aurelio Valdivieso ante la devastación criminal provocada por Huerta,  se había expandido a un Gabinete “de jóvenes muy cultos y talentosos”. Si bien el médico nunca bajó la guardia, en el segundo discurso proscrito y preparado para la tribuna del fatídico septiembre -mismo que pasaría a la historia como testimonio de su valía, gracias a la bisnieta de Francisco Zarco-, Belisario Domínguez se arrojó con todo para abatir al tirano: un  “soldado que se adueñó del poder por medio de la traición”. Lo calificó  de “impostor, inepto y malvado (…) Un traidor y un asesino (…) Un soldado sanguinario y feroz….” Tras insistir en que debían deponer su gobierno ilegítimo, pidió además a los senadores apoyar las demandas de los alzados de Norte. La reacción del enfurecido y alcoholizado Huerta, no se hizo esperar.

Huerta era un reconocido traidor desde el régimen de Porfirio Díaz, pero Madero era ingenuo.  El desconocimiento de Pascual Orozco –brazo armado de la revolución- y el cuartelazo emprendido por Mondragón y Ruiz al excarcelar a los sublevados Bernardo Reyes y Félix Díaz, anticiparon el golpe militar del 9 al 18 de febrero de 1913. Se lo advirtieron pero, sordo ante el peligro, Francisco I. Madero abrió las puertas al enemigo y nombró Secretario de Guerra al feroz Victoriano Huerta en octubre de 1912, a pesar de que las pruebas fehacientes de su bajeza podían apilarse por metros. En medio de una gran conspiración, derrocar al Presidente no sería aventura imposible para generales porfiristas de la talla del “hábil, inteligente, activo y autoritario” exgobernador de Nuevo León Bernardo Reyes, así como del propio Félix Díaz y Manuel Mondragón. El 8 de febrero, de esta manera, dio comienzo la Decena Trágica que, en su fase armada, concluiría el 18.

Domínguez estaba al tanto de las presiones que obligaron a Madero a decidir al ritmo de los sucesos. Sustituir al herido Lauro Villar en la defensa del Estado nada menos que con Huerta quien, encima de borracho, ni siquiera era buen militar, selló su derrota y su vida. Al ser ametrallado a las puertas del Palacio Nacional el día 9, el cuerpo de Bernardo Reyes –padre de don Alfonso-, fue llevado ante Madero como si fuera trofeo. Félix Díaz se apresuró entonces, desde La Ciudadela, a tomar el Palacio Nacional.  Apresó a Madero y siguieron los subterfugios entre Díaz y Huerta, favorecidos por la ingenua creencia de Madero de que, con su dimisión forzada el día 19, lograría su libertad y salvaría su vida y la de su gabinete: nada más falso.

En tanto y los ahora aliados Huerta y Díaz celebraban ese mismo día el “Pacto de la Embajada” con Henry Lane Wilson, los diputados aceptaban en sesión nocturna la renuncia de Madero. El secretario de Relaciones Exteriores, Pedro Lascurain, ocupó la presidencia “según lo establecía la Ley”. En los 45 minutos que duró su mandato, nombró a Huerta Ministro de Gobernación e inmediatamente después declinó el cargo. En cuestión de segundos y avalado por el embajador norteamericano, presente en todo el proceso, el militar prestó el juramento de rigor ante los diputados. De esta manera, “legalmente” se convirtió en ”presidente provisional”, con Mondragón como Secretario de Guerra. Allí se anunció, por mero formalismo, que Díaz lanzaría su candidatura a la Presidencia, en cuanto se convocara a elecciones. La jugada golpista consumaría sin embargo su triunfo el 23 de febrero. Madero y Pino Suárez fueron sacados de la intendencia de Palacio la noche anterior y llevados a un costado de la Penitenciaría, donde fueron asesinados, como sería de esperar.

Lejos de pacificar al país y adueñado del poder absoluto, Huerta agravó los conflictos y dividió a discrepantes, alzados y seguidores. Por brutales que fueran sus métodos “militares”, nada pudo hacer contra el avance de sus mayores detractores armados: al Sur, los zapatistas; y, al Norte, nada menos que Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, y José María Maytorena, gobernador de Sonora, quienes iniciaron la Revolución Constitucionalista. Como senador, Domínguez se armó de adjetivos, esgrimió su índice acusador y, sin que le temblara el pulso,  preparó el histórico discurso del 23 de septiembre. Como se sabe, no pudo ser leído en el Senado porque el presidente de la Asamblea lo consideró subversivo. De boca a boca y mediante volantes se supo que Domínguez conminó otra vez a sus colegisladores a deponer al usurpador “porque el pueblo mexicano no se puede resignar a tener por Presidente de la República a Victoriano Huerta…”, “los legisladores tenían que actuar (…) aun con el peligro, y aun con la seguridad de perder la existencia.”

Con la previa desaparición de algunos diputados –como el también asesinado Serapio Rendón- y el estado de terror que se respiraba nadie, mucho menos Belisario Domínguez, bajo vigilancia policíaca permanente desde la primera vez que dio a conocer sus impugnaciones, podría ignorar que con sus palabras había firmado su sentencia de muerte. Y la respuesta del tirano no se hizo esperar: a las 11.30 de la noche del 7 de octubre del fatídico 1913 fue sacado del cuarto que ocupaba en el Hotel Jardín, situado en la esquina de Independencia y San Juan de Letrán, por tres agentes de la policía.

Cruda y cobardemente asesinado, su desaparición se prestó a tretas, encubrimientos del gobierno y desplazamientos de algunos legisladores que tuvieron que acceder a la presión de los chiapanecos para aclarar lo sucedido.  El crimen provocó una ola de indignación que recayó en las sesiones turbulentas de la Cámara de los días 9 y 10 de ese mismo octubre, a cuyas resultas Victoriano Huerta ordenó disolver el Congreso y aprehender a los diputados. Paradójicamente, la muerte de Belisario Domínguez sería más efectiva que cualquiera otra acción para abatir su dictadura.

Sin que faltara la “comisión investigadora”, se fueron desvelando detalles del crimen: la orden de Huerta de detener y asesinar a Domínguez fue recibida por el inspector de policía Francisco Chávez. A su vez, éste encomendó la misión al teniente coronel Alberto Quiroz, jefe de gendarmería de a pie, y a Gabriel Huerta, jefe de las comisiones de seguridad, quienes se acompañaron de Gilberto Márquez, miembro de la policía reservada, y  de José Hernández, apodado “Matarratas”. Que avisaran a su hijo que se había ido “con la reservada”, indicó el médico al portero al salir del hotel. Nadie pudo describir lo que siguió ni cual fue la ruta elegida para llegar al cementerio.

Conducido al panteón nuevo de Coyoacán fue brutalmente asesinado, enterrado semidesnudo o desnudo casi a flor de tierra y su cuerpo dejado en manos del sepulturero: único informante posterior de su ubicación. Ocho años después, en El Universal de 6 de octubre de 1921, se publicó una descripción de los hechos: que Gabriel Huerta permaneció en el coche, mientras los otros tres hombres caminaron con el senador hasta la puerta del camposanto. Hernández vaciló: no podía obedecer la orden de matar al senador. Márquez, entonces, le disparó por la espalda un tiro a la cabeza. Una vez que don Belisario cayó a tierra boca arriba, Hernández hizo otros dos disparos: uno le dio en la cara, el otro no dio en el blanco. Posteriormente sacaron el dinero que había en su ropa y la quemaron para eliminar vestigios. Con su propio dinero pagaron al sepulturero quien cavó lo mínimo para ocultar el cuerpo. Sin atestiguar el entierro, los asesinos dieron por cumplida “la comisión” y se retiraron.

Sus restos fueron exhumados diez meses después, el 13 de agosto de 1914, por órdenes del juez primero de instrucción, Rodríguez Aréchiga. Presenció la escena e identificó el cuerpo un nutrido grupo de chiapanecos. Posteriormente se le trasladó al Panteón Francés y se le rindieron honores. La historiadora Josefina Mac Gregor escribió que Herlinda Domínguez, hermana de don Belisario, obtuvo autorización para exhumarlo de nuevo. Que el 19 de mayo los retiró para trasladarlos, “se dice que en una maleta y de forma secreta, a Comitán, donde fue sepultado, como él quería, al lado de su familia”.

Al margen de que el Senado de la República otorge desde 1954 a “mexicanos distinguidos”  la medalla “al mérito civil” que lleva su nombre,  Belisario Domínguez fue un verdadero héroe, un humanista y un médico probo, cuya conmovedora biografía –inseparable de terribles acontecimientos nacionales cuyas consecuencias aún nos afectan-, debería ser conocida por todos los mexicanos. 

Durante los agitados diecisiete meses que resistió en el poder, Huerta acumuló razones para quedar entre lo más bajo y detestable de la historia de México: la traición y sendos asesinatos de Madero y Pino Suárez, así como  la “desaparición” de diputados. Tras la orden de disolver el Congreso, siguió la invasión “punitiva” del presidente Thomas Woodrow Wilson, emprendida con la ocupación militar de Veracruz en abril de 1914, que remató su despotismo con acciones internacionales.

Al margen de que el Senado de la República otorgue desde 1954 a “mexicanos distinguidos”  la medalla “al mérito civil” que lleva su nombre,  Belisario Domínguez fue un verdadero héroe, un humanista y un médico probo, cuya conmovedora biografía –inseparable de terribles acontecimientos nacionales cuyas consecuencias aún nos afectan-, debería ser conocida por todos los mexicanos. 

En pos del milagro

Nada supera el poder de convocatoria de Nuestra Señora de Guadalupe. Su prestigio está por encima de cualquier alegato y ni al mismísimo Cristo rey se le profesa similar devoción. Sagrada para creyentes y ateos, su figura ha perdurado en los siglos como indiscutible símbolo de patria para los mexicanos. Ella es la madre/virgen silente, comprensiva, inamovible y supuestamente preñada que escucha las rogativas de un pueblo que, doliente y con las manos vacías, aguarda su mediación para subsanar sus desdichas. Su santuario es el más frecuentado y lucrativo de cuantos existen en el país, a pesar de que sus prodigios se supeditan a cuestiones de fe.

A sus pies se ha orado, cantado, rogado y agradecido durante más de quinientos años, pero más se han repetido penas embebidas en lágrimas que se trasmiten de generación en generación. Hoy se repiten los mismos dolores de los antepasados remotos, iguales carencias, idéntica injusticia social, una marginación arrastrada como yugo en el alma, discriminación injustificable, deshumanización manifiesta en situaciones de extrema crueldad, sufrimiento y más sufrimiento evitable: nada falta en las rogativas de los millones de desamparados  que depositan en Ella lo único que nadie les puede quitar: la esperanza de ser atendidos. Tantas y tan persistentes plegarias que ascienden desde la hondura del corazón traslucen lo que se busca o se teme aunque, por sobre todo, la verdadera situación de esta gente en la vida.

Esperar con la vana ilusión de alcanzar la felicidad es el sustento de todas las religiones. En la realidad actual, sin embargo, la incertidumbre es más fuerte que la confianza, por lo que el sistema político abona los fueros de nuestra Señora al ritmo en que la República abandona sus deberes civiles. No es necesaria la mirada de un lince para advertir hasta dónde el fracaso social contribuye a trastocar la esperanza en desolación enojosa. Esto empeora con el incremento de la violencia porque las palabras no tienen correspondencia entre el derecho y lo que se puede esperar. Lo que queda en situación tan anárquica y dolorosa es por consiguiente aguardar un milagro; es decir, una solución extraordinaria a problemas y situaciones ordinarias y por demás evitables.

Ya está estudiado no obstante, que el mexicano revuelve la psicología de la fiesta a los motivos de devoción y que, sin renunciar a la fe, halla incentivos para enmascarar su penar. Los peregrinajes no son excepción ni el clero ignora cuán eficaces resultan las celebraciones profanas para atraer a las masas a su recinto sagrado. Entre mariachis y “mañanitas”, el espectáculo anima las oraciones mientras la Virgen, allá arriba, contempla a sus hijos en actitud compasiva o comprensiva tal vez, aunque de antemano sepamos que ni su valiosísima mediación es suficiente para remediar los males que aquejan al país que la tiene por Santa Patrona. Aun así, a pesar de que la crisis supera los atributos divinos, todas las emociones se dirigen, en México, a la Villa de los milagros, donde habrán de entremezclarse plegarias, promesas, propósitos de enmienda y renovados votos en nombre de la esperanza, aunque el famoso puente “Guadalupe-Reyes” no garantice congruencia ninguna entre la intención de corregir las causas de la desdicha y la tentación de repetir las mismas conductas que, en lo individual y social, contribuyen a degradar más y más una ya insoportable descomposición de la sociedad.

Pero de eso están hechas las cosas en nuestra naturaleza imperfecta: de impulsos de muerte y deseos de vivir, de miedo y temeridad, de compasión y crueldad, de esperanza y desesperanza… No por nada antes, durante y después del 12 de diciembre de cada año acuden por millones los piadosos al emblemático Tepeyac desde distintos puntos de la República. Los caminos se pueblan de vehículos y caminantes que pernoctan cómo y dónde pueden, de preferencia auxiliados por voluntarios, atenazados por comerciantes y sin que falte la rica imagenería, en estandarte o en bulto, que al mexicano le gusta portar como seña de identidad. A más largas jornadas mayores tentaciones profanas. Más allá de lo aparente y multicelebrado respecto de la religiosidad distintiva de nuestro pueblo, existe un revés de la historia sagrada solo advertido en plazos cumplidos por el registro civil, donde  se consigna un incremento de nacimientos en los meses de agosto y septiembre. Sería interesante investigar cuánto influye la fecundación decembrina de no pocos vientres que dan a luz al filo de las fiestas patrias: un ciclo, entre religioso y profano, ignorado por la curiosidad sociológica que puede arrojar valiosos indicios sobre la caracterología que especialmente fascinara a Samuel Ramos y a Octavio Paz.

 Si bien el fervor por la Guadalupana no ha disminuído desde los días coloniales, las crisis redundan en un ostensible incremento de peregrinos, lo que demuestra el fracaso sistemático de los gobiernos, sin distingo de ideología. Ante la ineficacia institucional y la escasez de expectativas vitales, la fe milagrera aumenta de manera alarmante, igual que los problemas que serían eludibles o de preferencia resueltos en un orden social confiable. Si a la fe ciega de un pueblo estancado en la minoría de edad se añadieran educación, trabajo, saber y civismo, y a los representantes de los poderes se les exigiera el cumplimiento irrestricto de sus deberes, la religiosidad popular sería diferente, aunque persistieran el folclore y los tintes de sincretismo que han singularizado al credo en este “Virreinato de filigrana” –así calificado por don Alfonso Reyes-, que no acaba de asimilarse independiente ni puede acceder, todavía, a un verdadero régimen democrático.

La verdad es pues lo que es, como dijo el honorable san Agustín. Y lo que es, aquí y ahora, como ocurriera en el remoto pasado, inclusive bajo la regencia de la ancestral y temida Tonantzin, sigue aguardando los favores supremos de Nuestra Señora. Consagrada en su papel de Madre absoluta, muda, impasible e inmaculada, su impotencia refleja a la perfección a las madres que mal y poco disciplinan y forman a sus hijos en esta cultura machista. Si practicáramos una religiosidad “humanizada”, al modo de los antiguos griegos o activa y responsable como en otros credos modernos, podríamos dotarla de voz para conocer los alcances transformadores de su poder femenino y curativo en un medio enfermo.  Como carecemos de esa virtud en nuestra sociedad maltrecha y supeditada al poder absoluto -aunque hable y grite sin decir ni cultivar el invaluable sustantivo-, la Virgen de Guadalupe continuará contemplando a distancia el drama de su feligresía quizá confiada en su despertar, quizá esperanzada en que tarde o temprano su pueblo amado cause el milagro de responsabilizarse del curso de su propio destino.

 

Oráculo de Delfos

Hay un momento en los pueblos y las personas en que la vacilación rompe una suerte de continuidad en el transcurso del tiempo. Es el instante de oscuridad entre lo conocido que concluye o pierde sentido y el anticipo de lo aún ignorado y de preferencia temido. Confusión, duda, advertencia o destello, la encrucijada emblemática pone en juego el propio destino al plantear opciones sin solución intermedia, como ocurriera a Edipo. Acertar con la decisión favorable allana el camino y todo parece fluir con el poder de la certidumbre. Lo contrario, en cambio, desencadena una sucesión de yerros que, entre los griegos remotos, supeditaba la voluntad a la determinación de los dioses. En ambos casos mediaba un mensaje cifrado en boca de adivinos y sacerdotes, entre quienes se encumbró el memorable Tiresias. Ellos trasmitían la Ananké o Necesidad mediante diversos procedimientos: sueños, señales, visiones, anuncios del cielo, palabras ambiguas, la imprecisa comunicación con los muertos o algo al azar que, sujeto a la fe,  se vinculaba al Dictado de acuerdo a la situación o al movimiento trágico.

Tan antiguos como el sentimiento de orfandad, los oráculos han sido el instrumento intermedio entre el mandato supremo y el humano deseo de conocer lo que viene, fasto o nefasto. Sin desmerecer los poderes de Zeus, a Apolo se atribuyó la capacidad de administrar el don de la profecía. Fundado en parte en los mitos, en parte en el tremendo Miedo, en la confianza depositada en las fuerzas oscuras o en la urgencia de reconocer facultades secretas en seres o peculiaridades de la naturaleza, el de Delfos se constituyó en el santuario por excelencia para interrogar a los dioses, rogar inspiración a las musas, honrar a las Moiras, y/o peregrinar con diversos propósitos, invariablemente relacionados con la esperanza de obtener algún beneficio a cambio de ofrendas o sacrificios.

El prestigio de Delfos estaba asociado a su peculiar condición geográfica. Rocoso y accidentado, del terreno rodeado de manantiales y un bosquecillo de laureles consagrado a Apolo desde tiempos inmemoriales, brotaba la legendaria fuente de Castalia donde se reunían las deidades con las ninfas, las náyades y las musas, por lo que es explicable que los Juegos Pitios se realizaran allí mismo, donde las entidades gustaban cantar y bailar. Indistintamente nombrado Delfos o Pyto, en atención a la legendaria serpiente a la que Apolo dio muerte para adquirir su sabiduría y presidir el oráculo, el asentamiento micénico conocido como ónfalos u “ombligo del mundo” alojó un cofre con sus cenizas que habría de servir de fundamento y custodio sagrado del legendario templo, llamado también Pition o Apolo Pitio.

Como todos los mitos, sobre éste, vinculado al Oráculo, recaen diversas y maravillosas versiones, incluida la que refiere que Apolo se convirtió en delfín para atraer a sus moradores. La reputación de Delfos duraría varios siglos hasta ser clausurado, en definitiva, por el emperador cristiano Teodosio en el año 385 de nuestra era. Lo importante, sin embargo, es destacar lo ocurrido en torno de la fuente Castalia, la gruta Coricia –guarida de la temible pitón- y el gran santuario apolíneo en cuyos linderos había que realizar complicados trámites, ritos, procesiones y largas esperas en tanto y tocaba el turno para consultar a la misteriosa Pitia.  La anciana se ocultaba en el interior del adyton, donde se hallaban la tumba de Dionisio, el trípode, hojas del laurel  sagrado y el mítico omphalos u ombligo, que era quizá el fragmento de un meteoro, al que se le atribuían poderes sobrenaturales y era venerado desde tiempos inmemoriales.

 Lo cierto es que, rico en tributos y complejos rituales, el monumental asentamiento de Delfos se especializó en  explorar lo oculto.  Considerado centro del universo, en su pórtico rezaba la advertencia “Conócete a ti mismo”, para recordar a los peregrinos que de cada uno y de su destino dependía decidir. Seleccionada entre numerosas mujeres  de edad por su vida piadosa y pura, la Pitia estaba rodeada por sacerdotes de diversas categorías y con atribuciones dudosas. Los prophetai eran los intérpretes del barullo emitido por la pitonisa. Según Diódoro y Plutarco, su inspiración o su hipnosis provenía de una grieta al ras del suelo que estaba tapada con el trípode de la cual emanaba un vaho, un vapor o espíritu que causaba su estado de sugestión extrema. Agregó Pausanias que el agua de algún manantial se filtraba bajo la tierra mediante conductos internos y que, por ellos, el adyton del dios causaba su trance. Es de creer, además, que la inspiración se exacerbaba con el consumo de sustancias psicoactivas durante la ablución ritual o a la hora de subirse al trípode, pues la Pitia bebía agua e incluso sangre mientras impartía el servicio. Investigaciones arqueológicas recientes han descubierto aquellos conductos subterráneos que demuestran que la fuente Casotis o Castálida  llegaba por el subsuelo al corazón del oráculo. Se sabe también que masticaban hojas del laurel consagrado a Apolo para liberar sustancias alucinógenas que provocaban estados alterados de conciencia, aunque aún en nuestros días la totalidad del proceso adivinatorio conserva su absoluto misterio.

Fuera mediante raptos, ritos mistéricos, procedimientos artificiales, voces extrañas o uso de sustancias psicoactivas, lo cierto es que era difícil rivalizar con la reputación oracular de Delfos. Admirada por propios y extraños, solo la Pitia recibía el recado del dios. Una vez “reelaborado” por el profeta, a cada consultante correspondía acomodar, según su conveniencia o entendederas, el rumbo que daría a las palabras allí recibidas. De que por miles salían satisfechos lo prueba el hecho de que los oráculos eran una fuente insustituible de riqueza.  La cantidad de tesoros que allí se ofrendaban eran equivalentes a las reservas en oro, bienes y plata de las naciones modernas.

Para los griegos, referirse a la mantiké o manteia significaba pedir respuestas inspiradas por el dios a mantis, el adivino. Los portadores de la Voz, revelaban el augurio o el auspicio que orientaba a reyes, señores, guerreros, jueces o principales a tomar una decisión política, bélica, respecto de emprender o no cierto viaje o cerrar negocios y acuerdos. Como en toda institución religiosa, existían categorías y conductas diferenciadas por la importancia del consultante, aunque no se desdeñaban los requerimentos inclusive de los esclavos. A partir de un riguroso sistema de privilegios que no deja de aleccionar sobre el dominio social y económico de credos y jerarquías desde la antigüedad remota, variaban el trato, las consultas y las cuotas, pues mejor que nadie sabían los prelados cuán decisivos son el temor y la incertidumbre en los juegos del poder.

Siempre curiosos por conocer insignificancias, su fortuna y la de sus allegados, los hijos del pueblo abultaban recintos accesorios para pedir el oráculo. Su peticiones eran las mismas de los asiduos actuales de la esoteria: la conveniencia o no de desposarse, la elección de consorte o de cierto sirviente, si realizar o no un negocio o asunto relacionado con el dinero, dudas sobre los hijos, enfermedades, plagas, sequías… Nunca faltaban dudas relacionadas con la riqueza o la pobreza no solo de un individuo sino de las ciudades, cuyos dirigentes acudían al santuario con cualquier excusa: al emprender una tarea o al construir monumentos,  templos o cualquier obra privada o pública.

Si en la remota Mesopotamia fueran indispensables las artes adivinatorias, el mundo heleno no se quedaba atrás en el culto profético: Arcadia, Delfos, Dídima o Claros fueron los santuarios más importantes, entre los numerosísimos consagrados a Zeus y Apolo. Los había también dedicados a una muchedumbre de héroes y divinidades exiguas. Con más o menos exactitud y exigencias rituales, todos respondían a cientos o miles de consultantes que peregrinaban periódicamente gastando fortunas en pos de oráculos en la rica geografía de la antigua Grecia. Lo que no faltaba eran adivinos, profetas ni charlatanes, igual que ahora. Además, es de creer que así como los devotos actuales ruegan a santos menores o secundarios su intervención, los más fervorosos acudían al auxilio de entidades y héroes menos importantes o frecuentados, pues tenían por seguro que no estaban tan ocupados como los dioses regentes.  Situados en puntos estratégicos, los centros oraculares eran verdaderos complejos urbanos dotados con plazas, templos, estatuas, fuentes, comercios, grandes instalaciones ceremoniales, espacios para juegos y festivales. Nada faltaba para acoger a las masas en espacios que competían en belleza y profusión de recintos especializados para almacenar, y a veces también exhibir, los incontables tesoros ofrendados por los creyentes. Únicamente Delfos, sin embargo, era el ombligo de la tierra y uno de los más afamados por la precisión de sus profecías, según aseguran fuentes originales.

Pervive la infatigable tentación de conocer lo que nos depara el futuro, aunque el oráculo ya está profanado por la estadística. Ningún anuncio científico, sin embargo,  sustituye la socorrida mediación de adivinos, quirománticos, brujos, agoreros, chamanes, astrólogos, iluminados y cada vez más complicados mensajeros del destino y sus vaticinios. Lectores e intérpretes de lo inescrutable hay por millones, pero nada ensombrece la memoria délfica ni hay, todavía, ceremonial ni voz más confiable que la de la misteriosa Pitia. Se dice de todo sobre procedimientos adivinatorios, pero nadie ha podido descifrar con exactitud en qué consistía el método y la hondura  adivinatoria de la multitud de clarividentes que hicieron de los oráculos uno de los ejes más significativos y fecundos de la excepcional cultura griega. Ya se sabe que, sin ellos, la historia de la humanidad se hubiera escrito de otra manera.

José Revueltas: el último idealista

Cuando la disidencia no estaba subsidiada en México; cuando los que se presumen de izquierda no vivían enchufados a las nóminas ni tenían bonos, aguinaldos, guaruras, inversiones bursátiles, casas de campo, coches ni trajes acharolados; cuando el marxismo-leninismo abanderaba a los idealistas y las convicciones ponían en riesgo la libertad o la vida, José Revueltas luchaba por “la causa” con una pasión rayana en la religiosidad. Con ese espíritu desafió el predominio burgués, la injusticia capitalista y la brutalidad de los “gobiernos revolucionarios”.  Pasó a la historia como un militante arrojadizo, acostumbrado a cárceles inmundas, inclinado al heroísmo y dotado con tan inusual honestidad y conciencia crítica que desde su infancia destacó por su rebeldía y su inteligencia deslumbrante.

Hombre de ideas duras, describió una época de cerrazón, estupidez moral, crueldad, inexistencia de libertades y dominio absoluto: realidad que no se limitó al poder ni a la Iglesia católica, también abarcó el clericalismo marxista.  Revueltas denunció la legendaria obcecación comunista que de Moscú a París y de ahí a México agregó errores garrafales al fanatismo ideológico.  Fue el crítico más radical y connotado de sus estrechas, pero implacables filas mexicanas. En vez de ejercer la autocrítica indicada por Marx, la dirigencia le aplicó las abominables tácticas disciplinarias adquiridas en la Unión Soviética, en pleno estalinismo. Él, en contrapunto, jamás reblandeció ni modificó su postura; más bien y hasta su muerte, a los 61 años de edad, refinó al activista y pensador inorgánico e incómodo que nunca bajó la guardia.

Además de sus escritos políticos en Excélsior y en revistas como Combate y Taller, donde dejó constancia de su antiestalinismo, fue un revolucionario autónomo “a su manera”: dogmático no obstante su gran cultura, y empecinado. Tras unos quince años de militancia devota, fue expulsado la primera de dos veces del Partido Comunista Mexicano, en 1943, por criticar su burocratización y sus excesos. Imprescindible para entender la bipolaridad del siglo XX, Ensayo de un proletariado sin cabeza, publicado en 1962 y seguido, dos años después, por su novela Los errores, son testimonios insuperables para entender, desde dentro, aquel nudo de fanatismo y sueños justicieros que anidó el radicalismo de derechas e izquierdas.

Desde su infancia peculiar, su alcoholismo legendario, la disidencia entremezclada a conflictos familiares, su paso las Islas Marías hasta las estancias carcelarias que inclusive alcanzaron a compartir, en Lecumberri, los detenidos del ´68, como ha recordado Luis González de Alba,  su sola biografía  contiene todos los elementos para realizar la gran novela política del siglo XX mexicano. 

Originario de Santiago Papasquiara, Durango, nació el 20 de noviembre de 1914, mientras Venustiano Carranza ordenada trasladar la sede del gobierno a la ciudad de Córdoba, Veracruz, a causa del eventual enfrentamiento con los convencionistas. Hermano menor de Silvestre, Fermín y Rosaura, el celebrado talento de los Revueltas me llevó a buscar sus libros durante mis años estudiantiles. Descubrí un “carácter”, como diría Unamuno, y a partir de El luto humano, El apando y Los muros de agua no paré de leerlo, en mezcla de asombro y horror, hasta inmiscuirme en las entretelas del México saturnal, fiel a Huitzilopochtli y enmascarado, que de tanto en tanto nos espeta su ancestral y sanguinario síndrome de la culebra.

Autodidacta, escritor a vuela pluma, guionista, emblema de honestidad política e intelectual, fue incómodo tanto para sus correligionarios como para el sistema que lo engendró y persiguió desde 1929, cuando a unos días de cumplir los quince de edad fue detenido por participar en un mitin en el Zócalo. “Abandonado de la mano de Dios en una correccional” -como él mismo relató- se unió a una huelga de hambre, rechazó las inyecciones de rigor, impuso su liderazgo y se concentró en la lectura gracias a que se le permitió el acceso a los libros. Fusionado al significativo periodo que abarcó desde los orígenes del Maximato hasta el régimen de Echeverría, la historia contemporánea no puede explicarse sin él ni al revés. Y es que Revueltas, como en su hora Vasconcelos aunque desde perspectivas distintas, fue uno de esos escasos hombres que pudieron afirmar, sin temor a equivocarse, “yo soy la historia”.

Tras ser definitivamente expulsado del Partido Comunista Mexicano, fundó la Liga espartaquista de filiación bolchevique. Adoptó los cerrados lineamientos marxista-revolucionarios establecidos durante los últimos años de la Primera Guerra Mundial, en Alemania, por sus principales fundadores: Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo. No se atrevió a reblandecer sus posturas y tuvo que aceptar cuan imposible es mantenerse como un escritor rebelde y fiel a su autonomía moral y ceder a las exigencias disciplinarias del hombre de partido. Por tal contradicción, también fue expulsado del Partido Popular Socialista de Lombardo Toledano. Basado en su propia experiencia como autodidacta discurrió la “Autogestión académica” como una respuesta pedagógica al ostensible fracaso educativo del Estado. Hizo de su prosa una daga para rasgar la mentira del régimen totalitario. No revolucionó el lenguaje, a pesar de que entre autobiografía, testimonio y denuncia, creó su propia vertiente en las letras. En sus novelas y ensayos, guiones cinematográficos y conversaciones fluía un tono al rojo que haría más familiar y comprensible la lectura del escritor ruso Alexander Solzhenitsyn, autor de Archipiélago Gulag, porque desde sus circunstancias respectivas, ambos iban realizando sobre la marcha  el gran espejo de la brutalidad estatal.

Perseguido y paradójicamente reconocido por el sistema que impugnó, José Revueltas fue de una complejidad y un radicalismo que no dejan de sorprender, tanto en la historia política como en la literatura. Solitario, acosado por el demonio del alcohol como sus hermanos geniales, marginado y condenado al ostracismo, gracias a la conmemoración del centenario de su natalicio van surgiendo en estos días datos, recuerdos, documentos y detalles inéditos que más y mejor lo presentan como el gran personaje del México dramático de la posrevolución que, como la revolución, murió con sus ideales, aunque dejó una larga sombra.

 Por decreto presidencial se trasladaron sus restos a la Rotonda de los Hombres  (ahora Personas) Ilustres, cinco años después de su fallecimiento, ocurrido en abril de 1976. Convertir oficialmente en “ilustre” al hombre y la memoria perseguida de uno de los más infatigables impugnadores del Estado parece irónico, pero así es la naturaleza de nuestra historia. Escritores comunistas hubo en Latinoamérica y el Caribe, pero sería Revueltas el último y más emblemático modelo del radicalismo duro que perdería significación con la caída del Muro de Berlín, en 1989 y “el fin” de las ideologías que, como e paso, dieron al traste con la izquierda mexicana.

Desobediencia civil

http://www.sopitas.com/site/405927-marchas-y-bloqueo-pacifico-del-aicm-para-este-20-de-noviembre/

http://www.sopitas.com/site/405927-marchas-y-bloqueo-pacifico-del-aicm-para-este-20-de-noviembre/

Cuando un gobierno no está a la altura de sus funciones, decrece o se anula su respetabilidad. Entonces provoca reacciones en la población ofendida que pueden transitar del descontento pacífico a la manifestación violenta. Quienes se consideran ultrajados expresan su enfado de modos distintos: negarse a obedecer a las autoridades y desafiar la normativa con actos de rebeldía u optar por acciones que dañan a terceros, irritan a la sociedad y desencadenan situaciones emparentadas a la sublevación. En principio, la Ley determina qué y cómo sancionar y qué no. Sin embargo, cuando la legalidad es mero formalismo, como  en México, impera lo imprevisible. Todo o nada puede suceder si las normas se aplican u omiten a capricho.

El doble tema de lo políticamente correcto y la desobediencia civil se ha convertido, por consiguiente, en un nudo judicial que pocos pueden y están dispuestos a resolver. Cómo manejar el descontento es la gran duda.  Ante la creciente significación de este recurso civil, lo importante es que los gobernantes respondan por qué no solucionan las causas que mueven a las minorías o a las masas a manifestarse tantas veces, de manera infructuosa, por los mismos motivos desatendidos.

Qué sí y qué no abatir con chorros de agua u otros recursos contra los manifestantes, cuándo hacer uso de las armas, los gases o las macanas, de qué manera repeler agresiones a la policía o a los civiles sin vulnerar los respectivos derechos humanos o si atreverse o no a “limpiar” plantones como el del centro histórico de Oaxaca, son cuestiones que también espejean la calidad moral de los gobiernos impugnados. Está de más insistir en que el carácter, la tolerancia, la legislación y la madurez política del Estado se ponen a prueba en el doble manejo de los móviles de descontento y la regulación, con los menos daños colaterales posibles.

De antemano, tanto el gobernante como el ciudadano deben conocer a lo que respectivamente se exponen al reprimir o incurrir en tal o cuál conducta delictiva o antisocial. La falta de congruencia política y especialmente judicial es contraproducente para todos. Sin distingo de lado, la imprecisión deja el campo abierto a la arbitrariedad y su correlativa prueba de fuerza al actuar a capricho: un día la policía castiga con severidad lo que al otro ignora o pasa por alto; a su vez, el desobediente avanza, retrocede o violenta sus procedimientos según la actitud policial.  De simple denuncia, quien protesta puede transitar a segundos o terceros planos en completa impunidad: destruir edificios, quemar vehículos y bienes privados o públicos, robar, saquear, violar y hasta matar… En correspondencia a tales brotes de anarquía, “las fuerzas del orden” hacen lo propio: balear, agredir, responder a porrazos o mantenerse en abierta y cabal inmovilidad.  Ante unos y otros los demás no entendemos nada, salvo que estamos a merced de la esquizofrenia.

La gente debe saber qué está prohibido y qué permitido; qué se sanciona y qué no. Mientras que en los regímenes totalitarios se persiguen con mano de hierro y de manera indiscriminada los actos de desobediencia civil, por pacíficos que se pretendan, en las sociedades abiertas manifestar en contra de intereses concretos –privados o públicos- se considera un derecho que se debe respetar, en tanto y no afecte los de los demás. Lo inaceptable es este juego de torceduras entre gobernantes, cómplices del crimen organizado, víctimas sociales, fuerzas del orden y poderes arbitrarios.

Cuando se trata de cuestionar pacíficamente y/o llamar la atención de sus “representantes”, cuya legitimidad se ha puesto en duda, la resistencia a una o varias determinaciones gubernamentales se expresa mediante marchas, plantones, huelgas de hambre, paros, manifiestos, desplegados, juntas vecinales, etc. Para tales ejemplos, cada vez más frecuentes en las sociedades modernas, los más avezados negocian acuerdos mediante gestores cuya destreza, elevada a oficio, se ha vuelto indispensable inclusive en cuestiones internacionales. Pero aquí todo ocurre a la sombra y bajo sospecha. Es el “nadie sabe, nadie supo, nadie vido”, consignado por fray Diego Durán.

Es evidente que a mayor número de inconformes y brotes de rebeldía corresponden gobiernos y políticas públicas más ineptos, corruptos, autoritarios o ineficaces. El gran acierto de las sociedades anglosajonas es su habilidad para satisfacer al mayor número de personas con las menos desventajas posibles. Respecto de las demandas de minorías, en las que caben cuestiones religiosas, costumbres étnicas, intereses sectoriales y de género, presiones económicas, legales, fiscales, laborales, ecológicas u otras peculiaridades, existe la muy inglesa, funcional y decimonónica fórmula del lobbying, cuya eficacia depende de la transparencia y la normalización para optimizar el ajuste entre el bien común y los intereses en juego: algo impensable entre nosotros. Corrupción, torcedura en los procedimientos y tráfico de influencias obstruyen la legalidad e impiden los acuerdos razonables.

Los reclamos colectivos crecen y empeoran porque, con conflictos tremendos a cuestas, los manifestantes no poseen otro instrumento para llamar la atención. El problema se complica al hacer ostensible la pérdida de respeto a la autoridad que, para ser obedecida, necesita el reconocimiento incuestionado de la población: algo que, de antemano, no existe en México. A cambio de respuestas no halladas por sendas partes, por consiguiente, tarde o temprano se acude a la coerción bajo alegatos distintos: el gobierno, para legitimarse imponiendo su autoridad; los desobedientes, en atención a su ímpetu contestatario.

En tal disparidad y a falta de negociadores confiables, los bandos se toman el pulso durante actos de creciente presión. Así, de ser una muestra externa y superficial de descontento ciudadano, la desobediencia civil se transforma en ira activa contra el gobierno, con intercambio de ultrajes y degradación del principio de autoridad. Sin respuesta a sus justas demandas durante días y semanas que dejan al descubierto la ineptitud gubernamental, los inconformes han dado el siguiente paso: mover a las masas e incrementar el desconcierto entre la mayoría.

La prudencia indica tomar con cautela las advertencias de inconformidad colectiva. La actitud personal, política y pública de los gobernantes no ayuda a infundir una mínima credibilidad que los salve frente a la población ofendida. Entre casas y fortunas que se plantan como trofeos de la corrupción, correo de influencias, banalidades y decisiones torpes, pocos o ninguno son los argumentos favorables a los funcionarios y sus parientes. Agréguese la arbitrariedad judicial para aceptar que no podemos esperar acciones ejemplares ni coherentes de ninguna de las partes: ni de la ciudadanía indignada ni de la cúspide institucional, decidida a no ceder ni rectificar. El poder político vigente está enfermo y, por tanto, es impredecible. La razón descansa en nosotros, los ciudadanos aún empeñados en construir la democracia con ladrillos ideales. No podemos esperar cordura de quienes fincan en el abuso, la rapiña y el engaño un supuesto arte de gobernar. Corresponde a cada uno de nosotros sacar adelante a este infortunado país, aunque sea mediante lo cotidiano y sus pequeños detalles.

Fin del sistema

notisistema.com

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El sistema está agotado: al renunciar al compromiso social de la revolución, por deficiente que fuera, el gobierno abandonó el deber de la justicia y la vigilancia de los derechos humanos para concentrarse en su única meta: el proyecto económico. Reducido al ejercicio de compra-venta y contratación bajo el vicio del tanto por ciento, el que fuera Poder bajo la fórmula presidencialista, trasmutó en administrador interesado no de los bienes de la nación porque ya no existen, sino de negocios contraídos sexenio a sexenio bajo el engañoso propósito de procurar fuentes de trabajo y bienestar para el grueso de la población. Una vez encumbrado en la correlativa red de corruptelas, el poder (con minúscula) arrastró en su degradación la presencia del Estado.

Este cambio, transparente desde los significativos asesinatos contra Colosio y Ruiz Massieu y confirmado en los acomodos del Libre Comercio, trajo consigo no solo el declive de las instituciones, empezando por los poderes Judicial y Legislativo, sino la rápida descomposición de la sociedad que favoreció el ascenso de varios fenómenos nocivos: el encumbramiento en complicidad del crimen organizado, la partidocracia millonaria a costa de subsidios, un consumismo enganchado a plazos por pagar (como en la tienda de raya, aunque no de productos básicos), el correlativo fracaso de la recaudación fiscal y el enriquecimiento de un puñado de empresarios, comerciantes, banqueros y vivos complementarios. Las fortunas súbitas y desmesuradas extremaron la desigualdad, radicalizaron el descontento de la mayoría marginada y extendieron el mapa de la pobreza en límites de miseria. El resultado, como era de esperar, está a la vista.

La situación en la que hemos caído no es un misterio. Algunos lo vimos venir y lo manifestamos públicamente, pero hay que reconocer que los mexicanos carecen de memoria y conciencia ciudadana; por consiguiente, la crítica no funciona como advertencia: solo cobra sentido cuando los inconformes buscan eco a sus querellas. Tuvieron que explotar evidencias reiteradas y pavorosas para que la mayoría despertara de su letargo conformista.  Aun así y no obstante la gravedad de sucesos impunes y sin aclarar, como la proliferación de fosas clandestinas, la muerte de decenas de niños en el incendio la guardería y la reciente tragedia en Guerrero, por citar algunos ejemplos, el sistema se mantiene firme en su propósito de no rectificar, así como de continuar encaramado en su ideal financiero y en la costumbre de dejar que los conflictos se agoten por olvido, fatiga, frustración o “arreglo a la sombra”.

Desacreditados, aunque no aniquilados, los partidos políticos mientras tanto y con la mira en los procesos electorales, dan saltos mortales para acarrear agua a su molino. Prueba añadida de su ineptitud y ausencia de ideario, ninguna facción advierte que algo importante se está moviendo y que, agitadores o no, sus procedimientos habituales ya no funcionan. Aunque aún ignoremos hacia a dónde y cómo se dirigen las ondas expansivas de inconformidad, es innegable que la sociedad, al fin, está despertando y que no será con este Congreso, ni con el Poder Judicial existente ni con los negocios partidistas de donde habrán de surgir indicios de cambio.

Hace sexenios, por otra parte, los presidentes optaron por rodearse de funcionarios mediocres en atención a sus intereses. Sin inteligencia política, los miembros del Gabinete cayeron en la trampa del miedo a la legalidad ya que, de aplicarla, se someterían ellos mismos al ajuste de cuentas. Al Sistema, de tal modo, le ocurrió lo que al prepotente que envejece mal, extrema sus defectos y, cruel si los hay, se convierte en el ahuizote o el estorbo de la casa.  No hay vitamina que lo levante, pero no suelta el cetro ni sus relaciones perversas; tampoco acepta razones ni se muere porque conserva saldos de dominio, aunque se limiten a lo económico. Convencido de que nadie a su alrededor puede sustituirlo, no gobierna ni prepara a los demás para su partida. Tampoco los afectados, entretenidos en el lamento, disponen condiciones ordenadoras para una transición democrática, fundada en el municipio y el ejercicio ciudadano.

Hasta hoy, hay más problemas que alternativas de solución. Las fuerzas en posesión del control armado tienen al país contra las cuerdas: el ejército, aún quieto por fortuna, el crimen organizado y una poderosa red de corruptelas en connivencia. El peligro es inminente.  ¿Qué sigue? Es la pregunta que flota en el aire. Cómo, con cuáles dirigentes y sobre qué fundamentos internos y externos subsanar una sociedad dividida económica y culturalmente es la duda que nos lleva a cuestionar lo posible y probable del cambio que todos deseamos.

Por primera vez los mexicanos estamos de acuerdo, salvo que el consenso no es alentador. Como en las postrimerías del Porfiriato, todas las quejas son válidas y justificables. Todos compartimos algo de razón al ejercer la crítica “al calor de la estufa”, como gustaba decir Alfonso Reyes. Y todos tenemos argumentos para insistir en que “la dictadura perfecta” ha llegado a su fin. Sin embargo, la inconformidad manifiesta es más propicia a la anarquía que a la reconstrucción de las ruinas. El desbarajuste es tan real que empeora día tras día y nadie lo puede parar. Así comienzan las sublevaciones, se desarrollan al azar y, salvo en los ejemplos de represión extrema, no hay quien pueda predecir cómo terminan.

Hay que insistir en que ningún poder renuncia a sus privilegios de manera voluntaria. Aun en las democracias quienes lo ostentan se aferran a sus cenizas, hasta que se impone la legalidad, cuando se hace insostenible la presión ciudadana. Sin instituciones confiables la transición es inviable. Estamos perdiendo un tiempo precioso al abundar en la obviedad del conflicto. Es inaplazable concentrarnos en una segunda fase para crear un nuevo Estado, que será democrático y moderno o no será. Rescatar el municipio es indispensable: sin él, lo demás está condenado a la repetición de los vicios. En una crisis como la actual, sin justicia, sin educación mayoritaria de calidad, sin organización ciudadana ni propuestas políticas ni proyectos a mediano y largo plazo para la juventud y la infancia, la economía preferente seguirá imponiendo sus propias leyes.

En el surgimiento de la inteligencia política se cifra el dilema. Sin ella, no atinaremos con la ingeniería social que procura los instrumentos de organización ciudadana y democratizadora. La construcción del futuro, como lo demuestra la historia, no ofrece segundas ni terceras oportunidades. Carecemos aún de elementos para fundar otra fase en la historia contemporánea del poder que, por necesidad, ya no podrá ceñirse a intereses personales. Insistir una, otra y otra vez en el cumplimiento de la justicia; una y otra vez en el deber de educar, una y mil veces llamar a cuentas a los gobernantes y exigir sanciones cuando se requieran, repetir hasta la fatiga en qué consisten los derechos y las libertades para hacerlos valer. En el despertar de la sociedad, finalmente, descansa la solución que anhelamos.

Pessoa: un mundo lleno de nombres


“Retrato de Fernando Pessoa”José de Almada Negrerios (1893-1970)

“Retrato de Fernando Pessoa”

José de Almada Negrerios (1893-1970)

Pasó por la vida en un asombro asustado. Pensó con las emociones y sintió con el pensamiento. Fuera de lugar, en términos convencionales, en la palabra halló el continente, el sentido de ser y la polifonía acorde a su oscilante ritmo vital. Iba de su modesto habitáculo a la oficina y de ahí a la cafetería por las mismas calles, entre subidas y bajadas de una Lisboa inseparable de la melancolía que no solo aguzó su pluma, sino que asimiló de tal modo que, sin él, Lisboa estaría incompleta y al revés. Contraria a la diversidad de sus páginas, la habitual trayectoria del poeta fue casi la misma todos los días, incluida la parada en la tabaquería de rigor.  Genial al trasmutar lluvia y niebla en reflexiones deslumbrantes, encontró más metáforas en el talante de su ciudad, inclusive al divagar frente al mar, que en la gente compactada en una sombra única. Pesimista, desasosegado y constructor de quehaceres e identidades, quizá para aligerar el equipaje que le pesaba en el alma, fue un espíritu concentrado en buscar –y no hallar- un significado a la soledad que lo acompañó hasta la tumba.

Empeñado en descifrar lo que subyace detrás de la palabra, su oído permaneció abierto a todo, inclusive a trozos de conversaciones íntimas que recogía “como limosnas de ironía”. Con sus gafas redondas y su “pajarita” al cuello, trajeado siempre y con los indispensables sombrero, gabardina y paraguas que se volverían emblemáticos, decía oír el caer del tiempo mientras dormía y “desdormía”. No todos sus yoes ni sus invenciones verbales ni todos sus vocabularios, sin embargo, compartían su talante generatriz, a pesar de que los unió la certeza de Bernardo Soarez, en El libro del desasosiego, de que vivir es ser otro: “cadáver vivo de lo que ayer fue la vida perdida”. Esta obra cumbre de las letras que el autor dejó en fragmentos mecanografiados sin forma ni orden ni cronología, revuelta en un baúl entre unos 30 mil manuscritos en custodia del cuñado, ha hecho decir a los especialistas, con buenas y fundadas razones, que Fernando Pessoa, siempre moderno y siempre actual, es el escritor muerto más publicado, editado y estudiado que los vivos.

A partir de que en 1984 apareció en Barcelona la versión en español de Ángel Crespo de textos recopilados en Portugal a partir de los años sesenta, por un equipo encabezado por Jacinto do Prado Coelho y secundado por Maria Aliete Galhoz y Teresa Sobral Cunha, la historia y las varias ediciones del Livro do Desassossego adquirieron el carácter de una novela de intriga, de aventura biográfico-filológica y de revelaciones literarias sobre este hombre, esencialmente perplejo, que no solo despistó a editores y lectores, sino a los pocos que pudieron conocerlo. Por los valiosos hallazgos que van agregando datos y páginas a su rico ficcionario-verdadero sabemos que ya a los once años de edad mantenía correspondencia, en inglés, con un tal Alexander Search, que no era otro que él mismo, por supuesto. Y si de cortejar –de manera platónica- a Ofelia Queiroz se trataba, acudía a papelitos firmados por éste o aquél pretendiente que siendo él mismo alimentaba una amorosa, inútil y furtiva fidelidad con los otros que, al parecer, acabó por colmar la paciencia de la joven.

Si bien tras su muerte tuvieron que pasar 47 años para que se publicara, en Portugal, la primera edición de este singular Libro del desasosiego, a partir de entonces y hasta días recientes en que la Editorial Pre-Textos diera a conocer la selección más limpia, fechada y cuidada de Antonio Sáez Delgado[1], aparecieron casi veinte versiones que confirman hasta cuáles honduras el fecundo y singular Pessoa continúa capturando la curiosidad de las generaciones.

Hay algo misterioso en este escritor portugués y su multipolaridad porque una vez que iniciamos el diálogo con sus obras, se vuelve necesidad y urgencia de saber más, de explorar intratextos, de adivinar y compartir. En mi caso, el romance literario comenzó en Portugal al encontrar Uma Fotobiografia firmada por María José de Lancastre, que rematé con la visita a la tumba del poeta en el cementerio dos Prazeres, en Lisboa.  Indispensables, sus cartas fueron el mapa de sus identidades múltiples. La escrita a Adolfo Casais Monteiro casi al final de su vida, en 13 de enero de 1935, es una joya autobiográfica sin la cual no podría entenderse su naturaleza. Dice allí que Bernardo Soarez, “que además en muchas cosas se parece a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado o somnoliento, cuando tengo algo suspensas las cualidades del pensamiento y de inhibición; aquella prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no siendo mi personalidad, no es diferente a la mía, sino una simple mutilación suya. Soy yo menos el pensamiento y la afectividad. La prosa, salvo lo que el pensamiento da de tenue a la mía, es igual a ésta, y el portugués perfectamente igual; mientras que Caiero escribía mal el portugués, Campos razonablemente, pero con lapsos como decir <<yo propio>> en vez de yo mismo, etc., Reis, mejor que yo, pero con un purismo que considero exagerado. Lo difícil para mi es escribir la prosa de Reis –aún inédita- o de Campos. La simulación es más fácil, incluso porque es más espontánea, en verso.”

Agregó que el silencio y “mundos sin forma” pasaban por él y sufría hasta por la nube que cruzaba delante del sol. Como nadie tocó el error confuso y lúcido de la existencia, el enigma de la trivialidad y lo que se aprende al leer lo que llamó “libro de la calle”; es decir, por ejemplo, el que se abre durante una caminata y enseña a quien sepa mirar y escuchar lo que se oculta tras una puerta entreabierta... “un sonreír dudando… Una ansia que no acierta/ con lo que está pensando”.

No miraba la expresión de los otros, sino –imbuido en el frecuente extrañamiento de sí mismo- la que tendrían si conocieran “la ridícula y tímida anormalidad de mi alma”. Considerado pseudo-heterónimo, porque era más él mismo que el supuesto Bernardo Soarez,  al titular su obligadamente informe Livro do Desassossego Pessoa se reconoció en la esencia de su personalidad compartida. Como Soarez, él mismo observaba la chaqueta del transeúnte ocasional, la cartera bajo el brazo, el ritmo alegre del que iba a trabajar con la inocencia del vivir sin analizar. Y entonces sentía compasión, como un dios ante la inconsciencia “de toda la vida social durmiente”. Veía y se veía en la muchedumbre de hombres y mujeres con “la ternura que se siente por la común vulgaridad humana”.

Así fue Fernando António Nogueira Pessoa, el inabarcable escritor portugués, uno de los más brillantes y enigmáticos de la literatura mundial, quien no obstante haber muerto a los 47 años de edad, en 30 de noviembre de 1935, continúa siendo un autor in-progress por la cantidad de manuscritos, en prosa y verso, que mantienen ocupados a decenas de estudiosos de su obra, recompuesta siempre, en vano interpretada y traducida a varias lenguas.

  Supo que moverse era inútil, porque aun desplazado a cinco mil kilómetros de distancia, regresaría al mismo hombre que sueña sueños comunes en la monotonía de lo cotidiano. Que salvo por el hecho de escribir, era igual al cargador, a la modista o a la vieja tía que hacía solitarios “durante lo infinito de la velada”. Maestro del fingimiento, de sí mismo escribió, como Soarez: “no soy nadie, nadie. No se sentir, no se pensar, no se querer.” Nunca mejor dicho, estuvo habitado por múltiples personajes diferenciados en su personalidad, su biografía, su estilo y su pensamiento: Alberto Caerio, Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Bernardo Soares fueron sus heterónimos y semi-heterónimos más frecuentados.

Fernando Pessoa, creador del peculiar drama en gente que continúa fascinando a quienes (presumiblemente) lo conocemos, se mantuvo fiel a la condición del retraído doliente que inventó un difícil lenguaje secreto, especialmente identificable en este Libro del desasosiego en el que dejó las claves de una existencia convencida de que todo era una equivocación: su realidad y sus sueños, la sensación de fracaso, la felicidad aparente del camarero o la de sus compañeros, cuando contable, en la oscura oficina del cuarto piso en la lisboeta Calle de los Doradores.

Únicamente en los libros se abandonaba a la soledad pessoana: condición del espíritu que solo puede definirse en sí mismo.  Su peculiar “estado de “no-ser”, carente de cualquier sentimiento social o político, lo llevó a afirmar que la lengua portuguesa era su única patria y su mayor consuelo, no obstante su conocido dominio del inglés, que le permitió desempeñarse como traductor y periodista: “yo, afortunada o desgraciadamente, no tengo ninguna personalidad. De lo que soy a una hora a la siguiente me separo; de lo que ha sido un día, al día siguiente me he olvidado (…) Quien, como yo, no es quien es, vive no solo en el mundo exterior, sino en un sucesivo y diverso mundo interior.”

Más allá de su pertenencia a la palabra, este contable y supuesto Bernardo Soarez que observó al detalle la figura vulgar del patrón Vasques -dueño de sus horas-, llegó a creer que tenía muchas, demasiadas afinidades con Rousseau: “En ciertos aspectos, nuestro carácter es idéntico. Ese tierno, intenso, inefable amor a la humanidad, y un cierto egoísmo que equilibra la balanza, es un rasgo fundamental de su carácter, y también lo es del mío.” Sin embargo, ni Horacio, Shelley, Chateaubriand ni el Padre  Figueiredo, cuyo “estilo conventual y perfecto” lo atrajo en su juventud, lo apartarían de una suerte de sinfonía literaria alojada dentro de sí.

Hay quienes aseguran que, al modo de Borges, Pessoa es un escritor para escritores, que la poesía de sus heterónimos es más accesible que su prosa y que en caso alguno puede considerarse un autor sencillo, destinado a las masas. Como lectora agradecida, lo busco como otros se hacen de amigos, como los devotos del arte van en pos de una estética, de una voz, del mensaje cifrado, o como los creyentes de cualquier religión aseguran hablar con Dios, se represente éste bajo la figura de animales o árboles, humanizado o simplemente como una abstracción. Discuto con él, coincido con su fervor por la palabra, comparto saudades, el desaliento que suele agitar a quienes se dicen felices con sus vidas y también percibo el revés de la existencia como algo común y sin embargo cambiante; pero, sobre todo, nos une la pasión de leer y escribir.

Pessoa no fue popular ni amigo de entrevistas y mucho menos proclive al jaleo publicitario que ha convertido la vanidad del escritor en instrumento de idiotez. Sus problemas hepáticos se lo llevaron del mundo a una edad en que la madurez ensancha la voz propia, cuando el escritor comienza a sentirse en posesión de un estilo de ver, vivir, entender y comunicar el irresoluble misterio de la existencia; misterio que algunos, para sortear sus embates, fusionamos a la idea del destino.

Trasmutada la peculiar y añosa relación que mantengo con él en amistad amorosa, lo presiento en la soledad de mi escritura como uno de sus fantasmas, el más inseparable, vivo, afín y comunicativo de todos los que pueblan mi universo literario.

 [1] Profesor de traducción y literatura comparada en la Universidad de Évora, desde 1995, y galardonado este mismo año con el prestigioso premio Eduardo Lourenço, según  publicara el diario El País.

México en vilo


Baño en escuela o aula rural en Las Margaritas, Chiapas

Baño en escuela o aula rural en Las Margaritas, Chiapas

Esta es la mayor fractura del país, después del Levantamiento Armado. La población llegó al límite. Ya no es la gobernabilidad lo que está a debate. Es el Estado el que se balancea sobre el abismo. En hora tan aciaga, la única reforma confiable, oportuna inaplazable y exigida por unanimidad, es la que compete a la costumbre del poder. Y ésta no requiere más tarea que aplicar la Ley. Tal cual. Ni Comisiones de investigación, ni inventos tramposos, ni comités de la verdad ni grupitos sacados de la manga y metidos a las nóminas para distraer inconformes. Corrupción y más corrupción, en todas su modalidades y jerarquías, es lo que flota como nata inmunda en el territorio. Apuntados con el dedo y bajo reflectores, las fechorías son públicas e incontables. Todos nos enteramos de “negocios”, tantos por ciento, arreglos, componendas, alianzas, embutes, fraudes, extorsiones. Con la impunidad prosperó el cinismo, lo que permitió que los pillos trabajaran de honrados, decentísimos, académicos y acumuladores de salarios tan desmesurados como “legales”. Ya no es posible caer más bajo.

La población se tardó en reaccionar.  La tragedia guerrerense no es, por desgracia, un caso aislado, pero encendió la bomba. Decapitados, torturados y tirados en fosas clandestinas, basureros o a cielo abierto, miles antes que ellos abultaron las estadísticas de jóvenes víctimas de violencia. Otros tantos continúan engrosando las cifras. Se trata de un encarnizamiento de adultos contra muchachos, en mayoría de sexo masculino. Algo como un enorme filicidio, un odio extremo de padres contra hijos, una torcedura de la rivalidad implícita en la lucha generacional, pero a la inversa. Aquí son los mayores los que aplastan a los que vienen para impedir que los superen, los llamen a cuentas y/o conquisten su propio lugar en el mundo.

 El fenómeno no se circunscribe a los crímenes. El estado miserable de las escuelas rurales, así como de las normales y recintos supuestamente dedicados a la formación de nuevas generaciones, conforma este complejo fenómeno de desprecio extremo a los jóvenes. Simbolizado por el Cronos devorador de sus hijos, aquí lo encabezan los gobernantes y las mal llamadas autoridades. De hecho, el sistema político fundó su autoritarismo en esta monstruosidad paternal. Y el modelo no pudo conciliarse mejor con el machismo, hasta rematar con esta carnicería. Aquí “La Ley del Padre” se impone con sujeción totalizadora, con impedimentos al natural desarrollo de los vástagos, con malos tratos sociales  y actos de indignidad  para cerrar puertas y vejar de todos los modos posibles. Ni alternativas laborales o de recreación ni formativas de calidad; tampoco un saber a la altura de los tiempos, servicios adecuados, ni derechos ni actividades cívicas: el medio condena a los jóvenes a la ignominia. No es casual, por consiguiente, que el Gobierno, en todas sus instancias, actúe como si de manera consciente estuviera decidido a exterminarlos, a envilecerlos y degradarlos. La conducta social también lleva su parte de responsabilidad. Y eso debe cambiar.

En vez de invertir en establecimientos, maestros y materiales para las nuevas generaciones, se ha optado por pervertir la función de educarlos. No hay más que asomarse a recintos e internados rurales, como la normal guerrerense, para comprobar que su situación miserable es un espejo fiel del ultraje  al que me refiero. El colmo es que el Estado espera una dócil conformidad y hasta agradecimiento de los humillados, al modo de los hijos maltratados. Y si esto es el núcleo a donde van a parar los males, los círculos concéntricos se ensanchan en complejidad y pudrición hasta perderse de vista: allí está el sucio historial de los sindicatos y manos amigas, allá los tejemanejes, las plazas vendidas, trampas, saqueos, improvisación, castigos presupuestales, engaños, encubrimientos delictivos, fraudes, deficiencias, y agréguele usted a la lista negra para exhibir la mugre nacional, de una vez por todas.

Complemento de lo anterior, llegamos a creer eterno, intocable, invencible y sagaz el triunfo de los bribones. Es innegable que el lavadero no es exclusivo de narcos inventa/dinero/limpio. También fluye en el surtidor de salarios, pensiones, “bonos”, sobresueldos, aviadurías, gratificaciones y otras ocurrencias perversas, cuyos beneficios no se detienen en los tres poderes de la República. El abuso en connivencia se multiplica con alegre libertad a lo largo y ancho del presupuesto, e inclusive hay suficiente para satisfacer ensoñaciones partidistas, falacias judiciales y de derechos humanos, así como otras desviaciones impensables en sociedades democráticas.

En resumen: la frustración crece por minutos y la peligrosidad está a la vuelta de la esquina. El agujero mexicano, abierto desde Iguala, ya no acepta parches. Con el índice internacional presionando, esta realidad cambia o dejamos que la disolución social, política y económica se meta hasta las cunas. Por primera vez hay consenso en la población. Tanto es así, que los partidos políticos han quedado aplastados, encuerados, inutilizados y, no obstante su fracaso, aún agarrados a los subsidios, como bestias acosadas. Está por ver por cuál de las puertas falsas pretenden salvarse.

Es momento de barrer con la cáfila de pillos que tanto daño hacen a las generaciones. Momento para sanear la justicia y obligar al SNTE y anexas a utilizar fondos para restaurar escuelas y daños colaterales. Como solución de emergencia, este sería un golpe político invaluable. Después de esta experiencia, el Gobierno ya no puede hacer la vista gorda ante el pudridero. Tampoco seguir alentándolo. La fotografía que tomé de un “baño” en Las Margaritas, Chiapas, aledaño al aula única y paupérrima, muestra el agujero que sirve de excusado. Y así lo demás. ¿Reforma educativa sin instalaciones decorosas? Da pena abundar en lo inocultable, en lo que se explica por sí mismo.

Hace falta inteligencia política. Falta destreza para atender conflictos paralelos y evitar mayores hogueras. Los tiempos en política son exigentes, pero implacables: se atienden o se cobran con mayores consecuencias. Por desgracia, pesan aún usos y vicios del estilo de poder que impide aplicar este principio invaluable. Con un dedo de previsión o sensibilidad, el Secretario de Educación ya debería haber emprendido la tarea de restauración de las normales. Prioritarios, los internados rurales ya tendrían lo que durante años no cesan de demandar, y los alumnos no continuarían aguardando en vano camas, alimentos, accesorios laborales y servicios dignos.

No se puede esperar al desenlace de  la tragedia porque otras ya están en gestación y hay que evitarlas. Si algo enseñan los griegos –sabios en tanto- es que el movimiento trágico es eso, precisamente: movimiento imparable, lo que significa que, en su vorágine sangrienta, arrastra a sus víctimas sin que el clamor  de piedad o misericordia impida la sucesión de crueldades.

Lo fundamental es romper por alguna arista la psicología del desastre. Qué mejor que emprender la tarea de reconstrucción y dejar que la sociedad participe, ahora sí, de manera organizada y responsable.

Enlutadas, las madres se mueven

Foto: Jesús Villaseca P. | 24 HORAS

Foto: Jesús Villaseca P. | 24 HORAS

El ambiente está enrarecido. Huele a advertencia, a pólvora social. Las calles se agitan y las mujeres se levantan: último reducto de paciencia, el agua llegó a los aparejos. Por todos los modos y durante décadas, algunos advertimos que la mujer es el eje reproductor de la miseria, que las madres son trasmisoras de la civilidad o la ignorancia, que si de veras se pretende subsanar el atraso hay que empezar por la condición femenina y, en suma, que los derechos humanos comienzan y se afianzan por la vía de la maternidad. Lejos de atender el llamado, el Estado incrementó la pobreza en límites de miseria. No contento con extremar las desigualdades, envileció o abandonó a los hijos de la marginación. Para coronar su fracaso, hizo que madres y abuelas llevaran el luto como una segunda piel.

De mandil y entusiasmo entrenado por diestros operadores, eran carne de acarreo para el PRI; después, “capital político” de izquierdas que vi actuar bajo rubros distintos en Chiapas, en el DF, en Oaxaca, en el Edomex…: gorra, pancarta, camiseta y, a veces, algo que supuse despensa, aunque cuando en el mitin de López Obrador o de quien fuera llegaban las camionetas, la “feligresía” abandonaba al orador para arremolinarse en pos del reparto. Los tiempos cambiaron: esa población femenina utilizada por la partidocracia proveyó de sicarios al crimen organizado, de policías y militares a “las fuerzas del orden”, de indocumentados y caídos en el intento, y de muchos, muchísimos muertos, secuestrados y “desaparecidos” arrojados a fosas clandestinas de manera inmisericorde.

A este universo discriminado, sin acceso a viviendas, alimento ni escuelas dignas, heredero del malestar de la cultura, pertenecen decenas y decenas de miles de viudas, madres, abuelas, hermanas, hijas, novias, amasias (como gustaban definirlas en la página roja, que ahora es todo el diario), y demás miembros del contingente femenino que ha sufrido en carne propia las consecuencias del engaño de los “gobiernos de la revolución” y sus descendientes directos e indirectos.

No se habla de las mujeres en México; no de las mujeres de carne y hueso, las verdaderamente maltratadas dentro de sus hogares y a todo lo ancho del territorio, las que llevan a cuestas el atraso y la injusticia de siglos, a cuenta de un machismo arraigado en el inconsciente colectivo: con niños e indios, esta es la población que, por millones, fluctúa entre la invisibilidad, el relleno electoral y la excusa para sustentar la demagogia sobre la inexistente equidad de género. Desde los remotos y sin embargo impunes feminicidios inaugurados en la frontera norte, la ineptitud gubernamental dejó las manos libres al crimen y a la degradación institucional. Otro habría sido el curso de la violencia de haber actuado legal y oportunamente. Con justicia, trabajo y formación, la vida social no habría descendido hasta la ignominia; tampoco el oportunismo partidista habría acarreado la furia popular a su molino ni las mal llamadas izquierdas habrían discurrido el “lavado de candidatos y de nombres” para acomodarse en los más sucios juegos del poder. Hay que insistir para que se entienda con claridad: las mujeres han sido usadas,  sus necesidades menospreciadas, su clamor desoído y sus derechos ignorados.

Partidos políticos y gobernantes desdeñaron el impacto que el dolor femenino provoca, como ondas expansivas, en su prole, en su pueblo, en su familia extensa, en su país. Sistemáticamente se desestimó la función femenina, integradora de la sociedad. Justo cuando la “renovada” coalición priísta entonó la oda a las reformas del progreso, incluida la electoral, cargada de subsidios vergonzosos a la partidocracia, cayó la bomba de una verdad que, encabezada por un gobernador, un alcalde amaridado al narco, y una tribu guerrerense extraídos de las filas perredistas, arrancó el velo a la mascarada democrática y se atizó el avispero.

 De un día para otro se dejó venir el tsunami popular. El dirigente del PRD medio que asomó la cabeza para pedir perdón por haber incurrido en una de tantas patrañas electivas; luego, silencio y el síndrome de la avestruz para sortear los embates del reclamo masivo: no vaya a ser que, en medio de la vorágine, queden aún más raspados y las urnas, en vez de votos, se llenen de impugnaciones. Nadie, sin embargo, puede acallar el grito doliente del ejército femenino que exige justicia. Ya se sabe que cuando La Bola se mueve, no hay quién la pare.

Impotentes frente a la batalla campal entre criminales y uniformados o al revés, que lo mismo da, las mujeres llevaron su luto con discreción durante las masacres enderezadas a cargo de los panistas y continuadas hasta la fecha, en nombre de una “limpieza armada” contra la delincuencia. No se consideró entonces ni ahora la señal femenina que continuó aportando muertos y sufrimiento al caldero de la brutalidad. Tampoco disminuyó la ilegalidad ni se ofrecieron satisfactores a las víctimas.  Como sería de esperar, la hecatombe empeoró hasta que el infortunio de los normalistas encendió la pólvora de la movilización interna y la protesta internacional que, a la par, exigen respuestas y acción expedita al Estado mexicano.

Madres, abuelas, hermanas, amigas e hijos de aquellas muchachas que, por miles, fueran brutalmente destrozadas y arrojadas al descampado, comenzaron a engrosar el ejército de dolorosas que aún vaga entre lágrimas clamando justicia. Nadie oye. A nadie interesa arrancar el velo a la apariencia. Nadie quiere saber cómo se rompe el alma de la familia, del pueblo y del país con el imperio de la violencia. A ninguno conmueve el sufrimiento de quienes, al padecer de la pérdida, agregan la humillación de saber que los asesinos andan sueltos y que no hay autoridad ni sanción que los frene. Pero el feminicidio impune no es el único ni el peor rostro del conflicto. A la memoria de las infelices jovencitas se sumaron atroces asesinatos de indocumentados locales y sudamericanos, decapitados y “empaquetados”, secuestrados, niños robados y desaparecidos, miríadas de adolescentes obligadas a prostituirse y el sinfín de evidencias que han mermado, corrompido o exacerbado a una o dos generaciones cuyo daño irremisible prefigura un porvenir aterrador.

El funeral de una madre a las puertas de la SEGOB es un caso único en nuestro memorial de protestas por los hijos asesinados y/o desaparecidos.  impensable una organización equivalente a la de las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo, aquí las mujeres han mordido con desaliento su rabia. Entre la precariedad educativa, cuestiones culturales y un débil sentimiento de pertenencia e identidad, las víctimas mexicanas no trasmutan en madres coraje que desde la remota Grecia hasta las guerras mundiales y de la guerra civil española a la causa argentina se vuelven batalladoras infatigables: una locomotora tenaz que más de una vez ha obligado a varios gobiernos a rectificar sus políticas. El activismo de Rosario Ibarra de Piedra e Isabel Miranda de Wallace son excepciones que rascan la llaga de la maternidad enlutada que no se conforma con discursos ni con promesas inútiles.  

Todos sabemos que amortajar y honrar a los muertos es cosa de mujeres, pero mejor lo saben los gobernantes que, por su desprecio ancestral a lo femenino, miran para otro lado cuando la queja, la exigencia de justicia y el lamento desesperado les enrostra una verdad que, ahora sí, se ha convertido en vorágine. Estamos al filo de un estallido social. No hay ideología, oportunismo, discursos ni promesas que restauren los daños. Las mexicanas ya no son las de antes: sus muertos las están transformando y no sabemos, todavía, en qué trasmutará el sufrimiento.

El laberinto de la crisis


El Lábaro Patrio se encuentra desgarrado. FOTO: ÁNGEL ALBA

El Lábaro Patrio se encuentra desgarrado. FOTO: ÁNGEL ALBA

“En tiempo de crisis, no mudanza”, pregonaba Ignacio de Loyola, quizá a los atribulados que se apegaban al principio esperanza para encontrar sosiego, al menos por virtud de la fe. No que los gobernantes atiendan la recomendación jesuítica, sino que de suyo, por costumbre viciada y porque así lo hemos tolerado, dejan a su aire las situaciones críticas para volverlas papa caliente que no saben a quién arrojar. En política y respecto de la ilegalidad, no hacer equivale a hacer la vista gorda o hacerlo mal, mientras otros hacen lo que les viene en gana. Esto se llama complicidad en connivencia y repercute tanto en la degradación social como en la del Estado.

La crisis se manifiesta cuando se rompe la estabilidad entre subordinados y la autoridad gobernante. El imperio de la criminalidad no es un hecho aislado, tampoco la pésima actuación de las instituciones. Ambos son síntomas de una cultura enferma –muy enferma- de tiempo atrás. Sin embargo, la tragedia guerrerense nos ha situado en un punto sin retorno: continuar tolerando la corrupción, infiltrada hasta el hueso, anticipa la africanización del Estado; abatirla en bien del país, exige un saneamiento radical que daría al traste el modo “estructurado” de gobernar. Anudado a lo anterior, no pueden quedarse atrás los actos vandálicos abanderados por alguna facción ni los usos anárquicos de protestar, causantes de daños colaterales. Tampoco los poderes de la República ni los partidos políticos pueden seguir así, porque de arriba abajo y de lado a lado el cáncer está en todas partes.

Sobre el deber de resguardar derechos, los gobiernos optaron, discrecional y progresivamente, por extremar desigualdades e institucionalizar la injusticia. La gran población fue despojada de garantías hasta condenar a la ignominia a millones de marginados. Entre la precariedad educativa, el hambre, el fracaso agrícola, el crecimiento demográfico, la ausencia de oportunidades y los rigores del capitalismo salvaje, la prole depauperada exploró cauces de la emigración, la criminalidad y los “trabajos” aleatorios, que, con lujo de mañas y malos oficios, engrosaron el “capital político” de la partidocracia: un fenómeno que paradójicamente y en vista de la corrupción que los dota de presencia, presupuesto y sentido, más y peor nos aleja de la democracia. Es decir, en vez de contribuir desde los peldaños del municipio al cultivo de una participación responsable, los partidos se apoyan en el atraso social para avalar sus aspiraciones de poder.

El caos superó los recursos ordenadores del Estado. La realidad, por consiguiente, impuso el dilema de ceder al mando a la delincuencia o restaurar las instituciones. Si lo primero es un hecho, lo segundo depende de abatir la corrupción y recobrar la credibilidad judicial: logro  titánico porque, según principios del orden y el caos, el  equilibro indispensable al desarrollo con progreso requiere una energía tremenda y sostenida; es decir, mayor a la del sentido contrario. A cambio de un crecimiento socioeconómico regulado, la podredumbre pública y privada se aparejó a la criminalidad hasta anular el impulso restaurador de la ingeniería social. Dicho de otro modo: surgió un abismo imprudencial entre problemas graves –ya descontrolados- y la posibilidad efectiva de remediarlos con las instancias existentes. Cuando la inconformidad se desborda, la mal llamada autoridad, partícipe del conflicto, no puede ni sabe cómo subsanar el desbarajuste, agravado por la paupérrima cultura cívica de la sociedad. Ése, de tal magnitud, es nuestro drama; un drama que tambalea entre el estallido social y el narcopoder, mientras el gobierno y los partidos se queman las manos con las papas al rojo.

Las crisis entrañan una inestabilidad radical, acompañada de abatimiento. Si en lo individual el desesperado tiende a tomar malas decisiones, en lo político la incertidumbre crea escenarios de alta peligrosidad, proclives al terrorismo, la subversión y abusos de poder, tanto por parte de los gobernantes como de gobernados. Somos rehenes por partida doble: del mal gobierno y de quienes, con impunidad, se atribuyen el derecho de violentar a los demás. Sea por temor a los excesos del PRD y facciones colaterales, por ineptitud y complicidad del sector público o porque la ingobernabilidad ha alcanzado dimensiones alarmantes, lo cierto es que la ilegalidad y el miedo se han instaurado en complicidad con los poderes públicos y, para colmo, también en espacios que trascienden los cotos del crimen organizado.

¿Por qué permitir que las escuelas normales actúen como semilleros de violencia? Más barato, productivo y benéfico sería sanear sus establecimientos y dotarlos de condiciones educativas, cívicas y morales que dignifiquen, desde las aulas, la realidad del magisterio. Hacer la vista gorda en los desmanes es inaceptable. Todo se enreda en una sucesión de anomalías: la actuación del gobierno y la de los transgresores, la de los criminales y partidos políticos involucrados… Tal es el laberinto manifiesto desde Iguala y el que desenmascara cómo están entrampadas todas las partes.   Ningún funcionario es ajeno al conflicto. Tampoco vale la tolerancia ciudadana ante marchas cada vez más violentas que secuestran a la sociedad y desencadenan nuevos conflictos. “Botear”, extorsionar, secuestrar y quemar camiones, tomar calles y carreteras, romper vidrieras, saquear comercios y destruir propiedades públicas o privadas son delitos enmascarados de ideología. Inseparables de intereses facciosos, los cada vez más frecuentes actos de anarquía dejan al descubierto la impotencia de una sociedad que solo atina a repudiar a los gobernantes para mal satisfacer su enojo acumulado.

El prolongado abandono de lo fundamental a favor de lo secundario ha quebrantado al Estado. Si de un día para otro no se puede resolver la desigualdad extrema, al menos debemos exigir protocolos ordenadores, empezando por el pandillerismo comandado por las mal llamadas izquierdas. La población afectada ya no tolera demagogias ni paliativos. Entre criminales organizados para matar, imponer el terror y multiplicar el sufrimiento en un población castigada de antemano y una tremenda torpeza gubernativa y el laberinto del caos, el pobre México se está desintegrando.

Nos irrita la partidocracia, repudiamos su irracional subsidio, abominamos de su irresponsabilidad y ya nadie cree que sus torceduras ayuden a democratizar al país. Agréguese un sistema político inoperante para calar el pozo de la desesperanza: estamos en las peores manos y supeditados a la perversión facciosa. ¿Qué hacer en situación tan aciaga? Si no es posible ni deseable “barrerlo todo y barrerlo bien”, la sensatez indica comenzar por lo elemental, sin abandonar lo principal: crear protocolos de orden y civilidad, tanto para el ejército, las policías, los partidos y el Poder Judicial. Hay que regular a los funcionarios y sancionarlos legalmente.  Ni que decir respecto de los grupos que, con la complacencia oficial, causan desmanes, imponen el terror y contribuyen al caos.

Ante el abuso o la anarquía de inconformes y marchistas, siempre hay víctimas ignoradas y desprotegidas por el Estado. El Código Civil debe aplicarse a todos los que delinquen, tengan el puesto que tengan. Pero no a balazos ni trancazos ni con trampas, sino bajo el imperativo de que a la incivilidad se responde con mayor civilidad. Y a la sinrazón con más inteligencia. Que no se hable de amar o de no amar al país: más valiosa y fructífera es la decencia conducida por la razón. ¿Seremos las actuales generaciones capaces de incorporar algo de dignidad a este México tan mancillado? Esperemos que la disolución social no nos alcance antes.

Huitzilopochtli, hoy


La naturaleza del mexicano es intrincada. Lo supieron Samuel Ramos y Octavio Paz, pero antes que ellos los cronistas se dieron cuenta de que no era de desdeñar este universo de dioses y calendarios. Aprendieron a convivir con engaños, culebras, designios, pirámides, ofrendas de sangre, ritos tremendos, retorcidas fórmulas de cortesanía y una severa complejidad que abarcaba del calmécac a los templos y de estos a los recintos guerreros, pero nunca los descifraron ni consiguieron eliminarlos como deseaban. Ninguna de las plumas que con más o menos fidelidad recogieron nuestro pasado prehispánico dejó de señalar, sin embargo, dos características de los aborígenes: su natural taimado, que desquiciaba al colonizador, y una feroz manera de ensañarse, humillar y aniquilar al otro, al grado de desollarlo y lucirse o comerciar con la piel, sin ninguna dificultad.

A propósito de la brutalidad que nos cerca, recordé que con la sin par Historia de las Indias de Nueva España emprendí la difícil tarea –inconclusa aún- de entender la dualidad mexicana, su cifra serpentina y “ese algo” que provoca recelo. Estuve tentada a transcribir el capítulo IV, “De lo que sucedió a los mexicanos después de llegados a Chapultepec”, pero me decidí por comentar fragmentos, porque esta es una de las obras que todo mexicano debe leer siquiera una vez, y en especial por el torbellino que nos habita: hay que ir hasta la raíz, deslindar, elegir y, con suerte, precisar nuestra pesada carga ancestral, que los orientales consideran karma.

En el relato de fray Diego Durán, no hay desperdicio: la supremacía de Huitzilopochtli, dios de los mexicanos, perdura sin que ningún credo, amenaza o presagio la debilite. Hechicero, embaucador y perverso, sus malas artes reptan en libertad. Hay que tener hígado para sobreponerse a la descripción del reguero de miembros, cabezas y cueros de víctimas desolladas después de los sacrificios o las batallas instigados por él. También debemos templar el alma para ver, en tan rico muestrario, cómo se parece la crueldad de los remotos abuelos a la de los criminales de hoy. Para nuestra desgracia y como si de una plaga se tratara, continúa atacando la enfermedad del taimado que no ve, no sabe, no entiende, no actúa ni se conmueve, aunque el desfile de horrores esté en sus narices.

 

Después de ires y venires mexicas, cuando peregrinaban en pos de un lugar propio, Durán refirió cómo se doblegó el rey de Colhuacan al oír los amañados ruegos de los ya desde entonces temidísimos y tramposos mexicanos. Asentados temporalmente en Tizapán, donde solo había serpientes y alimañas que aprendieron a comer, recibieron el mensaje de su dios y la orden de cumplirlo al detalle:  visitar al adversario a  excusa de relacionarse, comerciar libremente y emparentar por vías del casamiento, “para tratarse como hermanos y como parientes”, ya que, como enemigos, la presión era insostenible. No que fuera ingenuo o inofensivo Achitometl, es que los adoradores de Huitzilopochtli superaban en perversidad a cualquiera.

Enemigo de la paz, Huitzilopochtli reveló a sus prelados que requerían a la mujer de la discordia para conseguir, a partir del conflicto subsecuente, el lugar que les tenía reservado para fundar su ciudad. En vista de que “no es éste el asiento que os tengo prometido (…)”, es necesario “dejar este donde ahora moramos. Y no lo haremos con paz, sino con guerra y muerte de muchos”. Por consiguiente, había que hacerse de una noble doncella para acatar el mandato. Los obedientes mexicas enviaron mensajeros con regalos y elogios a pedir a Achitometl, rey de Colhuacan, nada menos que a su hija amada “para señora de los mexicanos y mujer de su dios”. Y él la entregó creyendo que la muchacha  iba a reinar y a ser diosa de la tierra, tal y como se prometió y como sería trasladada por ambas partes, “con toda la honra del mundo”, hasta el asentamiento de los rivales.

En la orden siguiente del dios quedaría sellado el destino de la nación: “Ya os avisé que esta mujer había de ser la mujer de la discordia y enemistad entre vosotros y los de Colhuacan, y para lo que yo tengo determinado se cumpla, matad esa moza y sacrificádmela a mi nombre, a la cual desde hoy la tomo por mi madre. Después de muerta la desollaréis toda y el cuero vestídselo a uno de los principales mancebos, y encima vestirse ha los demás vestidos mujeriles de la moza, y convidaréis al rey Achitometl que venga a adorar a la diosa, su hija, y a ofrecerle sacrificio.”

Todo ocurrió en Tizapán, según lo indicado: los mexicanos matan a la princesa, la desuellan, visten a un principal con su piel y, concluido el proceso, mandan llamar al rey, su padre, para presidir un convite “donde su hija había de quedar por diosa de los mexicanos y esposa de su yerno, el dios Huitzilopochtli”. Reinaba un ánimo festivo y eran abundantes las ofrendas de pluma, mantas, papel, copal, comidas, piedras y muchos géneros de aves y peces. Entre consabidas fórmulas de cortesanía y parabienes, Achitometl comió, departió y aguardó con cierta impaciencia  la aparición de su hija para celebrar los esponsales… Pero, la tragedia estaba dada:

“Después de aposentados y de haber descansado los mexicanos –escribió Durán-, metieron al indio que estaba vestido con el cuero de la hija del rey en el aposento junto al ídolo y le dijeron. <<Señor, si eres servido, podrás entrar y ver a nuestro dios y a la diosa tu hija, y hacerle reverencia y hacer tus ofrendas.>> El rey, teniéndolo por bien, se levantó y fuese al templo que les tenían edificado, y entrando en la pieza donde estaba el ídolo, empezó a hacer grandes ceremonias y a cortar las cabezas a las codornices y a las demás aves,  y a ofrecer sacrificio y a poner aquella comida delante de los ídolos y ofrecer copal y rosas y de todo lo que para aquel efecto llevaba. Y por estar la pieza algo oscura, no veía a quién ni delante de quién hacía aquel sacrificio. Y tomando un brasero con lumbre en la mano, según la industria que le dieron, echó incienso en él y empezó a incensar los bultos, y aclarándose la pieza con el fuego, vio al que estaba junto al ídolo sentado, vestido con el cuero de su hija, una cosa tan fea y horrenda, que cobrando grandísimo temor y espanto, soltó el incensario que en las manos tenía, salió dando grandes voces y diciendo: <<Aquí, aquí mis vasallos los de Colhuacan, venid a socorrer una maldad tan grande como estos mexicanos han cometido. Que sabed que han muerto a mi hija y la han desollado y vestido el cuero a un mancebo y me lo han hecho adorar. Mueran y sean destruidos hombres tan malos y de tan malas costumbres y mañas; no quede rastro ni memoria de ellos. Demos, vasallos míos, fin y cabo de ellos.>>

Lo que siguió lo llevamos como insignia del destino: alboroto, hombres, mujeres y niños en fuga, varas arrojadizas, carrizales, la huida de un pueblo hacia Iztapalapa, después a Acatzintitlan, Mexicatzinco…, hasta que el dios se apiadó del padecer de su gente, el día que parió la hija de un principal. En ese “lugar del parto” o Mixiuhtlan, los  mexicanos encontraron un hermoso ojo de agua, en cuya fuente los sacerdotes interpretaron el deseo del dios: “Lo primero que hallaron fue una sabina, blanca toda, muy hermosa, al pie de la cual salía aquella fuente. Lo segundo que vieron fue que todos los sauces que aquella fuente alrededor tenía eran blancos, sin tener una sola hoja verde, todas las cañas de aquel sitio eran blancas y todas las espadañas de alrededor. Empezaron a salir del agua ranas todas blancas y pescado todo blanco, y entre ellos algunas culebras del agua, blancas y vistosas. Salía esta agua de entre dos peñas grandes, la cual salía tan clara y linda que daba sumo contento. Los sacerdotes y viejos, acordándose de lo que su dios les había dicho, empezaron a llorar de gozo y alegría y a hacer grandes extremos de placer y alegría, diciendo: <<Ya hemos hallado el lugar que nos ha sido prometido; ya hemos visto el consuelo y descanso de este cansado pueblo mexicano; ya no hay más que desear (…)>>

A la noche siguiente apareció Huitzilopochtli en sueños a un tal Cuauhtloquezqui y le dijo: ya estaréis satisfechos cómo yo no os he dicho cosa que no haya salido verdadera. Y habéis visto y conocido las cosas que prometí ver en este lugar, a donde yo os he traído. Pues esperad, que aún más os falta por ver. Ya os acordaréis cómo os mandé matar a un sobrino mío que se llamaba Cópil y os mandé que le sacases el corazón y lo arrojases entre los carrizales y las espadañas, lo cual hicisteis. Pues sabed que ese corazón cayó encima de una piedra del cual nació un tunal, y está tan grande y hermoso, que un águila hace en él su habitación y morada. Cada día y encima de él se apacienta y come de los mejores y más galanos pájaros que halla. Encima de él extiende su hermosas y grandes alas y recibe el calor del sol y el frescor de la mañana. Encima de este tunal, procedido del corazón de mi sobrino Cópil, la hallaréis a la hora que fuere de día y alrededor de él veréis mucha cantidad de plumas verdes, azules y coloradas, amarillas y blancas de los galanos pájaros con que esa águila se sustenta. Pues a ese lugar donde hallaran el tunal con el águila encima le pongo por nombre Tenochtitlan.”

De tanto en tanto, a partir de entonces, los dioses abuelos se dejan notar y, poderosos aún, se asientan en sus dominios causando un inmenso terror. ¿Son las señales de sangre designios que no sabemos interpretar? De que Huitzilopochtli gobierna otra vez, no tengo duda. En atención a la historia, no son buenos ni alentadores los signos como traídos del pasado remoto.

DIATRIBA

Leerlo estremece. Nos espetan las noticias más brutales como si de algo irremisible se tratara. Las cuencas huecas del joven desollado están en mis pesadillas. Un alcalde en fuga. El guerrerense que se dice gobernante. Criminales que viajan en patrullas. Funcionarios coludidos con los narcos. Narcos que se reproducen como cucarachas. Policías/verdugos que asesinan, extorsionan e intimidan. El obispo que arremete contra homosexuales y dice con la fresca que solo falta permitir la unión con animales. Un Euriviel que gasta fortunas en publicitar sus idioteces. El presidente atareado en demostrar que la bonanza toca las puertas del progreso. Reformas que empobrecen y pobres tan pobres que “botean” airados para sacarle unas monedas a infelices carreteros que tienen la desgracia de transitar en mala hora por los caminos de la muerte: el infierno está en este país. La indignación me escuece el alma…

No más: dan ganas de gritar en pleno rostro a la mal llamada autoridad. No más sangre ni muchachos malogrados. No más fosas clandestinas. No más discursos ni pregones triunfalistas. No más abusos, fraudes, mentiras ni recompensas espurias. No más dinero malgastado en partidos políticos corruptos. No más Oaxaca que arde, niños despojados de futuro, madres dolientes, hambre en los pueblos, congresistas sinvergüenzas, patrulleros asaltantes, concursos amañados, trampas y más trampas en toda la República: el país, señores, está desintegrado.

Y nosotros, impotentes ciudadanos que caímos en el juego de las urnas, toleramos con la boca abierta y la cara roja de vergüenza la mayor injusticia de la historia. Nosotros, los de a pie, miramos pasar el horror con la piedad que pide al cielo clemencia, convencidos de que no hay ángel guardián, guadalupana ni ángel exterminador que limpie el río de sangre que serpentea por las calles de Morelos, Michoacán, Guerrero, el Norte, el Sur, el Este y el Oeste. Somos “los otros”, los de abajo, “los condenados de la tierra” que dijera Fannon hace siglos, cuando el mundo no probaba aún el furor de la crueldad abyecta, cuando las ideologías intimidaban y las buenas gentes se distraían con karidades recogidas en los bailes. Nosotros, los del “despertar de la conciencia”, caímos hasta abajo, donde los pisotones no son nada comparados con el yugo de una realidad que pone a temblar a nuestros padres en sus tumbas.

 

50 años de Tláloc y el Museo Nacional de Antropología


Se respiraba un aire de provincia amodorrada, pero era La Capital. Ernesto P. Uruchurtu la cuidaba como si de una joya preciosa se tratara. Lo apodaban “Regente de hierro”, por comprobadas razones. En nombre de la decencia la arremetía contra carpas, teatros, cines y espectáculos que en vez de ponderar el pudor se atrevían con el erotismo, mujeres semidesnudas y temas “de mal gusto”. No que le preocupara que las ombliguistas pillaran un resfrío; lo grave era que las chicas de la noche incitaban al pecado. Germanófilo, ultraconservador, soltero, de raíces profundamente católicas y laborioso como el que más, dormía con un ojo abierto para vigilar a la urbe. Recato, orden y modernidad eran sus prioridades. Aseguraba que, sin control, las buenas costumbres se pierden y dejan campo abierto a vicios, pornografía, procacidad y a cuanta mugre es capaz de prodigar la gente abusiva, malhablada y crápula por naturaleza.

Esfuerzo tan sostenido durante 14 años de regencia (1952-66), no impedía un libre curso de contradicciones. Fuera de su “Cruzada de la decencia teatral”, jefaturada por un Luis Spota  ocupado en censurar a  Tongolele, María Victoria o Jodorovski, además de clausurar locales como el Waikiki y el Salón México, el sin rival regente toleraba cabarets frecuentados por “gente de bien”, que sabía dónde y cómo gastar sus jornadas nocturnas. Implacable con pulquerías, cantinas con aserrín en el piso y locales que ostentaban letreros como el célebre: “se prohíbe la entrada a mujeres, curas, toreros y perros”,  Uruchurtu tenía fobias tan claras que sin chistar impidió que se presentaran los Beatles en la ciudad.  Prohibió películas como Viridiana, de Buñuel. Consideraba fastidiosas las protestas de intelectuales y artistas, pero no pestañeaba al volcar su desprecio al “peladaje” ni desperdiciaba ocasión de abatir a los invasores de predios: asunto que finalmente le costaría el puesto en el régimen de Díaz Ordaz.

En contrapunto de la moralina, Uruchurtu sacó al Distrito Federal de su postración decimonónica. Procuró una infraestructura urbana propia del siglo XX y no le tembló la mano al abrir vialidades y acometer problemas como el del agua.  Si la construcción de mercados, parques y jardines lo caracterizó, Chapultepec coronó sus fantasías al hacerlo núcleo cultural, recreativo y ecológico de un México que crecía por segundos. Su obsesión por engalanar la Capital contrastaba sus prejuicios. No fue de extrañar que las mayores empresas civilizadoras de la época provinieran de su feliz correspondencia con Jaime Torres Bodet, Secretario de Educación Pública.

Ampliado y modificado como el Paseo de la Reforma, el bosque de Chapultepec selló a lo grande el lopezmateísmo. Alojó desde entonces varios museos para concentrar desde vestigios de nuestra memoria remota hasta el arte moderno y contemporáneo. A partir de la primera piedra y hasta su inauguración un año después, el 17 de septiembre de 1964, el Nacional de Antropología, diseñado por Pedro Ramírez Vázquez, no solo superó con creces las expectativas, también se reconoció entre los más bellos del mundo.  Mientras los recintos construidos a la par no resistirían el paso del tiempo,  tanto el proyecto como los materiales y su cuidada edificación mantendrían al MNA a la vanguardia de la mejor arquitectura del siglo XX.

Como prueba de lo que era capaz el sistema cuando valoraba el talento, Torres Bodet convocó a un gran número de artistas plásticos para realizar  murales, esculturas y pinturas alusivas al contenido. El resultado fue la magnificencia del conjunto. La distribución de salas y talleres, la biblioteca o los auditorios; areas abiertas, fuentes, el estanque de lirios, celosías y, en particular, la columna central bañada por una cascada artifical que se precipita desde el memorable paraguas… Todo fue  tan rigurosamente logrado que el Museo continúa siendo motivo de admiración por propios y extraños.

Eran años en que niños y púberes vagaban en libertad, por pequeños que fueran. La ciudad se vivía como extensión de las casas, no obstante su desmesurado crecimiento. Nos transportábamos solos en uno, dos o tres camiones “de línea” a la escuela y de regreso, sin más riesgo que el de quedarnos dormidos por el calor hiriente del mediodía. Los escolares nos deteníamos a mitad del viaje para observar el paso a paso de la construcción, iniciada a velocidad supersónica, en 1963.  Así conocería en plena actividad a los arquitectos Pedro Ramírez Vázquez, Rafael Mijares y Jorge Campuzano, planos en mano, quienes sin petulancia ni complejo de estatua, se tomaban la molestia de explicarme esto o aquello, quizá conmovidos por mi ignorancia, mi edad o mi atrevimiento.

Hay en la historia de México muchos episodios intensos, pero el relacionado al Museo Nacional de Antropología es uno de los más felices y emblemáticos.  La apertura indirecta que suscitó una acertada reforma urbana, todavía me estremece. Tanta belleza, aunada a la expectación, fue un aire fresco en el ámbito ensombrecido por la Iglesia y pronto atenazado por el mal carácter y la brutalidad de Díaz Ordaz: la peor herencia de López Mateos que, de haberlo sospechado, se habría muerto otra vez.

Al diseñar los espacios destinados al Calendario Azteca, la Coatlicue y deidades y símbolos que los acompañan, no podía faltar el aporte mágico, inesperado, que tanto fascina de nuestra cultura. Por semanas o tal vez meses, la prensa se ocupó de una discusión que cayó en las familias, en la academia y en la burocracia como agua de mayo: la existencia, en sabe Dios dónde, de un “ídolo” imponente que, como recado del cielo, se dio a notar, semienterrado, en un pequeño poblado que lo tenía como parte del paisaje y sus apegos devocionales. Era obvio que, por manifestarse al público en general, el dios  pedía mayores merecimientos. Y así se consideró por nahuatlatos, antropólogos y arqueólogos que salieron al quite con deslumbrantes explicaciones.

Convertido en un casus belli porque, tras “descubrirlo”, “alguien” propuso trasladarlo al futuro museo con las piedras hermanas, el asunto de la deidad sin nombre atrajo la atención de propios y extraños.  Como sería de esperar, aun el clero, imbuido de sublime autoridad, tuvo algo que aportar respecto de la concepción de lo sagrado y lo profano, lo falso y lo verdadero. Para no sustraernos de semejante encuentro con la historia, a los escolares nos ordenaron “investigar” atributos y peculiaridades del monolito. Lamento no haber conservado aquellas tareas ingenuas: espejo del ánimo y el chismorreo reinantes.

Entre dimes y diretes, la decisión fue infalible: el bloque labrado, de identificación imprecisa, abandonaría su lecho ancestral. Por sus características, se colocaría sobre una superficie adecuada, donde en adelante sería custodio simbólico de la riqueza prehispánica. El traslado desde Coatlinchán, Estado de México, de la en principio llamada “Piedra de los Tecomates”, hasta la casi esquina de Ghandi y el Paseo de la Reforma, fue un espectáculo sin par.  Los guardianes legítimos de la mole de 168 toneladas y siete metros de altura se opusieron hasta agotar resistencias.  En el mejor estilo priísta, las autoridades la sustrajeron de su sede, donde estuvo cara arriba y semi enterrada desde tiempos inmemoriales. Se cumplió al detalle el plan previsto y, como real e inequívoca peregrinación, quedó fechado su nuevo destino donde reluce magnífica, porque “ni Dios padre puede moverla de allí”.

Sacar del pueblo al renombrado Tláloc fue una hazaña equivalente a su fatigoso y espectacular transporte. Se requirió una complicada estructura de acero, capaz de soportar su peso y volumen. El desafío de levantarla con grúas y cables no tuvo parangón. Intervino una muchedumbre de técnicos para subirla a una doble plataforma, tirada por dos tractocamiones: uno por delante y otro atrás.  Bajo una lluvia innusual en aquel anochecer del 16 de abril de 1964, el monolito recorrió con lentitud parte del Distrito Federal, hasta su nuevo hogar. La gente aguardaba en las banquetas, como si del desfile de septiembre se tratara. Maravillados por el número de llantas y el despliegue de extravagancias que rompían con la rutina, los más entusiastas aplaudían.

A partir de ese día se comenzó a hablar con familiaridad de Tláloc, de su relación con el agua, el rayo, los truenos y las fuerzas destructoras. Tláloc y su aparición en nuestras vidas. Tláloc y su supremacía en el vasto panteón de los antiguos mexicanos; Tláloc, custodio del Museo. Tláloc, venerado en el Templo Mayor de los aztecas… 50 años transcurrieron. Medio siglo, casi una gavilla o atadura de los años: otro ciclo, nuevas cuentas y un México que se antoja más alejado de aquel espíritu que los propios abuelos nahuas. Sagrada, sin duda, la piedra nos obliga a rendirle tributo cada vez que, en coche o a pie, pasamos frente a ella.

Camino de Santiago, 2

Desde que la criatura da sus primeros pasos prefigura un camino. Varían el ritual, la distancia, la forma y el sentido con que se recorre de un punto a otro. Se puede confirmar o evitar el sendero, pero cada uno ha de andar lo que le ha sido dado. Lo importante es comprender qué y para qué se busca algo o nada con tanto ahínco. Y si nadie escapa al propio destino, de acuerdo a los griegos remotos, es mejor valorar sus avisos. Las caminatas enseñan que la Naturaleza, como la vida, tiene sus reglas: las respetamos o nos volvemos contra ellas. Cuando esto sucede, el medio, la mente y el cuerpo saben cómo cobrarse.

Excepto la sensación de que mi destino estaba en pausa o como dormido, nada podía vincularme a la flecha amarilla ni al dibujo del peregrino que guían el sendero. Consciente de mi condición fantasmal, intuí que algo debía esclarecer entre los Pirineos y Galicia. Cerré mis páginas, estudié la geografía y lo que tenía que saber y, sin expectativas ni pretensión de pertenecer a la raza de los que se creen importantes, me aventuré a lo desconocido. Nunca supuse que los vestigios románicos y renacentistas me provocarían tal estado de encantamiento. Subir y bajar montes a pie, sólo tuvo un propósito: confirmar el valor de la libertad y el silencio.  No pedí más.

 Estar dispuesta a lo que el camino depara no significa que las costumbres no pesen al pernoctar en albergues más incómodos que modestos y algunos con pulgas y rateros furtivos.  Sin embargo, desapego y un buen cobijo causan milagros.  Mal comer y dormir durante semanas de errar por pueblos pequeños o deshabitados, en viñedos, huertos, bosques, carreteras y villas, se compensa con el talante español y el novedoso interés de recuperar sus paisajes. Y a eso se va, a fin de cuentas: a probar lo ajeno y, con suerte, a descifrar lo vivido con estupefacción y cansancio.

Gente hay, aunque no en todas partes ni en los mismos horarios. Unos hablan de más; otros se agrupan por temor a la soledad.  No faltan los que suponen que cambiarán del negro al blanco en sus vidas solo por caminar o que su tedio se acabará como por arte de magia. Si algo se aprende es que no hay madurez: la enfermedad del siglo es el tedio. Durante kilómetros, solo escuchaba el chaz chaz de mis propias pisadas. De repente, un riachuelo, pájaros en vuelo, el jabalí a lo  lejos,  vacas o corderos: la otra expresión de la vida sin fantasías ni dudas existenciales. Aparecen mujeres de manos rudas y rostros surcados de arrugas que atizan fogones frente al portal. Perros que ladran, viejos sentados al sol, construcciones de siglos y bebederos que quizá conoció Francisco de Asís al peregrinar por aquí.  Por momentos la palabra es puente entre dos orillas y se queda ahí, suspendida, en hablantes que algo quieren y buscan, pero no saben qué. La palabra también es luz y su ausencia: la sentía, a menudo la tocaba y en dos o tres ocasiones, en pausa sagrada, era poesía que pedía ser nombrada. A más avanzaba, mejor se aclaraba el mensaje de que para ser feliz es el sendero y no el de Santiago, sino cualquiera y de ahí en adelante.

En Navarra, todo era húmedo, nebuloso y tan frío que calaba hasta el hueso.  Luego, hiriente el calor en León, nevada como regaño del cielo en el idílico Cebreiro, templado después, aunque variaba a capricho... El clima otoñal era espejo del alma. Antes del alborear emprendía en soledad mi jornada.  Atenta al oriente, aguardaba la aurora. La amanecida era hermosa, tan quieta y cabal que la felicidad me colmaba.  Por ir absorta en el estallido de luz,  en una ocasión tardé en percatarme de que no estaba sola.  Me acompañaban otras pisadas, el picoteo de bastones sobre la tierra y  el peculiar sonido de la respiración masculina. Reinaba un silencio hondo, como de meditación nocturna o expectación, que me hizo girarme para ver a tres hombres que caminaban en fila cerca de mí. Sonreí y avanzamos en paralelo sin mencionar una frase.

Pasados unos kilómetros, en plena mañana, nos detuvimos en la cima de una colina frente a una ermita románica del siglo XII, que en Torres del Río se anunciaba idéntica a la del Santo Sepulcro. Intercambiamos las primeras palabras al lado de un cementerio y una iglesia muy bella y cercana a la Ermita de Nuestra Señora del Poyo. El que hacía de guía me miró de fijo y repitió sonriendo: L’amore que muove el sole e l’altre stelle…  Comprendí que estuvo atento a mi fascinación por el alba. Nos preguntamos por qué hacer el Camino: “para situarme entre el silencio y la palabra”, respondí; y él, a su vez, me dijo que por causas religiosas, que por cierto también abundan. Hacía tiempo los tres deseaban peregrinar a Santiago desde Saint-Jean-Pied-de-Port. Que dos de ellos eran misioneros; el tercero, italiano también, era su hermano mayor –laico, casado y con hijos- y estaba ciego, aunque me costara creerlo. Por eso marchaban uno detrás de otro, para iluminar la senda, indicar la presencia de piedras, agujeros u obstáculos y evitarle traspiés o alguna caída.

Francesco tuvo la gentileza de aclararme que su hermano es músico e independiente desde niño. En Italia se le reconoce por sus habilidades extraordinarias para sortear escollos, reales y simbólicos. Para ellos era un privilegio hacer juntos y en silencio el Camino. Viajaban como perfectos peregrinos: sin dinero y “atenidos a la Providencia”, por lo que llegar al sepulcro del apóstol Santiago sería una gran bendición. En ese momento la “Providencia” recayó en mí, así que les invité el desayuno, nos colocamos mochilas, gorras y bastones y continuamos la marcha por una campiña más pedregosa, cuesta arriba y pesada cuanto más nos aproximamos a Viana.  En Logroño vendría a descubrir que el segundo hermano era especialista en  Dante y que el destino me reservaba uno de los encuentros más fructíferos y felices de esta experiencia.

Compartimos jornadas hasta llegar a senderos llanos. Aparecieron más cuestas, desniveles, arroyos, peñascos y descensos tortuosos que veía con terror pensando en el caminante ciego. A veces lo veía titubear. Cerca de un coto de caza, la vereda se estrechó en terreno montañoso y difícil. Había que descender poco a poco, auxiliados por piolas, pues la vía era reducida y erraba al filo de una cañada para ponerse a temblar. A la izquierda, allá lejos y abajo, divisaba un hermoso valle cercado por franjas verdes en desniveles; nada preciso al frente, y a la derecha sólo la cima. Apareció un grupo de jóvenes que, a voces, celebraba la juerga de la noche anterior. Entre su barullo y la confusión, el invidente perdió la concentración y cayó doblado por el peso de la mochila. Quedó atorado con uno de sus bastones. Ni siquiera emitió un quejido. Se hizo el silencio. Nadie se movió. Me acerqué a ayudarlo, le tendí la mano y se levantó por él mismo con las rodillas ensangrentadas. Otro asombro, nuevas lecciones: el hombre bromeó y atribuyó los raspones a la inconveniencia de traer pantalones cortos. No se dijo más y seguimos andando. La palabra, la actitud meditativa, la voluntad del invidente, la oscuridad, una amanecida brumosa y penetrada por la flecha de luz, la Aurora: como atravesada por un rayo entendí la cifra de mi camino.

Los nostálgicos de las carreteras se vuelven peregrinos apresurados que rebasan a pie. Otros, más confortables, comen queso, pan y vino sentados  a cielo abierto. Pese a largas jornadas en solitario, lo que se escucha de manera furtiva suele ser exaltado y autobiográfico. Y es que Santiago, o el mito del apóstol que continúa atrayendo a viajeros de todo el mundo, anda mezclado no solo al símbolo fundador de la hispanidad, sino a la secreta esperanza de experimentar un cambio radical en la vida. Su leyenda refleja la rica imaginación de la antigüedad, mucho más viva y diversa de lo que cualquier credo es capaz de prodigar para atraer feligreses. Hay que reconocer que la versión religiosa sobre la vida, la muerte y los sucesos póstumos relacionados con este oscuro discípulo de Jesús es pródiga y atrayente. No hay indicios de que fuera sabio, tampoco piadoso ni buen orador, pero la fe obra milagros y lo que menos importa es la carga de realidad. Nadie da cuenta de su presencia en el vía crucis ni de los medios que le permitieron desplazarse desde el medio Oriente hasta el confín del occidente peninsular; no obstante su memoria renace bajo el deseo de creer que siempre hay algo más y de raíz antigua; algo teñido de amor, voluntad o misericordia. Eje del peregrinaje inclusive entre indiferentes, lo cierto es que, a querer o no, el santo acaba por convertirse en tema central de los caminantes.

Uno de los doce apóstoles de Jesús, hijo de Zebedeo y hermano menor de Juan, Santiago comenzó a interesarme desde que lo descubrí en la mitología medieval. Pescadores de oficio, los hermanos echaban sus redes en el lago Genesaret cuando Cristo los apodó “Boanerges” –hijos del trueno-, por su natural impetuoso. Los Hechos de los Apóstoles relatan que participó en el milagro de la hija de Jairo, que atestiguó la Transfiguración y, con Pedro, acompañó a su Maestro a orar en el Campo de los Olivos. Tras la tragedia de la Crucifixión, los apóstoles se dispersaron para divulgar por el mundo la Buena Nueva. Santiago marchó hasta los reinos de España. Estableció una comunidad en Galicia y luego se dirigió a la ciudad romana de César Augusto, hoy Zaragoza. Cuenta asimismo la tradición que como solo siete personas se convirtieron al cristianismo, se le apareció la Virgen Santísima en esa ciudad para facilitar la evangelización e iniciar el culto a una nueva advocación, la Virgen del Pilar, que a la fecha disfruta de un enorme prestigio.

Primer apóstol martirizado, otra de las versiones asegura que a su regreso de España fue decapitado por orden de Herodes Agripa I quien, arrepentido, compartió el mismo fin por su propio deseo. Conocido como El Mayor para distinguirlo del apóstol Santiago el Menor, comienza su fábula a partir de que, supuestamente, sus discípulos recogieron su cuerpo mutilado y se embarcaron con él con rumbo a Galicia.  Mitificado siglos después por su conveniente cercanía con Cristo, se entroniza como Santo Patrón de la Hispanidad, gracias a que lo elevan a protector durante las gestas cristianas contra los moros. Así lo encumbra Isabel de Castilla como católica y monarca absoluta tras expulsar al Islam, cuando peregrina ella misma al santuario para agradecer sus favores.

Como ocurre con las buenas historias de la Antigüedad, la suya es insólita. Por sus andanzas sobre el agua, su don de la ubicuidad, las apariciones, el hallazgo de su tumba y los incontables milagros que se le atribuyen, Santiago el Mayor es mucho más que mensajero del Verbo, aunque el arameo fuera su lengua. Con él se instituye el albor de una patria espiritual, pero sobre todo del español: idioma en ciernes durante la Edad Media, pero fusionada al evangelio por obra y gracia del Espíritu Santo.

 El hecho es que los peregrinos acuden a Compostela por las causas que sean. Si bien hay quienes aseguran algo muy hondo les dejó el Camino en el alma, lo común es que nadie regresa como llegó, aunque sea por fastidio. Respecto de lo religioso, el ritual concluye al posar la mano sobre la mano supuestamente marcada por el mismísimo apóstol en la columna de mármol, tras el umbral del santuario.  Luego, juntar la cabeza a la del santo esculpido en piedra. Visitar la cripta bajo el altar, donde se resguarda el mítico féretro trabajado en plata. Finalmente, subir por un pasadizo para acceder al altar mayor y allí, desde un estrecho recinto, abrazar ante la vigilante mirada de un guardia ataviado al uso medieval, la espectacular, dorada y enjoyada figura de bulto del Señor don Santiago.

Al término de una misa solemne, con suerte se podrá disfrutar del espectáculo a cargo del Botafumeiro. Ocho hombres con túnica medieval mecen de lado a lado, mediante un sistema de poleas activadas por sendas cuerdas, el impresionante incensario de  plata que a oleadas perfuma el templo. El influjo oriental cubre los sentidos y un general sentimiento de santidad o de fe consigue, al menos por un instante, la sensación de experimentar lo sagrado. Se cierran entonces lo ojos y se sabe lo que se sabe: el Camino está ahí, sin cesar y adelante.

Camino de Santiago, 1

Por devoción o por voto, hay indicios de que los cristianos comenzaron a peregrinar en la Baja Edad Media hacia sitios consagrados. Jerusalén fue durante siglos el sagrario por excelencia. Sin idea del regreso, carentes de bienes y expuestos a lo que la fe o el destino les deparara, los palmeros sobrevivientes consumaban su largo vía crucis arrodillados frente al Santo Sepulcro. El día después quedaba en manos de Dios. Cuanto más se agotaban las tierras y asolaban los males, mayores y más frecuentes eran los desplazamientos masivos, de preferencia liderados por figuras mesiánicas que entremezclaban religiosidad y conflictos sociales.

Ante la necesidad de multiplicar referentes sacrosantos, la tumba de san Pedro convirtió a Roma en meta occidental del peregrinaje. Los romeros eran acreedores de las mismas indulgencias plenarias otorgadas a los palmeros en los santos lugares. Se podía lucrar para sí mismo o aplicar a los muertos la remisión ante Dios de las culpas cometidas.  Se esperaba, además, que ocurriera siquiera un milagro, aunque no morir en la aventura ya fuera de suyo un prodigio. En tiempos en que el catolicismo se encontraba amenazado por el Islam y luchas territoriales, los beneficios prometidos eran infinitos: expiaciones súbitas, vías de redención, manifestaciones divinas o de santidad y arrebatos místicos tan memorables como los de Joaquín de Fiore.

Debido a las malas condiciones reinantes, solo la escatología milenarista podía atreverse con tales desplazamientos multitudinarios. Por analogía de los grandes movimientos migratorios actuales y con la relatividad obligada,  no es difícil imaginar los peligros que acechaban a cientos o miles de harapientos entregados a la mendicidad y a la rapiña, mientras avanzaban esperanzados en experimentar lo sagrado. En el mejor de los casos recibían el auxilio caritativo de monjes y aldeanos, pero los albergues eran insuficientes y pobres los recursos disponibles, aun para los lugareños. Desde los primeros pasos quedaban expuestos a tremendas vicisitudes durante meses y a veces años de vagar por rutas inhóspitas. Agréguense los efectos de las Cruzadas, las supersticiones, problemas lingüísticos aunados a la ignorancia, enfermedades, embarazos y nacimiento. Era sin embargo tan apreciada la recompensa prometida que, igual que la práctica respectiva de otros credos, no se concebía la espiritualidad sin peregrinar siquiera una vez en la vida.

El mercadeo de reliquias, distintivo de todo el Medievo, estaba en apogeo. Podían comprarse gotas de la leche de la Virgen María o de la sangre de Cristo. Eso, por decir lo menos, porque lo común eran astillas de la cruz, espinas, pañales del Niño Jesús, fragmentos del Santo Sudario, uñas, dientes o partes del cuerpo de santos, restos del pan de la Última Cena y Santos Griales por montones: solo la codicia de los mercachifles se equiparaba a la fe ciega de peregrinos que, nada más por seguir con vida, ya podían tomarlo como milagro. 

En andaduras en las que todo era posible, no podían faltar el sinfín de historias de conversión, estallidos emocionales ni transformaciones radicales de la personalidad. Como nunca se acreditó el poder de la oración y, más que meditar o valorar el silencio, los caminantes cantaban, peleaban, realizaban mortificaciones del cuerpo y hacían cuanto, en escala, se observa entre nosotros durante las peregrinaciones anuales hacia el santuario de la Guadalupana. El prolongado encarnizamiento de las Cruzadas hizo sin embargo insostenible la hazaña de siquiera aproximarse a los lugares sagrados. Aunque escoltados por caballeros templarios y protegidos en hospitales, refugios y monasterios construidos para esos fines, los fieles devotos eran atacados por  bandoleros, infieles y hasta por combatientes afamados por su ferocidad. Así que no quedó más remedio a la jerarquía eclesial que discurrir alguna alternativa simbólica para que no se afectara el culto ni los fieles devotos tuvieran que renunciar a los peregrinajes rituales.

Y allí estaba el referente del apóstol Santiago, “el primer peregrino de la historia”, con todos los elementos, sagrados y profanos, para crear una ruta que no solamente atrajera la atención de los creyentes, sino que consolidara la resistencia armada al poder musulmán de Al-Andalus que tanto preocupaba a los reinos cristianos de la Península. En la abultada población de advocaciones y santos que presiden cultos inamovibles a lo largo de siglos, pocos en el mundo podrían competir con las atribuciones del Señor don Santiago, Jacobo o Jaime, según los usos y lenguas locales.

No es casual que durante la regencia de Alfonso II El Casto, en la primera mitad del siglo IX, se produjera el milagroso descubrimiento de su tumba. Inmersos en las luchas internas contra “los moros” que, como se sabe, no concluirían hasta la caída de Granada, en el simbólico 1492, era inminente alentar a la feligresía con algo extraordinario y capaz de elevar la religiosidad. Según datos consignados en la Concordia de Antealtares (fechado en 1077), primer documento sobre el hallazgo y sus subsecuentes prodigios, el suceso ocurrió en Solovio, en el bosque de Libredón, donde Pelayo, un humilde ermitaño, observó resplandores misteriosos durante varias noches. Al describir lo sucedido a Teodomiro, obispo de Iria Flavia, éste determinó –y así lo informó al rey Alfonso- que “el Campo de Estrellas” indicaba el sitio donde estaba el Arca Marmárea en la que yacían los restos de Santiago el Mayor y sus discípulos Teodoro y Anastasio, a quienes en breve se honraría con la construcción de una iglesia.

Señalada por la revelación de rigor, la tumba del discípulo preferido de Jesús se localizó en un punto ideal, entre la magia y el simbolismo astronómico que, de tan perfecto para transformarse en santuario, era de creer que solo el Señor pudo haberlo elegido. Renombrado Compostela (Campo de Estrellas) desde ese momento, el lugar era lo más cercano a Finisterre, el extremo occidental de Europa, y precisamente la Vía Láctea sería el indicador inequívoco del camino para la cristiandad, desde cualquier rumbo del Continente.

Desde los agitados siglos IX y X, en los que no faltaron enfrentamientos políticos ni religiosos, el santuario asturleonés de Santiago de Compostela se consideró uno de los puntos con mayor magnetismo de la Tierra. Tal fue la atracción que ejerció desde sus orígenes, que en el año 899 Alfonso III el Magno ordenó la construcción de una gran catedral para alojar las reliquias del apóstol. Hábil si las hubo, tal decisión compartida por sendos monarcas leonés y asturiano contribuyó a hacer del santo patrón el abanderado de las fuerzas cristianas en contra del dominio de Al-Andaluz. En torno de su nombre proliferaron mitos y leyendas insólitas que, por sentado, contribuyeron a extender su prestigio como el gran unificador de España. Precisamente a la voz de “Santiago y cierra España”, de él llegó a asegurarse que siempre armado sobre el caballo, tal como se le representa hasta la fecha, intervino en la sangrienta batalla de Clavijo y no paró de abatir “infieles” hasta la última contienda.

A partir de 977, cuando Almanzor destruyó Santiago en pleno dominio del califato de Córdoba, aunque respetara la tumba por su alto valor espiritual, se hizo tan expansiva la fama milagrera del santo que la afluencia de peregrinos obligó a los reyes a construir no solamente una catedral románica que reflejara la significación del sitio, sino puentes, hospitales y hasta una ruta consagrada por el Papa Calixto II. El sagrario se hizo invaluable para la cristiandad y un privilegio tutelado por la jerarquía eclesial. De ahí que el Papa Alejandro III concediera en 1179 la bula Regis Aeterna,  que determina Años Santos o Jubilares a aquéllos en los que el 25 de julio, día de Santiago, caiga en domingo; es decir, cada seis años.

La traza primitiva de aquella ruta, olvidada durante siglos, se recobró en 1993 para habilitarla, gracias al fondo de la Comunidad Europea, como alternativa económico-religiosa para compensar a los campesinos afectados por las nuevas reglas del mercado.  Desde entonces identificado como “Camino Francés” o “Ruta Jacobea”, este es uno de los peregrinajes más frecuentados, importantes y mejor diseñados de la modernidad.

Llena de anécdotas antiguas y modernas, la historia del Camino de Santiago es tan fascinante como la experiencia de realizarlo a pie y despojada de todo artificio, como los remotos creyentes. Aunque las otrora codiciadas indulgencias plenarias hayan perdido valor, en la actualidad no hay peregrino que no se aventure con un propósito espiritual, aunque no por necesidad religioso. Para el budismo, el camino implica una progresión hacia el despertar mediante la práctica de perfecciones tales como disciplina, paciencia, energía o meditación: justo lo que, a querer o no, se va manifestando al ritmo del paso a paso de quien decide poner una pausa en su vida para mirarse y mirar sin expectativas, abierto a lo que el trayecto le dicte.

En mi caso, la fidelidad al Medievo me hizo elegir esta ruta que une cualquier sendero de la vieja Europa hasta el Atlántico o “Tumba del Sol”, que ilumina la maravillosa geografía de Finisterre. Deseaba además conocer la senda romana de Burdeos a Astorga, colmada aún de vestigios relacionados con la acción expansiva de Carlomagno; y, muy especialmente, ir en pos de un mito diverso, múltiple y sembrado de huellas enriquecidas durante casi 900 kilómetros que, iluminados por la vía láctea, separan Saint-Jean-Pied-de-Port y Roncesvalles de Compostela; y, de ahí, tras asistir a la infaltable ceremonia de bienvenida en la Catedral, al Finisterre obligado; es decir, una andadura de Este a Oeste, desde los Pirineos hasta el término territorial de Galicia: fin occidental de la Península y del Continente, del que los celtas afirmaran que era el sitio más próximo a la remota y mítica Atlantis.

Nostálgicos y herederos de su legendario esplendor, fueron precisamente los celtas quienes indicaron, con el auxilio de las estrellas, el lugar dónde supuestamente subyace la Atlántida. Que de ahí procede una poderosa fuente de energía cuyos signos de agua, tierra, cielo, horizonte y civilización perdida convergen donde el ocaso y la aurora se juntan. Eso explica que, centro y eje radial, la luz en Finisterre produzca un deslumbramiento poético: resplandor que lenta y premonitoriamente, como adueñado de lo sagrado, se disipa entre la claridad y la bruma empecinada en mostrar -y paradójicamente velar- un verdadero portento.  De pronto se van, se pierden el albor y el color, pero en nada disminuye la plenitud que vivifica y transforma el ser interior.

En los peñascos de Finisterre y ante el paisaje marino, vi la luz sin cobijo, como inmensidad sin horizonte. Término, continuidad y comienzo, el Camino –o el mito de este camino-  se manifestó como un des-nacer; algo parecido a un proceso de ser no nuevo ni distinto, sino renovado por el andar de atrás adelante, de Este a Oeste y de orilla a orilla.  En mezcla de coraje, curiosidad, deleite y sensatez, me entregué no al esfuerzo físico, sino al valor que, paso a paso, debí acumular para avanzar sin caer y sin confundir el sendero en recodos y puntos tortuosos. El miedo a lo desconocido, la incomodidad de la mochila y la tentación de acortar la etapa prevista no fueron los únicos y ni siquiera los principales obstáculos porque en casos así, donde priva el silencio, la mente se encarga de atenazar por donde menos se espera.

Lo que se dice miedo, casi nunca lo tuve, salvo en una jornada en que, sin trazas de amanecida, sin Luna ni parpadeo de luceros, me aventuré fuera de las murallas de un pequeño poblado con olor a pimiento asado llamado Los Arcos. Linterna en mano, salí del pueblo creyendo que no me intimidaba oscuridad tan cerrada; sin embargo, antes de transcurrir el primer kilómetro, el cuerpo resintió las malformaciones de mi cultura femenina y mexicana, aunque mi propia naturaleza me impeliera a seguir, convencida de que nada habría de ocurrirme. “Nunca desafiar mis límites”, me dije en susurro. Luego, atenta al recuerdo de lápidas, sepulcros, nombres con fechas y nichos funerarios de muertos en el camino, agregué que ninguna temeridad me convertiría en uno de ellos. Y seguí…

Noticias del infierno


Llevamos la idea del infierno pegada a la piel como segunda naturaleza. Al crecer, la angustia supera las fantasías dantescas de creyentes azuzados por demonios que atizan llamas eternas. Lugar o no-lugar, es la pesadilla que iguala al hombre moderno con culturas remotas. Más allá, ultratumba, averno, abismo, antro, tártaro: ninguno de sus nombres mitiga el efecto del miedo ni de la tiniebla en almas afectadas por una íntima vergüenza, la incertidumbre o el remordimiento que sube a la superficie después de haber sufrido o cometido faltas extremas.

Si para Sartre el infierno “es el otro”, hoy sabemos que su reino subyace en las honduras del ser. Lo llevamos en la memoria con la misma eficacia con que las Erinias, en la remota Grecia, perseguían desde dentro a los culpables de ciertos crímenes, para hacerles pagar el daño causado en su propia conciencia, hasta reducirlos a piltrafa. Tan prolongada creencia en un poder justiciero y tremendo nos lleva a suponer que, sin tales amenazas, administradas con habilidad por las religiones, nada detendría el impulso de una humanidad inclinada al Mal. Y es de creer que algo fallido hay en nuestra naturaleza, pues si la infamia es de pies ligeros, el Bien exige siglos y enormes esfuerzos civilizadores, siquiera para lograr pequeños avances.

Lo cierto es que si los pueblos se conocen por sus dioses, el lado oscuro proyecta el poder que lo ignoto, el terror y la crueldad ejercen en la conducta. En la historia de las creencias, el infierno es un traslado sin retorno hacia más allá del ser, a la región de los muertos; sin embargo, ninguna ficción se compara al padecimiento real de los vivos. Para unos, el averno es desgarrador, sombrío y en incesante lucha contra el absurdo y el sufrimiento. Para otros simboliza el vacío, la nada o el peso insoportable del remordimiento. En mayoría carentes de luz, los submundos figurados derrochan desesperanza, tristeza o melancolía. Ciertas pinturas los representan con aberturas para mostrar el infortunio de los vivos-sin vida y sin vía de expiación. Su íntima turbación se proyecta en el  espejismo “creado” mediante ilusiones que, con puntualidad, resaltan el carácter de cada época. De ahí la abundancia de ejemplos que ilustran el angustioso poder del Miedo, con o sin mediación de la fe religiosa.

Para que el infierno lo sea, se requieren demonios o agentes perversos para ejecutar las condenas correspondientes. Enkidú, el primero de todos, fue amigo y servidor del heroico Gilgamés. A él se atribuye la supuesta existencia, en Mesopotamia, de espíritus con mala suerte: tropa de réprobos, los edimú, encargados de atormentar a otros que, en su común amargura, emponzoñan cuanto tocan.

Desde 50.000 años a.C, los entierros rituales dejaron constancia de la necesidad de creer en algo después de la muerte. El tránsito hacia lo inanimado sugiere un vacío que ni mitos ni credos pudieron llenar. Antiguo como la maldad, el infierno es por ello una de las figuras más sugestivas y permanentes del proceso cultural. Las versiones primitivas carecen de retribución o condena. De atmósfera enrarecida, para los ancestros los infiernos fueron solo lugares de muerte: lo más allá de la vida; algo exánime para alojar a la nada. Con los  indicios éticos en el orden comunitario, sin embargo, prosperó la idea del castigo en un reino de sombras: fantasmas errantes, sin alegría, marcados por la nostalgia. Según Enkidú, “ahí el cuerpo está roído por la polilla, como un viejo vestido”. Sus huéspedes no son perversos, pero tuvieron en vida tan mala suerte que quedaron sin sepultura y sin dejar tras de sí una buena memoria. Por consiguiente, los “condenados al olvido” abandonaron el mundo de los vivos sin nadie que se ocupara de su espíritu.

La mitología babilónica, heredera de Sumer y Akkad, muestra hacia el segundo milenio a.C, el primer código de exigencia moral –el Hamurabi-, que regula el orden social con penas proporcionales a los delitos. Otros textos sumerios o acadios demuestran que así sea de polvo o tinieblas, la estancia en los infiernos no ofrece remanso. Los espíritus desnudos vuelan al azar, alimentados con barro. Carecen de opción y de juicio y permanecen atrapados en un sufrimiento intemporal. No hay salida ni esperanza de redención. La diosa Ereshkigal, dueña de los lugares siniestros, jamás otorga reposo a sus víctimas. Otras versiones agregan a los espíritus alados una cohorte de dioses monstruosos, que tampoco paran de prodigar castigos.

De Mesopotamia es la fuente inspiradora de la demonología medieval absorbida por varios credos, incluido el cristianismo. No falta en tan rica mitología un “defensor del mal”, abuelo del temible y también alado Satanás, solo que con la cabeza de un ave zu y humanoides sus cuatro pies y sus cuatro manos. Es decir que, desde sus orígenes, cualquier infierno o demonio manifiesta la humanización perversa de la vida.

El nombre del demonio primordial o agente perverso de la Muerte significa “lleva rápido”: “Tenía un cuerpo negro como la brea y su rostro era como el de un zu; llevaba una capa roja, un arco en la mano izquierda y una espada en la derecha: Su pie izquierdo pisaba una serpiente...” Amo del terror, tal estampa simboliza execración y fealdad. Es chillido violento, crueldad reconcentrada y verdugo sobrenatural, encargado de distribuir condenas entre seres inferiores. Arquetipo de la sevicia, el demonio encarna el rechazo deliberado de Dios al ser, él mismo, una fuerza contraria al Bien.  En sus orígenes alejado de la versión bíblica, este ser no incita a los humanos a imitarlo, como en su hora lo haría Lucifer/Satanás con los residentes del Paraíso.

La instauración de normas coincide, según la época y la geografía, con  el Tártaro griego, el Mictlán de los remotos mexicanos, el seol de los antiguos hebreos, el karta (hoyo), vavra (prisión) o parshana (sima) o morada subterránea de los muertos, correspondiente al periodo védico de la India. Por su parte, el Walhalla evolucionó de morada tenebrosa para guerreros vikingos a palacio, donde a los espíritus privilegiados les aguarda una vida espléndida al lado de Odín. Así surgieron también el Hel (lugar oculto) entre los germánicos, el inferum (lugar de abajo) en alusiones monoteístas y el inferi: término reservado por los cristianos para referirse a los infiernos “paganos”, especialmente en las traducciones de la Biblia.

Tanto los monumentos funerarios, la pintura mural, la escultura y la literatura como la estructura política del poder faraónico, contienen elementos metafísicos, propios de un refinado y complejo sistema escatológico. Arquetipo de la vida después de la vida, en el remoto Egipto los muertos reproducen “en negativo” la existencia de este mundo de luz, salvo que en el reino de Osiris su experiencia no corpórea queda expuesta a degradaciones sucesivas, según el veredicto de los dioses. De ahí la perfección adquirida en la técnica para embalsamar cadáveres.

El más allá es el viaje por excelencia. Guiados por el mapa grabado en el sarcófago, los yacentes “entran” a la muerte mediante una complicadísima travesía hacia el Oeste. Según el Libro de los muertos, el difunto, guiado por Anubis, debe enfrentarse a un tribunal implacable. De pie ante Osiris, asistido por cuarenta jueces inmortales, el alma debe examinar la letanía de malas acciones y deslindar, una por una, las cometidas de las no cometidas. Esta es la última oportunidad de arrepentirse y purificarse o, en su defecto, sobre el Ba o alma caerá la sentencia de una segunda muerte.  Si así fuera, el enjuiciado habrá de penar sus faltas con mayor intensidad. Generoso aunque justo en cierta forma, el procedimiento anticipa el valor expiatorio y contrito de la confesión.

El juicio divino entraña numerosos enigmas desde el imperio faraónico hasta nuestros días. Bajo el supuesto de que el mentiroso, tentado por un temor sobrenatural, también pretenderá engañar a sus jueces, algunos egiptólogos suponen que la escena no se realiza frente al alma del difunto, sino que el acusado conserva aún vestigios de vida cuando los dioses lo llaman a cuentas. De tal modo, el moribundo o “muerto” en tránsito tiene una última oportunidad de purificarse mediante el auxilio de sortilegios. Debe no obstante renunciar a faltas tan graves como la ira, la codicia, el orgullo, la envidia, el robo, el asesinato y, desde luego, la mentira.  En caso contrario, por persistir en la negación de la verdad, recibe la condena de la “segunda muerte”, emparentada a la idea moderna del infierno, donde sufrirá una eterna degradación hacia la nada. El castigo es pavoroso para que, al menos por miedo, los vivos elijan la virtud sobre la malicia. Sin duda, la escatología medieval se inspiró en estos modelos al discurrir sanciones correlativas a los pecados capitales.

La esencia del infierno, en cualquier caso, sugiere una frustración radical, un fracaso irremisible de la vida. En tanto y la angustia se entroniza bajo la quimera del progreso, las figuras dantescas se minimizan en el inconsciente colectivo. El mal sueño de los ancestros palidece frente a lo que Freud tuviera por malestar de la cultura y sus sucesores como el tormento interior que, de manera insidiosa y de preferencia expansiva, se exterioriza hasta convertirse en expresión del pensamiento contemporáneo. De este modo, ya no es “el otro” sartreano el infierno de la angustia, sino el yo la causa del verdadero tormento.