Escritores y genialidades: Un deslinde

Los escritores somos una especie extravagante: nuestra morada es el verbo, disfrutamos de lo oculto, vivimos con el oído y los ojos bien abiertos y profesamos el arte de las letras. Tal es nuestro amor por la palabra que le consagramos nuestras vidas. “Nada de lo humano me es ajeno” -dijo Goethe- y por consiguiente nos incumbe todo lo relativo al lenguaje: lo que se dice, se calla o se enmascara, lo que se piensa, se imagina o intuye  y muy especialmente lo que se escribe, se experimenta o se tacha. Esta no es una definición convencional; es lo que es sin rodeos, sin pretensiones aleatorias ni demagogias: una pasión nutrida con fe que, oscilante entre el abismo, la gloria y el infierno, por momentos se tiñe de religiosidad.

Por fecundo y luminoso que sea el mortal bendecido por la palabra; por acertados, estremecedores o inteligentes que sean sus textos, siempre estarán entre el Olimpo y el mundo terrenal los genios que por su superioridad intelectual y la facultad de incluir en ella todo lo demás, merecen considerarse clásicos. Si bien por las genialidades la humanidad se salva de si misma y  los momentos más graves se hacen soportables, hay mucho que agradecer a los miembros de las subsiguientes jerarquías, donde  grandes narradores, poetas y ensayistas no crean otro Hamlet, un Quijote, un Macbeth, un Adriano, un Orlando o un Gregorio Samsa, pero los frutos de su talento hacen más grata, diversa y comprensible la vida.

Cuando la terca y superpoblada mediocridad engendra en cambio medianías y las editoriales arrojan títulos como baratijas chinas, algo nefasto deja su mala simiente en consumidores igualmente mediocres antes, mucho antes de que el tiempo los vuelva basura. Solo la minoría formada sabe que leer es también una obra de arte y que la lectura no es pasión que pueda despertarse por repetir como loros que “hay que leer”. Todo libro es exigente. Desde el momento de imaginarlo desencadena diversos grados de dificultad que, al modo de las amistades electivas, comprometen comunicación y emociones entre el autor y sus lectores quienes, a su vez y a fuerza de interpretar, crean otro libro, otra lectura, otra historia delimitada por la propia experiencia. De ahí que, por necesidad, a ambos nos someta a un proceso de incesante transformación.  Como la escritura en sí y los grandes autores, la lectura no suele entregarse sin condiciones: exige sensibilidad, curiosidad de saber y capacidad de dialogar con ese mundo y ese autor poblado de enigmas, ideas, revelaciones y cuestionamientos. De qué otra manera nos estremecerían Pessoa, George Steiner, María Zambrano, Jabès, Celine, Olga Orozco… y tantísimos otros que nos han dejado un surtidor de vocablos en el alma y enriquecido al ser que nos define si de antemano no nos aventuramos con la disposición de ser sorprendidos.

Así como nuestros contemporáneos Picasso o Lucien Freud plasmaron su genialidad en el lienzo, en las letras y desde que se inscribieron tablillas de cera, piedra o madera, existe un mosaico de contrastes iluminadores que de Homero y Herodoto a Virgilio y Dante, de Shakespeare y Cervantes a Goethe, Tolstoi e Ibsen o, más acá, de Whitman a Virginia Woolf o Yourcenar, de Kafka a Beckett, a Borges, a Paz, a Cernuda… confirma que no hay modo de confundirse cuando el que es es. No por nada y sin que le temblara la mano al establecer sus controvertidos cánones y listados excluyentes con los que tanto disfruta escandalizar, Harold Bloom agrupa a sus clásicos, cuyas obras no agonizan ni declinan, con el propósito de agregarnos al culto de lo extraordinario. Esto significa que el escritor/escritor, sin sustraerse de su circunstancia y cuando dotado de un talento superior, salta sobre ella y aun sobre sí mismo y su conciencia para atinar con la intemporalidad consagrada por el sin par genio shakesperiano.

En nombre de los sedimentos de la cultura que toda sociedad requiere, hay que agradecer a las almas nobles que educan por donde van y apreciar a quienes acuden a los talleres en busca de la voz, la gracia y el instrumento que Fortuna no puso en sus cunas; sin embargo, el genio es palpable e intrasmisible; se impone a pesar de si mismo y aunque luche contra él por la carga que implica su capacidad de absorber perfecciones y de absorbernos a nosotros, su palabra es y será cifra del carácter, la marca de su estilo y una actitud habitual ante la vida.

Al abundar en la significación de las genialidades literarias y espíritus de su época, Bloom nos recuerda, a propósito de Shakespeare y su reinvención de lo humano, que gracias a estas mentes extraordinarias “vemos lo que de otra manera no podríamos ver, porque él nos ha hecho diferentes”. Tal el prodigio de la gran literatura, de los ensayos que desde la primera línea desencadenan una sucesión de ideas, imágenes y sugerencias y también de la poesía –sobre todo de la poesía- que parece poner nuestro corazón y la mente en sus manos para sacudirnos, deslumbrarnos y después regresarnos distintos a los que éramos a un mundo que también aprendemos a ver “con otros ojos”.

Como cualquier artista, el escritor nace; luego, renace y crece con disciplina. A partir de que sus sentidos perciben la complejidad, se forma asido a la lectura como mancuerna de voces que habrá de llevarlo hasta la suya propia. No existe un modelo de ser escritor ni escuela o deseo que sustituya lo que, para serlo y serle fiel al don recibido, es lo esencial: aceptar el llamado, el ir y venir del texto al silencio y la energía vital que mantiene en constante tensión el vínculo entre el libro y la vida que lo nutre. Se trate de una genialidad o de un escritor talentoso, su cabeza es un almacén de experiencia, memoria y esperanza de lo que no es, pero que puede ser gracias a los vocablos. Dueño de un mundo de voces, el (la) escritor (a) observa a su alrededor, escudriña el pasado y lanza al porvenir el mapa de una visión que puede o no coincidir con lo real, aunque conforma una entidad que, al cerrarse, emprende un nuevo principio.

Al respecto, lo que identificamos con vocación, talento o genio consiste de una combinación individualizada de lo que da forma, impulso y sentido a la aptitud creadora: conocimiento, disciplina, dominio de la palabra como el mayor instrumento de trabajo y una suerte de vocabulario interior que, al tener qué decir y saber cómo hacerlo, deviene en estilo. Posiblemente existe el burro que toca la flauta, pero en caso alguno tiene sentido el prejuicio que ha hecho creer a los ingenuos que el arte de las letras brota por generación espontánea o que es producto de la ociosidad, de la improvisación o, como aseguran los tontos, de la inspiración. Inspiración es la recompensa del trabajo disciplinado. No existe la obra y menos aún la obra de arte, que no lleve atrás una enorme cantidad de horas, meses e incluso años de cultivar en soledad lo que, en sus orígenes, se manifiesta como un don o como el diamante en bruto que se debe pulir con paciencia y maestría.

Luego sigue lo demás y en paralelo que contribuye a formar el anecdotario en torno de la figura pública que, sin renunciar a su mundo, contribuye a convertirlo en símbolo, influencia y/o santo y seña de su tiempo. Me refiero a lo que tanto y tan profundamente ha intervenido en la historia, cuando entre el poder y las letras se tienden puentes, alianzas, complicidades y señales de mutua atracción, de rechazo o intercambio de intereses. Éste es uno de los capítulos más reveladores y fascinantes de la cultura, por la compleja y no siempre honorable relación entre intelectuales y políticos, especialmente en tiempos y situaciones  de cambio y agitación social. De suyo implica un compromiso que pone a prueba, con la palabra en prenda, la capacidad de acción de unos y la de persuadir de otros. En el concreto ejemplo de México, el maridaje nunca ha redituado en favor de los escritores ni de la calidad de sus obras.

Ninguna actividad aleatoria o secundaria ni las consabidas oleadas persecutorias, sin embargo, han impedido que el “escritor de raza” lo sea en cualquier circunstancia con o sin papel en mano, inclusive en situaciones de enorme sufrimiento, como los casos, entre tantos ejemplares, de Primo Levi o Solzhenitsin, que sobrevivieron al terror “en estado de palabra”. Sean los rigores de la mordaza, la represión, guerras o tragedias apretadas en campos de concentración, nada ni nadie arredra al verdadero escritor, salvo la muerte o la desgracia de “haberse secado”, como me confesara Rulfo desde el sentimiento de vaciedad que lo acompañó hasta la tumba.

Al discurrir el término “escritor de raza”, Camilo José Cela deslindó al que lleva la tinta en la sangre de la jungla frecuentada por aves de paso, enfermos de notoriedad, escribanos y ejemplos de toda especie que ignoran que nada es donde falta la palabra. En fin, que libro en mano o frase en mente, hay un momento único en que todo lector entrenado sabe quién es quién y de qué materia está hecha su escritura. Y esa es una de las partes que, además del texto en sí, hace tan atractivo y sustancioso el correlativo universo del escritor y del libro: la historia en paralelo sobre el autor y sus fantasmas, el cuento que se cuenta a costa de sus vidas y la imparable interpretación de lo que, sacado de preferencia de la manga, involucra la necesaria soledad del escritor.

Maestros: El pasado nos alcanza

Concentrada en algunos de los estados más pobres y/o conflictivos de la República –Oaxaca, Guerrero, Michoacán y Chiapas-, la actual rebelión del sector activista del magisterio “no alineado” tiene antecedentes en fondo y forma, sin cuyo examen ni Dios padre desentraña el embrollo que amenaza con desencadenar un enfrentamiento civil.  Las deficiencias del modelo electoral pusieron de manifiesto las tremendas desigualdades de un país cuya crisis prolongada culmina un largo historial de abusos, violencia y errores evitables en la costumbre del poder.

No es que los mexicanos tengan mala memoria, es que no la tienen porque subsidiar la ignorancia ha sido, con la injusticia y el atraso social, el nervio de la historia del poder. Cada vez que un problema no resuelto atenaza a la población, brota nuestra pobreza cultural y deja al desnudo el drama político/social que nos ha hecho rehenes del sistemático y tenaz fraude educativo que, con la ilegalidad, ha hipotecado el desarrollo con progreso.

Pese a que el Constituyente lo dotó de raíz y sentido, el “sistema” no se consolidó por sus compromisos, sino por el régimen de alianzas, componendas e intereses en connivencia que primero –en 1929- fundó la “dictadura perfecta” y una década después encumbró el presidencialismo discurrido por Lázaro Cárdenas.  Con él o a su costa, surgió el actual pluripartidismo que, tramado de viejos vicios y nuevas mañas, hizo suya la frase de Lampedusa: “es preciso que todo cambie para que todo siga igual”.

No obstante su complejidad, tanto el magisterio como la ínfima calidad de la educación contribuyeron, desde el Maximato, a robustecer la atadura de corruptelas, violencia y conflictos sociales que hoy se reproducen como la cabeza de la Hidra. Sin un Heracles que pueda combatirlo, el monstruo mítico que se cierne sobre nosotros no cesa de regenerar dos cabezas por cada una que pierde sin ser previamente quemada. Fracasada desde su anuncio y su supeditación a una estructura enferma, la indispensable reforma educativa no es ni será posible en las condiciones vigentes.

La sentencia de Albert Camus: “hay que barrerlo todo y barrerlo bien” es lo único que puede salvarnos. El aliento envenenado de la Hidra multiplica sus sierpes letales por la incompetencia de quienes pretenden abatirla, fortaleciéndola. Más torpes que sus antecesores y atrapados en una ilegalidad aplastante, las autoridades han elegido el peor de los escenarios: no atreverse con la raíz del conflicto de ingobernabilidad ni plegarse al compromiso esencial de la democracia, que consiste en respetar a la ciudadanía, cumplir sus derechos y elevar su calidad de vida.

En tanto y el gobierno no puede ni sabe cómo ni por dónde cumplir su deber republicano, la población observa con rabia la degradación de su entorno. Adueñada de una violencia tremenda, la cabeza serpentina se agita vivísima desde el umbral del inframundo… La mitología griega abunda en ejemplos que ilustran nuestra realidad y contribuyen a entenderla, pero a falta de astucia o de la destreza en que se fundó una de las culturas más fecundas de cuantas han existido, tenemos que atenernos a lo que hay y mejor define a los mexicanos: la tranza, la tentación de evadir el conflicto, el porrazo irracional, la costumbre de cerrar puertas a la legalidad y la torpe elección de la concesión irracional con tal de evadir problemas que más pronto que tarde contaminan partes menos enfermas.

Como ocurriera en 1956 durante el régimen de Ruiz Cortines, los maestros aparecen en la escena pública teñidos de enfrentamientos sindicales y elementos coyunturales que desafían al gobierno. Así el movimiento del Frente Sindical Magisterial liderado por Othón Salazar y posteriormente, con virulencia en 1958, un “modificado” Movimiento Revolucionario del Magisterio que engendraría facciones cada vez más intransigentes. Al respecto, no deja de ser reveladora la inexistencia en toda la historia de la educación en México, de una sola propuesta magisterial para equiparar la enseñanza a estándares internacionales. No son la calidad de las aulas ni las bibliotecas o servicios colaterales; tampoco los centros de investigación pedagógica ni menos aún la formación depurada de los maestros y sus complementarios programas de actualización lo que los ha llevado a tomar las calles y levantar los puños. Son las “mejoras salariales” y el poder lo que les preocupa, sin darse cuenta de que, a mayor calidad de los maestros y de la enseñanza a su cargo, mejores resultados a corto y largo plazo y más digno un país en aptitud de valorar las conquistas civilizadoras.

Hay que recordar los sucesos de 1958 para desentrañar el irritado carácter de la CNTE. Entonces participaron obreros, profesionistas, intelectuales y cuanta organización disidente activó la animosidad popular que, de triste y mal registrada memoria, no democratizó al país ni vulneró al sistema; tampoco le tiró un pelo al poderosísimo sindicalismo de Fidel Velázquez: amo y señor de la CTM, sino que, en pleno estallido demográfico, empinó la enseñanza pública al desastre que puso en jaque la legitimidad de las instituciones. Aquel México se “arreglaba” con otras leyes que “funcionaban” por el sometimiento y la debilidad de las mayorías. Entre la presión globalizada para democratizar al país, el ascenso de la criminalidad y las demandas del desarrollo capitalista, sin embargo, se hizo inoperante la costumbre del poder que ahora, con terribles contradicciones, rectifica o cede al imperio de la anarquía que, de todas maneras, está dispuesta a "negociar" al filo para sacar lo más posible con el mayor ruido empeñado en protestas sin pies ni cabeza.

No obstante la urgencia de cambios radicales, ningún gobierno de las últimas décadas modificó el trato político y, a cambio de subsanar las instituciones y aferrarse al régimen de derecho, continuó el vicio de las prebendas, agravó la corrupción y no renunció a los tratos “en lo oscurito” que no solo no madura la discrepancia, sino que pone en peligro la estabilidad del Estado.

En cuestión de importancia –solo para recordar- el de abril de 1958 exigió mejoras salariales en pleno periodo electoral. No obstante encaramarse a la agitadísima causa de ferrocarrileros, telegrafistas y médicos y sobre la lista de palos, muertos, encarcelamientos, heridos y “pliegos petitorios” de rigor, el Movimiento Revolucionario del Magisterio (MRM) probó el alcance “efectivo” del sistema, inclusive respecto de las posturas disidentes: represión, intolerancia, fortalecimiento del sindicalismo “charro” y protección “a cualquier precio”, de la campaña electoral que haría presidente a Adolfo López Mateos. A diferencia de aquellas formas de lucha, las presiones actuales entremezclan el recurso de la violencia y la criminalidad a cuestiones ideológicas y facciosas que trascienden los intereses de la educación.

Al final sin embargo y porque hay que tomar en cuenta que López Mateos es el único normalista que ha gobernado al país, gracias a la mediación de su Secretario de Educación Pública, el escritor y diplomático Jaime Torres Bodet –secretario que fuera de José Vasconcelos-, lanzó su Plan de Once Años en 1959, enriquecido con textos gratuitos, servicios médicos, desayunos escolares y programas de construcción de escuelas, entre otros aciertos. A cargo del recién creado Instituto Nacional de Protección la Infancia (INPI) doña Eva Zámano, maestra también, fue la primera consorte que pensó en la salud infantil y procuró su desarrollo totalizador.  Por desgracia, este Plan no vería sus mejores frutos por la desdichada costumbre de “reinventar” al país en cada sexenio sin atender el añoso cáncer ya convertido en metástasis nacional.

Entre dimes, diretes, reformas fallidas, leyes de educación, vicios sindicales, saqueos, complicidades, prebendas y generaciones que se suman al saldo de aulas vergonzosas, funcionarios ineptos, gobiernos que no valoran el poder transformador de la cultura, tanto la CNTE como el SNTE y su respectivo historial nefasto, espetan la única verdad que no acepta máscaras: la aplastante ignorancia que han cultivado tirios y troyanos con idéntica irresponsabilidad, salvo que las circunstancias y demandas del México del medio siglo y el actual son completamente distintas.

En suma, no es la situación electoral lo único que está en juego, sino la democracia en sí, con sus agravantes. El desafío no deja lugar a dudas: sin educación no hay ciudadanía; sin instituciones efectivas no hay gobierno y sin gobierno, sin régimen legal y sin integridad social no existen condiciones para ordenar un Estado en paz y orientado a la justicia que asegure la convivencia regulada por la inaplazable equidad.

El otro es el culpabl

Zev Hoover.

Zev Hoover.

Será obra de viejos o nuevos dioses, herencia de los abuelos remotos, un error genético o del clima, culpa de la Colonia, desgracia cultural o quiste en la memoria colectiva: absurdos y conjeturas sobran, igual que los testimonios de fray Diego Durán sobre la costumbre de los antiguos mexicanos de no limitarse en timos y crueldades, a condición de jamás asumir la responsabilidad y las consecuencias de los propios actos. Lo cierto es que desde la Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme hasta nuestros días el “yo no fui” ni me atrevo con la verdad es complemento histórico de la tristemente célebre afirmación: “nadie ha visto ni oído nada”. 

“El otro es el culpable” preside las versiones de las derrotas y torceduras mexicanas, públicas y privadas. También: “el otro debe hacer lo que me corresponde…” “Yo, ¿por qué?” Y entonces se estira la mano para recibir –según “el sapo”- la dádiva del gobierno, del automovilista, del consumidor en el supermercado, del presupuesto y aun de quien, para sobrevivir el desafío de la calle, debe llevar consigo una talega para repartir monedas entre decenas de pedigüeños que atosigan de todos los modos imaginables. 

Aunque no sea demasiada rica, sólida ni sistemática la bibliografía de nuestro pasado remoto o cercano,  no conozco pasaje que diga: “fallamos… estos son los errores y las mentiras; este el plan para rectificar; aquella la estrategia para crear un gran país en tanto tiempo y bajo tales condiciones…” Eterna víctima de la codicia extranjera, del mal ajeno o del abuso interno, la población se deslinda de cualquier acto responsable, aunque en ello se comprometa su beneficio, como podrían ser mejoras municipales, creación de empresas y tareas educativas o de investigación autogestionadas, por citar mínimos y simples ejemplos de deberes compartidos. 

La sombra del “otro” es tan pertinaz que también se entromete en la intimidad de los desobligados. Y es que solo los bobos y los conformistas suponen cómodo zafarse de lo que implica con precisión en inglés el self commitment y que, en otro extremo cultural, se aplica al “complejo judío” o cultivo ancestral del libro: peculiaridades que buena falta nos hacen. Inclusive el gran Tlatuani se inmiscuye en el legado presidencialista y hasta en los sindicatos, y sea por el poderío católico que anula cualquier iniciativa de superación, porque el paternalismo es la piel del taimado o porque el siglo XX fue caldero de “reaccionarios” y de la rapiña en todos los niveles, lo cierto es que valor, probidad, arrojo, determinación, disciplina, hazañas culturales y grandes ejemplos cívicos y morales no son temas que nutran al patriotismo o cuando menos cierto voluntarismo ya anhelado casi con desesperación por Vasconcelos, Alfonso Reyes y otros miembros del Ateneo de la Juventud. 

Tal vez por eso el civismo está por los suelos y peor que nunca, entre tanta y tan inaudita violencia, la carga de cobardía, deshonor e ignorancia que se respira en el ambiente. Como país, el Masiosare de todas las excusas nos sitúa en lugares vergonzosos en las calificaciones internacionales. Al respecto, no pueden ser más lastimosas las campañas electorales, en las que los aspirantes a beneficiarse de las nóminas ya ni siquiera se molestan en discurrir una idea. Vamos a ganar: me espeta casi a diario un idiota que pretende persuadirme por teléfono de darle mi voto. “¿Ganar? Quiénes y qué vamos a ganar?” Pregunto al cretino. Y vuelve a llamar a la mañana siguiente porque ni siquiera estos acosadores del sufragio ponen alguna señal en sus listas de números telefónicos obtenidos de manera ilegal para invadir nuestra privacidad.

¿Quién tiene la culpa del malestar y la caída mexicana? Pues el “otro”, como escribiera paradigmáticamente Sartre, “El otro… el otro es el infierno”. Inclusive alguien como Masiosare, el extraño enemigo, cultiva la ignorancia colectiva, sexenio a sexenio, y se dedica a convencernos de que solo “al gobierno” corresponde el deber de hacer el presente y disponer el futuro. También “el otro” amasó con habilidad corrupción e injusticia hasta lograr un México bizarro, incapaz de levantarse de su postración e inepto para crearse por sí mismo un destino digno.

Cualquiera que haya residido en el extranjero durante meses o años conoce las distancias individuales y culturales que nos separan de los que no aceptan ni quieren el fracaso por destino. Y eso es lo que exaspera de la psicología mexicana: la condición del agachado, su complacencia con la pachorra, la facilidad con que apuntan, acusan y difaman, una débil capacidad de lucha y más pobre voluntad para vencer defectos y limitaciones. Ha sido preferible llorar y lamentarse enredando los dedos que alzar el rostro, enderezar el cuerpo, enfrentar lo que se deba, aplicarse y decidir, de una vez por todas, que ni el lo personal ni en lo social debemos seguir e identificarnos con el batallón de humillados que abulta nuestra historia.

Es cierto que desde la infancia nos inculcan una idea errática de México, de la historia y de nuestras aptitudes. Aceptarla sin rebeldía y sin cuestionamientos es la tragedia. Tragarse la mentira y sumarse al síndrome del Masiosare no significa ser “buenas personas”, como se justifican los pasivos. Hay que ir contra la corriente y hacer lo que debemos y podemos, a condición de hacerlo con inteligencia, generosidad y estudio disciplinado. No importa época, situación o episodio que escape a la influencia de “el otro” porque en todos los casos sobran justificaciones para enmascarar fracasos. Ya es hora de acabar con esta fatalidad.

Reconozco que desespero, porque el muestrario de imbecilidades que se presume “campaña electoral” no es para alentar ninguna esperanza. A veces me tienta la inutilidad de recoger frases de campaña para ilustrar el nivel pedestre no se diga de las candidaturas, sino de la supuesta democracia que las ampara. Mientras tanto, llueven alegatos sobre las bondades o daños colaterales alrededor de si votar por el menos malo (¿?), anular el voto, no votar, reír o llorar… Puros sin sentidos.

En situación tan bajuna votar por nadie o nada y no votar equivale exactamente a lo mismo, porque tiene razón el idiota del teléfono que insiste: ¡Vamos a ganar!  Claro que sí, de antemano toda esa cáfila tiene el triunfo asegurado por falta de rivales, porque no hay de otra ni de otros, porque la mediocridad es la medida de nuestra democracia.

¡Pobre México; y pobres de nosotros que no construimos un país que nos enorgullezca.

Crier au loup

Michel Houellebecq

Michel Houellebecq

“Ahí viene el lobo”, suelen decir los franceses cuando les llega el agua a los aparejos. Entonces mueven la cabeza de aquí para allá entre el miedo, la incertidumbre y la incredulidad. Más de una vez en su historia ha tañido la campana de la advertencia. Cual corresponde y es de esperar, los avisos son desoídos hasta que revienta la olla a presión. De pronto los sucesos se desbordan y los parches sustituyen a los remedios preventivos. En todos los casos y más bien antes que después las letras se infiltran al enredo de estados de ánimo, confusión, efervescencia social y aparente lasitud que enmascara con elegancia la exquisita sensibilidad proustiana; pero inclusive ésta, según consta en los hechos, exhibe con oportunidad su verdadera naturaleza.

Emparentada al poder de los sueños, a la revelación de los mitos y a los mensajes oraculares, las letras trascienden su muy noble asiento en el arte de la palabra. De suyo conlleva el reflejo de lo real y, ficción verdadera o verdad ficticia, no falta el ensayo, el relato, la película o la novela que muestra el revés del espejo para espanto de las “buenas conciencias”. Tal la sacudida que un autor ácido e intolerante como Michel Houellebecq, transgresor si los hay, provoca en el universo globalizado, en cuyo eje se balancea tanto la tragedia de la migración masiva como el hambre, la inconformidad, la melancolía y la amenaza franca del Islam fundamentalista.

Polémico como el que más, este “enfant terrible” de la actual literatura francesa, quien a regañadientes fue distinguido en 2010 con el muy apreciable y no menos conservador premio de la academia Goncourt por su novela El mapa y el territorio, se atrevió con Sumisión cuya trama, sin querer queriendo, exhibe a contracorriente el avance nada sigiloso de la mentalidad xenófoba y con apetito fascista. Sitúa la historia en una sociedad multicultural en la que los inmigrantes árabe-islámicos escalan el poder hasta prefigurar en Francia, hacia el año 2022, el supuesto dominio del líder Ben Abes en el Palacio del Eliseo, con la complicidad de la extrema derecha y todas las consecuencias sociorreligiosas del fundamentalismo. Si posibilidad tan temida está ya servida, el debate no cesa de ventilar la crisis de la democracia en una Europa convulsa que puede aceptar lo distinto y ajeno, a condición de no caer en las redes del enemigo jurado desde los tiempos de las Cruzadas.

Ya se veía en plena ocupación alemana a los distraídos Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir dándole al pedal de la bici, con la canasta y el vino emblemáticos, para disfrutar una linda tarde soleada en plena campiña entre juicios críticos, el infaltable pan y los quesos que con seguridad escaseaban. Mientras tanto el heroico Jean Moulin, perseguido, capturado por la Gestapo y el gobierno del entreguista Vichy, era sometido a torturas terribles a causa de su dirección del Consejo Nacional de la Resistencia.  Durante aquel fatídico julio de 1943 en que el existencialismo apuntalaba su liderazgo, un Moulin asesinado de manera espantosa a sus 44 años recién cumplidos, dejaba constancia de su valía no solo entre los maquies, sino entre quienes entienden, en cualquier tiempo y lugar, que “el suplicio es mucho más profundo que el dialogo entre el hombre y la muerte”.

Divididos precisamente por el trasfondo de dicho dialogo, solo unos cuantos intelectuales midieron, en pleno furor bélico, el verdadero peligro que amenazaba con aniquilar la más alta herencia de la cultura; es decir, el pensamiento aupado a derechos, inteligencia y libertades. Hoy no es distinto porque la comodidad puede más que la razón.  Y la razón, como el conocimiento, nada entiende de democracia. No está de más recordar que seis años antes del hervidero del patriotismo subversivo y furor fascista, Sartre, en 1938, centró en la imaginación de los lectores a un Antoine Ronquetin a quien las palabras se le habían desvanecido y, con ellas, la significación de las cosas. Olvidado de lo que era “la existencia”, Ronquetin se entregó a La náusea que lo llevó a encarnar el sin sentido que, en toda su crudeza, le mostró la devastación de la nada o “la significación pura de la vida”. Con el absurdo kafquiano, La náusea marcó un estado del alma, indiviso de lo real, que Houellebecq reinventa muchas décadas después -y con el agregado del desafío-  al espetar la metáfora del peculiar impulso de muerte fomentado por el doble desgaste existencial y la frustración política, religiosa, económica y social que a todos nos alcanza.

Atrás, muy atrás, quedaron los respectivos mundos de Balzac y Víctor Hugo, Le rouge et le noir de Stendhal, la Mme. Bovary de Flaubert, los relatos de Schwob, los tiempos perdido y recobrado de Proust y un monumental listado de “clásicos” que no solo formaron el “ondulante y caprichoso” gusto literario de numerosas generaciones, sino que inclusive crearon paradigmas –o el Canon Occidental, como gusta dictaminar Harold Bloom- que para algunos lectores rebeldes, como yo desde mis primeras letras, fueron meros puntos de partida para auscultar el sentido de lo humano en el revés de lo aparente, donde la ficción rasga el velo de una verdad que queda en el alma como cicatriz de fuego.

Así la huella transformada en surco a fuerza de tantas lecturas de las Antimemorias de Malraux, cuyas páginas más entrañables suelen visitarme durante el sueño. Nada más estremecedor que su relato sobre el traslado de las cenizas de Jean Moulin al Panteón, aquella memorable noche húmeda de diciembre en París. Y a la mañana siguiente, mientras decía su discurso el que fuera monumental Ministro de Cultura, el viento helado golpeaba sus papeles y el general de Gaulle, de pie e inamovible en su carácter de Francia encarnada y estatua viviente, acentuaba la solemnidad del grave redoble de los tambores de guerra. Aquella ceremonia era la representación de La Patria. La muchedumbre allí congregada compartía un sentimiento de respetuosa grandeza ya extinto, como la más noble expresión de lo humano.  La voz del escritor consagraba el duelo compartido al anunciar que “La gran lucha de la tinieblas ha empezado…”

Todo se ha escrito y todo se ha dicho, pero de maneras y con intensidades diferentes. El hombre necesita reinventarse para significarse y reconocerse en lo esencial de su condición. La necia costumbre de repetirse en lo peor, sin embargo, aventaja la hazaña de superarse y superar lo recibido. Cada generación interpreta a su modo el mismo drama y una similar manera de vivir, padecer o distraer la existencia. Si una generación ausculta el enigma de los sueños, otra, asolada por efectos bélicos, se envuelve en la imagen del dolor y la muerte hasta que la siguiente, abrumada por La náusea incesantemente renovada, atina con la fantasía de su Houellebecq particular no para desvelar el unívoco mundo del escritor, sino para hacernos partícipes de lo que somos capaces en la caída.

Que es un intolerante cabal, pero demócrata que jamás acude a votar, asegura en entrevistas. No duda en agregar que sus juicios son los acertados, por lo que los políticos deberían consultarlo. Excéntrico amante del deterioro, de los excesos y de destrozarse a sí mismo, Huellebecq en realidad es un producto fiel de la sociedad y del tiempo que lo engendraron. De 57 años de edad, tiene el aspecto de un malviviente envejecido. Esgrime sin embargo la pluma como diestro escalpelo que corta hasta el hueso. No teme a la muerte; tampoco a las drogas, al tabaco ni al alcohol; mucho menos al fuego hiriente de las voces extraídas del abismo. Provocador y consciente de “haber hecho muchas mierdas”, se reconoce violento, incómodo, sujeto de envidias a causa de su éxito y profundamente molesto con la sociedad, tal y como discurre a sus personajes.

Más allá del inabarcable anecdotario biográfico, este ruidoso escritor francés, que se traduce a la velocidad de la luz, es el verdadero portador del crier au loup no solo de Francia, sino de la globalización que atenaza y deshumaniza a pasos de gigante. Como el llamado de los cerditos del cuento al gritar “ahí viene el lobo”, su aullido perturba, pero no altera la realidad ni evita el trancazo que viene, que viene... Y esto es y seguirá así hasta que lo real estalle una vez más a manos de la violencia que nos tiene al borde del precipicio.

(In) decencia de Marcelo

Para los fines que fuere menester, decían los abuelos que “el que parece lo es”. Vago dicho y por demás tendencioso, pero feroz al dar en el blanco. Aunque cierto problema ocular no le ayuda, el gesto, la apariencia, la actitud y la manera de hablar de Marcelo Ebrard no corresponden a los de un hombre de honor. Si alguna evidencia faltara a su deshonor, su candidatura plurinominal como suplente de su exempleado René Cervera despeja cualquier duda. Vergüenza para él y peor descrédito para el Consejo General del Instituto Nacional Electoral, cuyos miembros, en mayoría, aprobaron su registro.  Los beneficios de tan ostensible “caída hacia arriba” comienzan con el fuero constitucional con el que el infatigable soñador del poder absoluto escapará de la justicia, como “Juanito” (si es que la mexicana merece tal nombre), a causa del inaudito fraude, aun sin aclarar, de la línea 12 del Metro.

Lo conocí servil y obsequioso con su entonces mentor Manuel Camacho. De mirada esquiva –no inteligente, por cierto-, daba la impresión de mentir y de estar mintiendo. Entre los invitados a la que sería reveladora reunión, una “chucha cuerera”, de las de antes, me dijo al oído: “le falta de todo, le sobra ambición y no entiende las reglas”. Su actitud no ocultaba su apetito de poder. Afamado operador de “concerta-sesiones” -las kafkianas discurridas por Camacho con otros gestecillos populistas del conflictivo salinismo-, Ebrard fue recompensado por Manuel con una subsecretaría en Relaciones Exteriores. También fue tocado por el síndrome del chapulín y gracias a tal “nerviosismo partidista” pudo disfrutar las mieles del acomodo a costa del presupuesto. Como Secretario General del fantasmal Partido del Centro Democrático, renunció a la candidatura a la Jefatura de Gobierno del Distrito Federal en favor de Andrés Manuel López Obrador, entonces en el Partido de la Revolución Democrática.  Lo demás es la historia que alrededor de su nombre todos los días –o casi- atrae a la prensa, a pesar de que lo que oculta es más de lo que enseña.

Lo he visto como producto representativo del moderno sistema político mexicano, lo que no es algo que deba honrarlo. Al observar su conducta y la de otros que exhiben la misma deshonestidad como mérito, pienso en la sociedad que los ha engendrado. Ni siquiera su destino puede considerarse excepcional, lo que hace más grave la indecencia política. Los ciudadanos aguantamos todo con una pasividad pasmosa, por una causa: como estos vivos, nosotros tampoco tenemos patria: de ahí la facilidad con que se la mancilla, se la pisotea, se la burla…

Carecemos de orgullo patrio o siquiera republicano porque México no ha marcado nuestro espíritu con una herencia digna. Esa es la verdad: somos apátridas, en el más riguroso sentido del término, aunque los nacionalistas hagan su propio barullo porque no entienden la diferencia entre patriotismo y nacionalismo. Sobre nuestras cabezas pende un inmensa, ancestral vergüenza a la que, para colmo, se han agregado la delincuencia y la degradación social.

No tenemos nada que defender, ni siquiera territorio, porque ni eso nos queda. Carecemos de pertenencia espiritual. Veo con tristeza el derrumbe de los ideales de algunos mexicanos probos, valientes, inteligentes, como aquellos liberales “rojos” del XIX, como ciertos conservadores que ya quisiéramos entre nosotros, como no pocas mujeres que se dejaban el alma a la sombra de las batallas o al modo de artistas y pensadores que iban consolidando los sedimentos de la cultura para que nosotros, generaciones que llevaban en mente, construyéramos un gran país y encumbráramos lo recibido con nuevas y mejores obras que nos permitieran llevar la cabeza bien alta entre propios y extraños.

El sueño de nuestros viejos admirados, por desgracia, se volvió pesadilla. Pesadilla urbana, política, burocrática, social, económica, ecológica, territorial, electoral, tangible… El pequeño Marcelo no sería de suyo un personaje si no encarnara tan lastimosamente el carácter de nuestros “representantes” a puestos de elección popular. Durante su escalada burocrática hizo más ostensibles sus defectos, al grado de creerse presidenciable, aun a pesar del saldo tenebroso que dejó en el Distrito Federal.  Esta última “jugada” no tiene por qué sorprender a quienes ya estamos fatigados del cúmulo de bajezas que descaradamente campean en el país. Aquí y ahora todo, absolutamente todo es posible porque no hay un solo funcionario que defienda el honor, la probidad, lo justo y necesario, lo que dignifique a la patria.

Ebrard es uno más entre la muchedumbre de darquetas existenciales y chupasangre que enturbian la vida pública. Que sigan gastando fortunas para promover el voto. En lo que a mi respecta no hay dinero, publicidad ni subsidio que encubra esta inmoralidad cargada de fetidez. Hasta las farsas requieren límites. Hemos caído bajo el dominio de bribones y farsantes. Y el que parece, lo es…

El lenguaje es el mensaje

Las relaciones humanas son cada vez más difíciles. No es que seamos demasiado distintos de los cavernícolas o de los griegos remotos, pues igual hay individuos que odian, aman, se ensañan, golpean, lloran, sufren, ríen o se creen redentores, aunque sean disímiles e inclusive incompatibles las maneras de entender y abordar la vida. Como nunca antes, sin embargo, las palabras desunen y las conversaciones se extinguen bajo un barullo que nada dice ni facilita el contacto, cualquier contacto. Eso de que algo "está bien chido, al güey le van a romper la madre, el pinche cabrón es un hijo de puta, me vale verga, hay que chorar unos baros y no manches, pendejo", me ha caído como bomba mientras viajaba en un metrobús al lado de unos “huéspedes de paso” con los que solemos cruzarnos con explicable aprehensión. 

Durante los 40 minutos del trayecto compartido con semejante vocerío no escapó una sola frase inteligible ni en momento alguno disminuyó la estridencia verbal de un grupo de veinteañeros tatuados y mochila al hombro. Unos con cachuchas al revés y otros peinados en revoltura de mechas y picos hacían lo que fuera no solo por darse a notar, sino para intimidar a los pasajeros silentes –y de preferencia fastidiados- que simulaban no advertir tamaño escándalo mientras gente, mucha gente, entraba y salía del vehículo en cada estación de la Avenida Insurgentes. 

Entre que todo es una mierda y ya ni chingas güey, tírate a la vieja, yo trataba, con el libro inútilmente abierto, de concentrarme en la lectura de Michel Houellebec: un autor francés ahora amenazado por sus arrestos desafiantes y sin embargo alejado de este rompecabezas mexicano, al que sobran experiencias dramáticas o demasiado crípticas, como ésta. Al ritmo de su palabrerío babeante,  los jóvenes competían entre sí para alargar el sustituto de conversación. Sin dejar de azuzar, gritar y reírse, movían los dedos a la velocidad de la luz sobre sus teléfonos móviles para duplicar, quizá mediante whatsApp, las frases sin sentido que espejeaban un lenguaje tan mutilado como la realidad fragmentada del país, igual que la vacuidad que campeaba en sus vocablos.

Vivimos mundos aparte. Si es que podemos decir que alguno nos define, nos acerca u ofrece siquiera un espacio como de sentirse en casa. Identificarse con algo, al menos con un estado de ánimo cargado de insatisfacción, es ya imposibilidad compartida en esta ciudad tan parecida al laboratorio conductual de Skinner. El Marshall McLuhan de mis años universitarios resbalaba en mi memoria como lápiz desgastado: “El medio es el mensaje”, recordaba mientras imágenes de La rebelión en la granja, de un Orwell nacido en la India británica y asimilado en la bohemia romántica de París se encimaban al paisaje de marginación que trasciende las condiciones terribles que se perciben en los desencuentros callejeros. Veía ilustrado el lenguaje como extensión de aquellos cuerpos que “hablaban” con más  energía que su incapacidad verbal para expresarse. Leía también en su nerviosismo evidente, en su agresividad a flor de piel y en la pobre vestimenta menos sofisticada que consecuente con su marginación social una historia de desaliento y crueldades. Afloraba con la incultura esa verdad que fluye y palpita a pesar de vagar enmascarados.   Llevaban consigo la herida abierta de un quebranto añoso, defensivo, hiriente como puede ser el gesto de un anciano desvalido que exhibe en la mirada el fracaso de su vida.

No hay como viajar en metro o en metrobús en horas pico para medir la temperatura social, psicológica, económica y emocional de esta compleja urbe que nunca conseguimos abarcar. Apretada en un vagón, iba expuesta al azar de entrada por salida, sin ceder a la tentación de huir. Por momentos era más fuerte la curiosidad sociológica que mi natural repudio a las conductas intimidantes. Sentí que en espacio tan cerrado la humanidad desplegaba sus gestos más íntimos y, desde el temor hasta la compasión y de la falsa indiferencia a las actitudes provocadoras, en solo unos minutos de sofocante hacinamiento se imponía la certeza del Orestes sartreano, en Las moscas, cuando en voz de un actor aseguraba que el otro… el otro es el infierno. Angustia; angustia pura se respiraba en todas sus modalidades, a sabiendas de que las personas a menudo se empeñan en distinguirse mediante rasgos de carácter, defectos o actitudes nada sutiles.

Duele, sí, el grueso filón de un país que con frecuencia y en situaciones distintas nos hace creer que su tensión interna puede estallar en un segundo. Al margen de este encuentro furtivo que muestra más de lo que oculta, en las masas que frecuentan los saturados transportes públicos de nuestra agobiada Capital se percibe la llama de una hoguera que poco a poco va creciendo. Es imposible no darse cuenta de que algo se está gestando en esta sociedad deshechurada. Las carencias se reflejan en la ropa, en los rostros, en los centavos estirados, en cientos o miles de figones de frituras pestilentes y tendidos de toda suerte de chinerías baratas que se venden en calles inmundas en las que ya ni existen los perros de nadie que décadas atrás formaban parte del paisaje urbano. 

Ignoro cómo fueron los síntomas del día a día que al término del Porfiriato y durante el maderismo derivaron en el levantamiento armado. Al margen de los registros generales, a pesar de nombres y de cambios consignados en los libros, imaginé que algo equivalente a este temblor apretujado debió gestarse entonces. Los males no se ocultan, salvo en sus orígenes. Y aquí hay indudablemente un cáncer que, aunque muchos no lo quieran aceptar, ya despide hedores fétidos. Cuándo, cómo y hasta dónde explotarán las llagas colectivas es la duda que ni el más listillo nos podrá aclarar.

La otra verdad: niños y adolescentes

En 2009, según la UNICEF, había en México casi trece millones de adolescentes entre 12 y 17 años de edad. Más del 55% eran tan pobres que uno de cada cinco registraron ingresos que no cubrían la alimentación mínima requerida. Condenados a crecer en situación de riesgo social, económico, migratorio y judicial, tres millones no asistían a la escuela y muchos más trabajaban. Capacidades y aprendizaje estaban supeditados al imperio de las calles. Sus oportunidades vitales eran nulas y de esperar la incorporación de un buen porcentaje a la delincuencia o a subsistir en condiciones infrahumanas o indignas. Para ellos, hoy, seis años después de divulgar estos datos y en edad de reproducirse, el Estado no solo no ha sido capaz de ofrecerles una realidad menos gravosa, tampoco hay salidas laborales, sanitarias ni educativas que modifiquen esa miseria ya extensiva a su prole.

Para colmo, la supuesta reforma educativa de Peña Nieto es un rotundo fracaso y la mejor ventana para prever en el destino infantil el legado del sexenio. El de mañana se anticipa como  un México que, de tiempo atrás, solo se pone a prueba en las crisis, en el enojo popular, en las carencias y en los despojos. Es de suponer que no solo a la población juvenil sino a los millones agregados a los índices de miseria, les aguarda un porvenir  tanto o más espantoso que el de su precariedad actual.

El problema nos involucra por la multiplicación del deterioro social, radicalizado por un modelo económico que concentra la riqueza y sus beneficios en un puñado de privilegiados. No hay partido, candidato, estructura ni oferta política dispuesto a comprometerse para subsanar este cáncer medular. Si además de la situación de niños y adolescentes consideramos el inminente envejecimiento de la población, en menos de tres décadas la franja económicamente activa no podrá sobrellevar la carga de servicios, gastos y demandas de una sociedad sin planeación ni administración inteligente de sus recursos humanos, ecológicos, culturales y materiales.

Entre los millones de ambos sexos que no asistían a la escuela en años pasados y los que sucesivamente abandonan las aulas por la pésima calidad de la educación, 16 mil adolescentes, en mayoría niñas, eran víctimas de explotación sexual solo en el 2008. Es de creer que si el gobierno de Felipe Calderón acumuló decenas de miles de muertos por violencia, las noticias arrojadas en este renglón durante el régimen de Peña Nieto no son más alentadoras. Si según datos de UNICEF en 2007 morían asesinados ocho menores de 17 años a la semana, otros tantos suicidados y cuando menos 3 por accidentes de tránsito, hoy las fosas comunes y los entierros clandestinos se atiborran de jóvenes anónimos que, con una indiferencia social pasmosa, fueron tratados en vida como sobrantes de humanidad. Eso, sin contar miles de caídos y humillados, inclusive latinoamericanos, durante su trayecto migratorio hacia la frontera norte.

La drogadicción temprana y los embarazos prematuros son para ponernos la cara roja de vergüenza: en 2005 –hace una década-  casi 150 mil adolescentes dieron a luz sin haber concluido la primaria. Los datos de madres menores de 20 años con más de un hijo ascendieron solo ese año a 189,408. Transcribo las cifras por considerarlas reveladoras de un problema desatendido que recae sobre los hijos de padres y madres impreparados, expuestos a multiplicar déficits de atención, aprendizaje y otros males propios de la pobreza extrema: En 2008 se registró un alto porcentaje de adolescentes casadas, en unión libre, divorciadas (19.2%) con respecto a los hombres de la misma edad (4.5%) o solteras sin ingresos que tampoco estudiaban. En 2009, 44% de los adolescentes convivía con fumadores; el 7% fumaba y/o bebía desde los 10 años de edad; 45%, entre 11 y 14 años, inició el consumo. 20% de estudiantes de secundaria ya eran fumadores activos…

Entre robos de vehículos, asaltos, pandillerismo, riñas, delitos menores e incorporación a grupos de narcos y mendicidad, la delincuencia temprana es asunto tan grave como el  del trabajo infantil que involucra a 2.5 millones de niños (según reconoció hace días el Secretario de Trabajo) en un rango tan inaudito como el que abarca de los 5 a los 7 años de edad, sin distingo de sexo. Obligados a mantenerse a sí mismos, a contribuir a la subsistencia familiar y en el caso de las niñas a hacerse cargo de los hermanos pequeños, así como de las tareas domésticas, la explotación infantil no puede sustraerse de la inequidad complementaria de la situación femenina en todo el país: madres abandonadas y a su vez abandonadoras, trasmiten la miseria con ignorancia que envilece y margina a las criaturas de los derechos esenciales desde las condiciones de su nacimiento.

Ningún discurso, patraña o demagogia enmascara la verdad. Y la verdad de México comienza por la situación de la infancia y la adolescencia. Nada más injustificable que el estado que guarda la educación, cada día más desigual y extemporánea. La complicidad de los gobiernos perpetúa el drama: en maestros apenas alfabetizados y enajenados a sindicatos espurios descansa el futuro de las generaciones. En los millones de abandonados por el Estado debería depositarse la más alta inversión humana, material, mental y espiritual en bien de la democracia. Sin embargo, los más vulnerables son legión invisible para los intereses dominantes. Expuestos a la emigración, explotados o reducidos por la delincuencia, la desesperanza y la disolución social, estos hijos de la desgracia serán mañana reproductores de la infelicidad progresiva.

Niños robados, abusados sexualmente, explotados o echados por la mala de su patria, con dolencias físicas, emocionales y mentales, subsisten expuestos a las peores expresiones de la violencia, la desnutrición y la crueldad. La precariedad de más de la mitad de la población es el saldo de un siglo de malos y peores gobiernos. Al filo de costosísimos procesos electorales, el teatro pseudodemocrático no ofrece esperanza porque no hay en quién confiar ni proyecto o partido dispuesto a comprometerse con los ideales aún incumplidos de la República.

Más de 32 mil niños menores de 17 años fueron repatriados de los Estados Unidos en 2008 y el número se incrementa anualmente sin que educativa o socialmente su propio país les ofrezca alternativas de salvación. La tendencia indica que un buen número de ellos son padres a la fecha, lo que significa que, atrapados en una realidad crítica, enfrentamos un panorama desolador. Esto hace más inmoral e inaceptable la propaganda electorera, el dispendio a nuestra costa, la inutilidad de un subsidio que tampoco garantiza que la publicidad redunde en democracia.

Si tan irracional dispendio se invirtiera en proyectos formativos y sociales se lograrían beneficios más perdurables y efectivos que la elección del batallón de ineptos que no hacen más que demostrar su cortedad, en todos sentidos. La pregunta que todos nos hacemos permanece sin respuesta: ¿dónde está el proyecto de país que debemos respetar? ¿Dónde las esperanzas? La sociedad, de una vez por todas, debe despertar.

Dulcinea, éste es gallo

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“Todo es artificio y traza”, dijo el Quijote a Sancho tras un amañado encuentro con el Caballero de los espejos. Estaba convencido de que las apariencias engañan; pero, para él, ¿dónde se ocultaba el engaño? Si los que hallaron en el camino eran o no en realidad el bachiller Sansón Carrasco y su agreste escudero Tomé Cecial era duda que ya comenzaba a despabilar su juicio. Lo cierto es que el hijo del comedido vecino de Alonso Quijano, Bartolomé Carrasco, en su empeño por llevar al amigo de vuelta a casa, discurrió una fallida celada que no tendría término hasta que en la playa de Barcelona, camuflado como Caballero de la Blanca Luna, conseguiría vencerlo en otro de sus peculiares lances para hacerlo traer por fin de regreso al pueblo.

No deja de ser curioso que el bachiller, portador simbólico de la letra, cerrara el círculo de una ficción que fuera por sí misma un proyecto de vida. Al envejecer quizá picado de aburrimiento, Alonso Quijano, Quijana, Quesada o como se llamara en ese momento, amaneció cierto día convertido en el sueño que, en cuerpo y mente, le permitió atreverse con otra forma de ser libre y humano. El personaje nació del libro y, novelesco, adquirió nombre y destino propios, como si de una conversión se tratara al asumir para sí el modelo de los imaginarios caballeros andantes. La conversión, sin embargo, ampliaría sus miras originales al ir transformando su nombre según los sucesos y el talante apropiado durante el curso de su aventura. Así aparecieron el Caballero de la Triste Figura, El Caballero de los Leones o el pastor Quijótiz, más para completar que para renunciar a la identidad elegida en principio. Que fueran muchos en uno, no cabe duda; pero nunca varió el eje de su bondad justiciera. No se trataba de eliminar la naturaleza del Quijote -verdadero protagonista de un ambicioso sueño-, sino de ampliar la perspectiva de lo que iba interpretando a lomo de Rocinante y en sostenido diálogo con su escudero Sancho sobre lo que debía ser y no lo que era.

Creerse capaz de enderezar entuertos y desfacer agravios no es infrecuente en hombres atenazado por la vejez.  Sucede que, afectados por una sensación de vacío, quienes avanzan hacia la última estación discurren cualquier disparate con tal de agarrarse a los saldos de vida. Abatido, ajado y avergonzado, lo vino a entender Alonso cuando ya estaba de vuelta en casa. Cavilaba bajo las sábanas y sentí que su cuerpo se estremecía. Con claridad se dio cue nta de cómo se revuelve todo cuando a ciertos hombres, presas de aburrimiento, reparan en sus faltantes al filo de la vejez. Entonces les ataca la añoranza de juventud y más que nunca pretenden amar, ser amados y arrojarse a las grandes hazañas. Confinado en el tedio doméstico, Alonso Quijano miraba pasar los años y “carecía de argumento”, como observaría con agudeza Unamuno. Sólo un enamoramiento encendido podría otorgarle el horizonte de una esperanza en algo que, aún siendo nada, lo re/presentara todo. Y ficción producto de otra ficción, Dulcinea apareció en su mente como antorcha de la pasión. Y qué mejor excusa que una mujer moldeada en el pensamiento para entregarse a la acción, ahora sí argumentada con este motivo, no obstante sujeta a la lógica quijotesca.

Para sobrellevar la fatalidad desde el personaje asumido, el Quijote tuvo que multiplicar los desdoblamientos de su identidad ficticia. El fenómeno ocurre todos los días y tiende a ser más complejo y frecuente en la medida en que nuestro modelo de vida no acepta que el que es, es como es; es decir, hay que “ser otro” para ser visto y reconocido. Desde redentores y ecologistas hasta guerrilleros, falsos iluminados, punks, justicieros o sanadores de pacotilla: la gama imaginativa es más rica e incluso conmovedora en la medida en que el medio agudiza la soledad y la sensación de desvalimiento de la mayoría.  A partir del estallido hippie, nuestra época ha sido pródiga en caracteres cambiantes y desmesurados, pero sin la autenticidad arrojadiza de esta creación cervantina que, no conforme con asegurar en voz de su personaje que sabe quién es, agrega que sabe qué puede ser en el porvenir; es decir, un caballero capaz de aventajar hazañas como las de “todos los doce Pares de Francia, y aun los nueve de la Fama”. Esta significativa certeza de ser él mismo superior a sus héroes abarca por tanto el futuro mediante el carácter que puede llegar a ser, inclusive en su multiplicidad enajenada.

En eso consistió la genialidad de Cervantes, en hallar un personaje único, original e intermedio entre él mismo y Alonso Quijano. Como Quijote, a su vez, protagonizó historias que, asidas al ideal de lo bueno y lo bello, consagraron las chifladuras.  De estructura perfecta el relato transcurre entre el delirio y la ficción verdadera, para cerrar el ciclo confrontado la ilusión a golpes de lucidez hasta dar paso franco al estado amoroso y al fin sosegado de un Quijano que dejaba ir en su mente al Quijote imbuido de compasión. Su hallazgo de mismidad –como le gustaría decir a Julián Marías- desencadena errores y aciertos entre actos descabellados que “orientan” al proyecto de vida pre/destinado. De otra manera, de haber dejado al hidalgo sentado e imaginando, a la sombra de las lecturas y coreado por las rutinas de la sobrina, España no tendría el espejo del Quijote ni el Quijote hubiera absorbido la sucesiva fragmentación de la vida española.

Literatura y mujer ideal se habían fusionado en el ánimo de Alonso Quijano, antes de imaginarse Quijote, bajo la figura de un ídolo tan inaccesible como enredado al fantasma de Aldonza Lorenzo. Aunada al afán de atreverse con lo desconocido que indudablemente pedía ser probado, Dulcinea –la dulce como la miel- todo llenaba en su alma: un contorno invisible y la presencia idílica que agitaba su espíritu. Sus fábulas trazaban un dibujo vital risible y por consiguiente colmado de posibilidades para quien no estaba dispuesto a resignarse al tedio. Al transmutar o más bien convertirse en Quijote, Alonso Quijano adoptó el revés de un saldo biográfico alojado en su corazón y en sus figuraciones. Esa otra forma de ser, hasta entonces inexplorada,  por única vez lo hizo sentirse útil y libre. Libre de ataduras, como no fueran las de su sueño caballeresco, que ésas al fin y al cabo eran tan aleatorias y sorpresivas como el camino que le iba tocando en suerte. Y útil, porque como hombre común y cuerdo no podría combatir el mal ni imponer su justicia por desfachatada que fuera.

 La clave de toda esta historia es otra de las quijotadas que deslizaba el novelista en sus parrafadas, como ésa de involucrar al supuesto relator de la historia que iba narrando. Sujeto de otra conversión, también Cervantes se incluye sutilmente en la trama y, en voz del Quijote, dice de sí mismo, como si se tratara de otro, que el autor de la historia es “un ignorante hablador, que a tiento y sin algún discurso se puso a escribir, salga lo que saliere”. Y hace burla de su pluma para responder al comedimiento del bachiller Carrasco cuando le cuenta al Caballero las nuevas que andaban rondando a los cuatro vientos sobre el personaje en que se había convertido a ojos de los lectores. Ocurrente y aún citándolo cuando menos dos veces en situaciones distintas, Cervantes infiltra un hábil juego de espejos al comparar su escrito con la pintura de Orbajena, un pintor que estaba en Úbeda a quien, sin atinar con la forma, solían preguntar qué pintaba, porque nadie entendía nada. “Si por ventura pintaba un gallo, escribía debajo <<Éste es gallo>>, porque no pensasen que era zorra”. Así la traza y la unidad de esta obra, la del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que desprendida de desbarajustes, también aclara que <<esto es locura>>.  Y es el propio Quijote quien afirma que, para entenderlo, hay que interpretarlo. Así agrega que tal vez Orbajena pintaba un gallo, “de tal suerte y tan mal parecido, que era menester que con letras góticas escribiese junto a él <<Éste es gallo>>. Y así debe ser mi historia, que tendrá necesidad de comento para entenderla”.

Y gallo es el de la Triste Figura. No cabe duda. Gallo de punta a punta y con toda la gama de color en sus plumas. Más gallo cuanto más leal a la propia locura a la que no falta la locura de amor por el objeto inexistente de su deseo. Ídolo o fantasma o excusa de vida, al final, con la hazaña realizada al hacer camino, ya no tendrá necesidad de confirmar su existencia. Rica y cambiante, Dulcinea es motor que mueve sin ser movido. Su referencia despliega y anuda la historia. En lo suyo y a propósito de tal desvarío ficticio, Cervantes consuma en nuestra lengua y respecto de la locura lo que su coetáneo Shakespeare descifraría al universalizar la pasión del poder y, con ella, la verdadera representación de la vida humana. Los dos se aventuraron a explorar el revés del ser. Y esa realidad tenebrosa, en la que andan mezclados la ilusión, el sueño, la verdad y la sin razón, es lo que fascina e intriga de un personaje que, siempre desmesurado, se atreve a probar los límites proscritos a la supuesta cordura.

En eso nos mantiene ocupados el hábil Miguel de Cervantes no nada más con los dobleces mentales del personaje, sino con la sombra y cobijo de una doncella, la más misteriosa y sustentadora de todas, que aparece/desaparece en ficción, en bulto y en letra sin dejarse mirar, tocar ni sentir. Siempre presente en el nombre que la invoca y la comprende, su ausencia es el hilo conductor del quijotismo.

A diferencia de los desvaríos ocurridos durante la primera parte de la novela, en su tercera y concluyente salida, no serían más las ventas castillos ni las pueblerinas princesas: un cambio nada quijotesco que con sutileza dejaba caer que tanto el autor como el protagonista sentían sobre si la fatiga del tiempo y el desafío de rematar con memoria el olvido. Y aunque el de la Triste Figura vivía a plenitud su sueño de amor y Dulcinea continuaba inspirando sus correrías, la evidencia lo colocaba en la situación más difícil para quien, como él, tambaleaba entre disparates, insinuación de cordura y destellos de sabiduría. Perdido aún en la caricatura caballeresca y sometido a sus leyes caducas que ya los lectores daban por bien servidas, no le quedaba más que entregarse al delirio o invertir, lentamente, el curso de un sueño cifrado por el enamoramiento ilusorio que coronaba tan peculiar desdicha con el agravante de sus fantasías seniles.

Al decidirse por la profesión de las armas, los encantadores le hicieron ver enemigos y sucesos extraordinarios, que a esas alturas ya andaban de boca en boca y divulgados en letra impresa; pero otra cosa era desconcertarlo en nuevos capítulos con verdades tan verdaderas que, en vez de animarlo como antes, los magos perversos lo sumían en una extraña melancolía. Así que ante el desconcierto desencadenado por Sancho en el episodio en que debía identificar a su dama para postrarse ante ella, era mejor para el caballero tener las evidencias por artimañas que aceptar que no era tal el engaño. El golpe de vista estaba no obstante dado, aunque admitir que lo que es es como es, hubiera acabado con toda la historia en ese preciso instante.

Maloliente y grotesca, a horcajadas en su montura, quiso la suerte que la elegida bravía que venía del Toboso acompañada de dos aldeanas impresionara tanto al Quijote que hubiera deseado que el embeleco fuera sólo una burla de sus sentidos y no el punto culminante de su locura. ¿Qué se juntaba en experiencia tan lamentable? Memoria no había de su amada ejemplar porque, a diferencia de sus modelos librescos y como no fuera por las referencias inventadas por Sancho, él nunca la había visto ni hablado con ella. Tampoco se trataba de discurrir porque sí un cuento amoroso, ni el futuro ofrecía para él, por disparatado que fuera, la esperanza de obtener la devoción femenina. Necesitaba su ausencia para hacer soportable su realidad. Necesitaba el bien y la belleza a distancia, por ficticia que fuera, para continuar en la hondura febril del sueño. Necesitaba el amor para amar porque sí, porque sin amor sólo quedaría para él la melancolía, una caballo ruinoso, algunas costillas rotas y su horizonte vacío.

No obstante y como su andanza, la demanda de aventura venía naturalmente delimitando el cerco del propio engaño, pues no hay locos tan locos que ignoren que los destellos de luz contrastan la mente en sombra. Y ahí estaba pendiente el ideal femenino, como el trapecio que iba y venía para confirmar que, más allá de la desgastada intención de practicar resabios de amor cortés, al Quijote lo había atacado un mal muy frecuente en hombres entrados en años. Era el deseo por tanto tiempo incumplido no sólo de ser amado por una doncella virtuosa, sino de ser reconocido y quizá venerado por sus dignas empresas toda vez que fortuna no había para facilitar sus favores.

En atención a lo publicado en la primera parte del libro, un Quijote aún más pobre y maltrecho, enfermo y cansado, ahora vagaba por los caminos sirviendo de burla poco piadosa y distracción de los otros que aprovechaban con mofas sus desatinos. Sobre la impostura de Alonso Fernández de Avellaneda a quien Martín de Riquer asoció con el aragonés Gerónimo de Pasamonte, compañero de milicia del autor y maltratado en la obra, Cervantes mismo no únicamente estaba atrapado entre la memoria de lo narrado, lo ficticio y la certidumbre, sino ofendido por las alusiones desagradables con que el rival envolvía con un halo de estupidez a sus personajes. Tenía que atinar con el triunfo del genio sobre el ingenio para concluir dignamente la que sería una edad en el tiempo del héroe y de la novela. Debía el autor además resolver el desdoblamiento de caracteres que, como las letras del siglo, transitaban de la parodia a la realidad en medio de hechos dramáticos en una España cerrada, inquisitorial e inclinada mucho más a la picaresca que al drama.

Daba sin embargo el Quijote licencia a la chifladura, que de eso era su esencia, y aun, en la sugestiva Cueva de Montesinos, se entregaría a rendirle tributo a las fantasías como si, en estado de éxtasis, fuera a ajustar cuentas con el poder de sus sueños para resolver entre otros, el ensalmo de Dulcinea. Fusionada a la impostura caballeresca, la fábula de la dama perfecta, no atribuible por cierto a cualquier señora, como se probaría con la inteligente Dorotea, impuesta en el papel de princesa Mocomicona cuando cae a sus plantas, debía deslizarse con dignidad para un Alonso Quijano que si bien había sido víctima de los libros, más lo era de la vejez con pobreza y en soltería: una combinación más que propicia para exacerbar el deseo de alcanzar los favores intransferibles de una doncella joven, hermosa, discreta y también a la altura de perdurar en estampa: invención nada alejada de delirios seniles que ingenuamente pretenden distraer a la Parca; aunque, a diferencia de Orlando, no fuera solo de amores la causa del mal del Quijote, sino de ficciones leídas cual hechos verídicos. Y lo que a efecto de libros perdería en sensatez el hidalgo manchego también sería recobrado como saldo benéfico durante el retorno de la cordura pues, agónico y silencioso, un Alonso Quijano tan reflexivo como piadoso ve y entiende su desvarío cuando la Muerte se acerca para llevarlo consigo.

La aventura emprendida en un sueño anuda el enredo al congregar la fantasía y lo real mediante el acceso simbólico a la caverna: un subterfugio de notable agudeza por espejear la hondura del inconsciente o siquiera evocar el mito platónico. Allá, en las profundidades de lo ignorado, donde se adentra en solitario el hidalgo que en cierto punto desatiende la extensión de la cuerda que lo vincula al mundo de afuera, de lo aparente y tangible, no sólo desaparece para él el sentido del tiempo, sino que desfilan visiones que sellan linderos entre la razón y la sinrazón que sólo el Quijote, auxiliado por el mismo saber que en la vejez lo arrojó al disparate, habría de desentrañar con habilidad propia de las letras modernas: un prado paradisíaco, un alcázar de magnífica transparencia y, a sus puertas, el anciano barbado, de cuyo nombre tomaba la cueva el suyo, que lo aguardaba para mostrarle maravillas soterradas en el espacio traslúcido donde se juntaban el mito, la fábula y la leyenda. En sala baja, tendido en sepulcro marmóreo, estaba nada menos que Durandarte, “flor y espejo de los caballeros enamorados y valientes de su tiempo”, con la mano puesta del lado del corazón que Montesinos le había sacado con una daga después de muerto. Presa del encantamiento quizá de Merlín “quien supo un punto más que el diablo”, como los muchos personajes que había allí, el yacente suspiraba y emitía quejidos de vivo de vez en vez. Un muerto vivo, cuyo gran corazón se homologaba a su valentía, según lo reconociera el cinco veces centenario guía quien a la sazón vendría a decirle al difunto que  don Quijote, “con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos desencantados...” Feliz consuelo éste de ofrecer un sentido de ser para nuestro caballero que allí atinaba con la razón des-encantadora que avalaba sus correrías y confirmaba la trascendencia de sus ensueños.

Parodia sobre parodia, en lo de Durandarte se hallaba cuando divisó en otra sala las dos hileras de doncellas fantasmagóricas que sollozaban en luto. Remataba la procesión doña Belerma, una dama también de negro, turbante alto y con tocas blancas tan largas que “besaban la tierra”. Llevaba en sus manos un lienzo con el corazón seco de Durandarte, su malogrado amante. Gracias al comentario de Montesinos, que ensalzaba la belleza de la también encantada doña Belerma igualándola con Dulcinea y a ésta comparándola con el mismo cielo, el Quijote se percataría de que amor y misterio son una y la misma cosa. Y allá, sumido en la sombra, vislumbra a su Dulcinea silente, ataviada de modo agreste, como la infortunada del camino al Toboso. Hace el intento de hablarle, pero ella le da la espalda y se va huyendo dejando tras de sí la certeza de que su infortunio es obra de alguien de o algo: un hechizo que fatalmente la trivializa.

El sinsentido empeora con la aparición de las dos sirvientas que, en nombre de su ama, le piden dinero a cambio de una prenda de cotonía. Asombrado ante petición tan extraña, supo entonces el Quijote por Montesinos que la necesidad ni a los hechizados perdona. Dio a las sirvientas sus únicos cuatro reales sin tomar prenda a cambio. Pidió que le hicieran saber a su dueña el pesar que le causaban sus padecimientos e insistió en cuánto deseaba que se dejase ver y tratar. Además –agregó- haría lo que fuera para desencantarla.

Acaso no hay otro episodio en obra tan rica que iguale el contraste de oscuridad y perspicacia, como éste que representa la situación del espíritu. Dar por hechizado al ideal lo conminaba a insistir en el desvarío porque no podía resignarse a abandonar el horizonte inventado. Justificaba con Dulcinea su misión redentora. Ella no estaba ni estaría jamás en su realidad; y de tan ausente, nunca se ausentaba. Era en sí misma tan vivaz y real en su enamoramiento y sobre todo en su integridad que la supo arisca, irreductible, exenta.  Su inexistencia cifraba su certidumbre, su fe en lo inefable, en la poesía pura. Gracias a ella, el Quijote fortalecía paso a paso y encaminado un compromiso en algo que tampoco era nada, pero, hacia el final de la empresa, la sola intención de desencantarla lo obligaba no ya a deformar los hechos como antes, sino a invertir el proceso de búsqueda de fama y amor por el de salvación de la amada. Salvarla de los poderes oscuros significaba liberarse él mismo, des/enajenarse hasta concluir que ya no necesitaba verla porque el ensueño había terminado.

Esta transición que iba desmembrando la lógica quijotesca para orientarlo hacia la piedad pura que anticiparía su derrota ante el Caballero de la Blanca Luna hace más cruel el episodio de los duques que, para divertirse a su costa, crean en sus dominios el escenario y la trama de una locura que, por artificiosa, hace inclusive inmisericordes a los actores y terribles a los remedios propuestos para desencantar a Dulcinea. Hacer traer de una falsa muerte a Altisidora, aquella que actuó una falsedad amorosa que, más que persuadir al Quijote lo haría afirmar su devoción al ideal de mujer perfecta; y por perfecta, inasible, inabarcable, sagrada.

Lo que siguió no sería más que su memorial de derrotas, una sensación de amargura y la búsqueda de la palabra como única opción purificadora. Don Quijote entendió que el ciclo de sus hazañas estaba por fin concluido. Renunció entonces al movimiento, al símbolo del camino, pero no al enamoramiento. El movimiento y los hechos estaban ahí, como Aldonza, para acentuar la fealdad, la pesadumbre y la tristeza de vivir. El enamoramiento en cambio se mantenía y lo mantenía suspendido, entregado a la unidad que, más allá de lo imaginado, colmaba su corazón y su ser completo hasta permitirle un desprendimiento de lo demás. Aldonza era horrible como aldeana, incapaz de aproximarse a su ensoñación. Dulcinea en cambio estaba hecha de luz, de eternidad, de algo más espiritual y poético que la simple figura de una mujer. Dulcinea era el sueño vívido al final de la vida. Y estaba su presencia tan firme y clara como los eventos que tenía que contar, sin que se le pasara ninguno.

Contar y repasar, sí, hasta entrever su liberación verdadera, sin merma del ideal. Todos y todo iban perdiendo gracia, significación y encanto en la medida en que sus sentidos se adentraban en el desmentido. Aún así, se resistía a asumir las señales de cordura que ya anticipaban el regreso a Alonso Quijano el Bueno, al revés de su conversión o mejor aún, a su definitivo renacimiento. Pero, con tanta vida y perturbación a cuestas, ¿dónde, cómo identificar el regreso a casa o a sí mismo? El horizonte, entonces, por única vez le indicó sus límites.

Esta alma tan pura transitaba ya hacia la consumación del mayor suceso de amor que hombre alguno hubiera vivido. Entreveía formas blancas que a veces se precisaban en la figura femenina. Imaginaba que acaso caería muerta en sus brazos y quedarían así, fusionados, en un silencio definitivo. “El amor o muero”, reiteró en su agonía. Y el amor, único acto fiel a su condición esquiva e inalcanzable le ofrece por fin la imagen pura del amor en su inexistencia pura. Una sensación casi mística que encamina a Alonso Quijano a su estación definitiva. Dulcinea no era suya ni de nadie. Era el amor, la fuerza de una luz tan encendida que más se purificaba y enrarecía cuanta mayor su proximidad a esa suerte de paraíso que por fin lo liberaba mediante la comunión tan largamente esperada.

“Qué yo, Sancho, nací para vivir muriendo”. Se lo dijo como si en esa orilla, donde ya la muerte aguardaba, tuviera opción entre la verdad y la vida. Esa verdad verdadera que va disolviendo la vida del más peculiar de los personajes deja detrás de sí y por encima del calendario, la blanca figura que, para todos los tiempos, será la inexistencia del amor en forma de mujer ilusoria, potencia pura y consagración redentora y vivificante.

Advertencias desatendidas

Las sociedades, como los individuos y a pesar del propósito unificador de la globalización, tienen sus propias capacidades de desarrollo y expresión. Unas más que otras emergen, maduran y florecen o declinan de maneras diferentes, inclusive en la Comunidad Europea. El misterio es por qué unos se rehacen como el Ave Fénix y otros ceden al  estancamiento o al impulso autodestructivo. Con carácter y esfuerzo coordinado más de una vez pudimos salir reforzados de las crisis, pero invariablemente nos asimilamos entre yerros a la rabia, al lamento separatista y a la tentación de enajenar nuestros mejores recursos materiales y espirituales. La tendencia al declive parece indicar que el autodesprecio teñido de complacencia no habrá de parar hasta convertirnos en la sombra de lo que pudimos ser como nación libre, productiva y soberana.

Desde el ascenso de los racionalistas, la gran pregunta de por qué unas culturas se vuelven punteros de la civilización mientras otras parecen condenadas a la derrota, sigue sin respuesta satisfactoria. Lo frecuente es acudir al argumento de la dominación y la ignorancia si no para justificar al menos explicar un sistemático e inclusive secular atraso que los voluntaristas consideran evitable. El subdesarrollo, de tan arraigado en numerosas regiones, generó conjeturas raciales o de condición del espíritu que no dejaron indiferentes a mentes tan avezadas como Nietszche, Wittgenstein o Spengler por no citar una larga lista de pensadores ingleses y alemanes, concentrados en el análisis del progreso y la significación inequitativa del actual imperio de la ciencia y la economía.

En su espléndida Historia intelectual del siglo XX, Peter Watson examinó esta realidad desde distintas perspectivas, a cual más aleccionadoras. Relató, por ejemplo, que al sufrir el rechazo de su tesis doctoral, en 1903, nada menos que a Spengler le fue vedado su acceso al más alto escalofón académico. Víctima de una crisis nerviosa a causa del alto nivel de exigencia de una sociedad que establecía sus miras en todos los ámbitos, empezando por el rigor de las aulas, pasó un año sin dejarse ver y, a su pesar, se vio obligado a cambiar de residencia para ejercer la docencia en escuelas medias hasta convertirse en escritor a tiempo completo. Autor de un libro decisivo hasta la fecha –La decadencia de Occidente-, Spengler fue una de las mentes que con mayor claridad entendieron que “la Zivilisation  no era producto final de la evolución social, como opinaban los racionalistas al respecto de la civilización occidental, sino el estado de decrepitud de la Kultur(…)”; es decir, “de la experiencia interior de todos nosotros” que, en conjunto, orienta el carácter colectivo: una postura que si bien refleja el arrojo pertinaz de los que no se resignan y aspiran a la superación constante, no basta para comprender la complejidad de las muy embrolladas sociedades contemporáneas.  

Las tesis de Spengler fueron determinantes en su hora, al grado de influir en el rumbo del vitalismo que, para desgracia de una Alemania en crisis y en especial de sus víctimas, declinó en la fundación del Nacionalsocialismo con sus consecuencias históricas. Tras analizar el ascenso de potencias como Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, Peter Watson reparó en las directrices liberales para valorar la importancia que ejercen los grandes logros intelectuales, artísticos, científicos y económicos en el progreso que, para serlo en términos de civilización, deben cimentar logros compartidos de previsión, moralidad, prudencia y cálculo. Sin ellos –insistió-, los pueblos no pueden proveerse de energía ni suministros alimentarios; tampoco,  –como señalara el economista Keynes- “pueden reorganizar el equilibrio de poder de manera que favorezca los intereses propios”.

Y de definición de intereses propios, entre otros dramas que han puesto de cabeza a la política, las religiones y a la integración lingüística y social, es una de las cuestiones a debatir y resolver en nuestro país. Nutrición, vivienda, energía, salud e ignorancia agravan un atraso que imposibilita la acción dirigida y colectiva a favor de los propósitos democratizadores. Empezando porque carecemos de capacidad para resolver nuestra demanda alimentaria, tanto la riqueza como el sistema de producción interna están supeditados al control y beneficio extranjero. A diferencia de las sociedades punteras la educación, el trabajo y la correlativa salud social no están siquiera en los primeros peldaños de competitividad internacional.  

Basta el recuento de intelectuales destacados y aportaciones individuales en momentos y pueblos aptos para vencer sus errores y sus crisis para medir cuán grave es nuestra desventaja, en todas sus manifestaciones. Dar la espalda a la inteligencia educada, impedir que la ciencia se democratice y que sus logros alcancen a la mayoría, no apoyar el cultivo del saber ni empeñarse en formar desde la infancia a hombres y mujeres pensantes empeora un secular estado de servidumbre, al que debe agregarse el doble efecto del incremento demográfico y la degradación urbana. Es cierto que la evolución es la traza de la historia de todos y cada uno de nosotros, pero también que el tipo de vida excluyente que se nos ha impuesto no ofrece esperanza ni buen fin.

Si bien la humanidad avanza de manera desigual y no desprovista de tintes trágicos, mal podríamos presumir que los mexicanos estamos preparados y en disposición de asumir el compromiso de enfrentar el desafío del futuro inmediato. El modelo de crecimiento elegido se contrapone a la convergencia social que podría preservarnos de la hecatombe y la sin razón anunciadas.

A diferencia de las culturas avanzadas, cuyos sólidos sedimentos pueden allanar el golpe de la crisis que amenaza al planeta, sobre nuestro pueblo se agrega la indefensión del ignorante que no sabe cómo ni puede participar de la rectificación necesaria. Desatentidas, las advertencias sobre la peligrosidad que nos acecha nos pueden reducir a formas de esclavitud innimagidas. Quisiera creer, como predijo, J. D. Bernal en 1992, que el hombre del siglo XXI será capaz de dirigir su propia evolución. Ojalá que en su búsqueda de una humanidad mejorada la conciencia y la razón consigan situarse entre las prioridades.

Enojo y desconfianza: la obra del sistema

La vida humana no es prioritaria en política; tampoco la democracia ni la decencia. Bastaría examinar el oprobio para repudiar el estilo de gobernar. Los ciudadanos somos rehenes de la grilla organizada. Esto no debe seguir. Es hora de que la población actúe con cordura en un verdadero régimen de representación popular; y, ante todo, debe hacer valer su voluntad para elegir no mediante el control chapucero de partidos que avergüenzan, sino a traves de organizaciones civiles no subsidiadas ni envilecidas por las nóminas.  En suma, llegamos al límite en que, guste o no a los que se enriquecen a costa de la partidocracia, los candidatos deben ser independientes, avalados por sus comunidades y de probidad demostrada.

Las condiciones actuales son insostenibles. No es posible que, en pleno siglo XXI, en numerosas regiones del país, como Baja California, aunque no solo ahí, continúen vigentes la esclavitud y la semi esclavitud, mientras la sociedad y las autoridades voltean para otro lado. Las víctimas de agravios mayores y menores exigen justicia y se les da desprecio. Jornaleros, indios y millones de explotados hasta la ignominia piden dignidad salarial y se les arroja atole con el dedo, por no añadir baños inmundos de propaganda electoral. Se demanda justicia y a cambio campea el estado deplorable del Poder Judicial, empezando por la elección amañada del ministro de la Suprema Corte, Eduardo Medina Mora. En este sistema de poder, que se degrada más y peor a la vista de todos, a las supuestas autoridades no les importa carecer credibilidad porque mantienen su dominio abyecto con alianzas, componendas y mediante la partidocracia. Es más importante rematar el país que amar, cuidar y mejorar la vida.

El infeliz Santa Anna se queda corto frente a los arrestos de los “reformistas” que nos han dejado con las manos vacías, la boca abierta y el corazón amojamado por el espanto. Éramos poco, ahora no somos nadie: ya no es el problema de identidad que arrastramos desde la Conquista lo que nos aqueja, además añadimos la evidencia de que podemos ser burlados, desaparecidos, asesinados, ultrajados, abusados, despojados, engañados no ya por extranjeros ni los otrora invasores, sino por los de adentro: “gobernantes”, “representantes del pueblo”, vigilantes de las instituciones, “autoridades” y, en suma, políticos de un pueblo tan humillado como miserable.

¿Hasta dónde? ¿Hasta cuándo? La “legalidad” del dispendio electorero es humillante. Subsidiar con nuestros impuestos batallas por el poder y arrebatarse a los pobres por considerarlos la mejor clientela de la partidocracia debería ponerles la cara roja de verguenza. No somos las personas y nuestras necesidades las que contamos en un régimen en que la utilidad privilegiada sustituye a la necesidad. Con demagia y costosísima propaganda se pretende distraer esta verdad embarazosa, inocultable.

Con la fresca el montón de partidos nos ha convertido en recipendarios de 50 millones de costosísimos “mensajes” para dirigir la voluntad de los votantes. Mensajes de idiotas y para idiotas, reflejan no solo falta de inteligencia e imaginación política, sino de mínimo conocimiento de nuestra realidad. El dispendio fluye para publicitar facciones y candidatos espurios como si carencias tan primordiales como alimento, salud, trabajo, educación, vivienda, ecología, participación y justicia social no indicaran lo que ha sido, es y debe ser el compromiso de gobernar.

Lo fundamental está por hacerse: una revolución cultural y, en ella, la organización social. Solo así será posible modificar conductas y actitudes arraigadas. Hay que empeñarnos mediante una verdadera educación en revalorar al humillado, al que no puede ni debe seguir creyendo que es la ínfima criatura que nada merce, que no es digno de nada y que por sabe dios cual castigo oscuro merece la discriminación, las vejaciones y el desprecio que le prodigan propios y extraños.

Conscientes o no y con mayor o menor capacidad crítica, una cosa es común y segura: los mexicanos estamos abrumados, hartos de demagogia, saturados de bribones y validos. No existe facción ni partido confiable. Votar o no votar da lo mismo para escépticos que miran pasar la desgracia como sanción karmática; sin embargo, hay que acudir a las urnas para anular el voto y dejar constancia de nuestro descontento. Lo ideal sería eliminar a los partidos de las contiendas, desaparecer la corrupta fórmula del subsidio a la democracia, y dejar que la sociedad se organice para postular a sus legítimos representantes. No hay otro modo de aniquilar a esta cáfila de pillos; no, al menos en la circunstancia actual que ha hecho de la partidocracia el más bajuno de los negocios. La suma de engaños, abusos y el cáncer de la corrupción dio como resultado tal recelo mayoritario que, acumulado de manera progresiva, estalló en el  desaliento de una población maltratada sistemática y progresivamente.

Ninguna de las tres revoluciones –la de Independencia, la de Reforma y la de 1910- asimiló el espíritu republicano ni educó para gobernar y ser gobernados con principios insobornables. La política se encumbró como negocio, sin control de calidad; y, contagiados de la inmoralidad de los peores empresarios, se discurrieron nichos facciosos, a excusa de una incipiente y dolosa democracia. La batalla por las urnas, animada por el torneo de chapulines, tiene un solo propósito: acumular dividendos sin dar o dar muy poco a cambio del sustento social indispensable en cualquier régimen de representación popular.

Y en eso estamos: inmersos en promesas que se presumen venturosas mientras la vida/vida se deteriora, el agua se pudre y se pone a subasta, el petróleo se suma a las mascaradas nacionales, la tierra se degrada, los bienes se rematan y la brecha de la desigualdad social se amplía de manera abismal. De que somos pacientes, no lo dudo: aguantamos “mensajes” que nos atosigan a mañana, tarde y noche con una sarta de sandeces… y, como si fuera manda, apenas comienza el periodo de campaña que ya exhibe el verdadero descenso del país.

Don Quijote: El esqueleto de un sueño, 2

Picasso

Picasso

Al alborear y salir al camino desde su primera etapa, don Quijote fue al encuentro de un sueño de amor que lo salvara de lo real y lo dotara de una identidad elegida desde la razón sin razón que lo convirtió en protagonista de una libertad inseparable del anhelo de realizarse y triunfar en su propia invención. Disfrutó y persistió en la fábula de ser otro, a pesar de que más y peor iba probando el peligro de ceder a una ambigüedad entre la naturaleza de Alonso Quijano y el descubrimiento de sí mismo como Caballero Andante, sin prefigurarse en el porvenir. El dilema entre ser y querer ser estalló al filo de la muerte, cuando en su agonía Alonso Quijano repasó su pasado, vislumbró en soledad el trasfondo del desvarío y, cansado de la existencia, dejó que el silencio mantuviera en suspenso el misterio de si es o no posible cambiar el destino mediante lo que María Zambrano llamara “el sueño creador”.

La tentativa de ir contra el impulso de la propia historia es, en todo caso, la originalidad cervantina al situar en la metáfora del camino una huía existencial hacia adelante, supeditada a la invención de uno mismo al través de un sueño; un sueño, en este caso, de amor, nobleza y heroicidad. Precisamente por balancearse entre la soñación, el ideal y el ridículo, el Quijote experimentó una forma de libertad imposible en el aparente estado de cordura. Al menos mientras duró la aventura novelesca de probar los alcances de  su bondad esencial, exploró su verdad y, con ella, el carácter que habría de universalizarlo. Eso es lo excepcional de esta obra teñida de drama y visos trágicos. Por eso, por la complejidad implícita en un personaje que se desdobla en sí mismo, en su creador, en su escudero, en la España profunda, en el hombre que fue y el que creyó, son incontables las tentativas de interpretar cuanto envuelve a esta ficción, generación tras generación.

Cervantes emprendió su propia trasmutación en personaje y relator al parodiar las novelas de caballería, sin sospechar que había cocinado al héroe más perdurable y representativo de la lengua y la vida española.  Tuvo en claro que a nadie le gusta mostrar su parte más débil ni reconocerse en el dislate que exhibe la fragilidad de lo humano. Y, al amparo de la enajenación, depositó en un protagonista el drama del miedo a no ser amado, a ser sin vida propia y no ser el que se desea o se sueña ser.  Y, en medio de venturas alucinantes y desventuras lastimosas, dejó más de una constancia de hasta donde el miedo, inclusive a lo imaginario, es más poderoso que cualquier enemigo. Peor incluso que la locura. El Quijote se cuidó de él, salvo cuando, con Sancho, fueran apedreados y desvalijados por los galeotes a quienes previamente había “liberado”.

Sobre los hechos de armas y en especial cuando más tundido quedaba, solía decir a su buen y paciente escudero que el miedo infunde sus malas artes al hechicero y arremete con saña para allanar el camino no sólo a las Furias, sino a los herederos de la Santa Hermandad o al ejército de sombras que se regodean exaltando o paralizando a sus presas, de acuerdo a sus muchas y amañadas leyes. A la luz, donde mejor se realiza el trabajo de perturbar el buen ánimo, el miedo ofrece ocasión, incluso a los más valientes, de ceder el mando a las fuerzas oscuras. Nos hace abandonar el campo en pleno combate empeorando el error, envileciendo los desaciertos y reduciéndonos a prisioneros de sus más bajos impulsos:

 “Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia en la generosidad y buen pecho; a la ira en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza con andar en todas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos famosos caballeros”, agregaría nuestro iluso soñador años después, al tomar por tercera y última vez el camino del Toboso, cuando ya la lucidez daba señas de remontar una sabiduría primordial, sin la cual ninguna esperanza es posible.

De entre la vasta población de hechiceros y encantadores que frecuentan la historia y sin cuya intervención el de La triste Figura no hubiera transitado de la enajenación a un conmovedor heroísmo, destaca la urgencia íntima que, más que liberar a los débiles, pide ser liberada. Y es que el destino trágico, siempre por delante de los enigmas de la conciencia, muestra a sus víctimas el escenario, el suceso que desencadena la lógica errática y las consecuencias nefastas que conlleva una acción que, inevitable de acuerdo a las leyes del hado, trastoca la función aclaradora del pensamiento hasta ofuscar el sentido del bien, lo real y el principio esperanza en el que se funda la historia.

En esa batalla entre la cordura y la tribulación, decisiva para un ser en pos del sentido de vida, triunfó el protagonista de la novela, pues entrevió un dilema trascendental entre lo fabulado y la realidad y por fin se sintió libre, al menos para enfrentar con sosiego a la muerte. Libre de sombras y figuras perturbadoras. Libre de su propio trastorno y desprendido del recuerdo y del olvido para dejar un hombre a solas con la fuerza consagrada del verbo original, primicio y fundador, que lo dotó de sentido.

Mito ambiguo, siempre actual y sugestivo. En sí conlleva la cifra de la palabra y su correspondiete sueño, así como el de muchas obras y muchas palabras que remontan el espíritu hasta entronizarse en la complejidad de las letras. Son éstas las que sitúan a un lector en su tiempo y las que borran el tiempo de un personaje que, entre otras hazañas, logró la mayor de burlar el cerco del calendario. Finalmente al Quijote corresponde una fusión sin igual del silencio y su voz; una voz encontrada en el paisaje manchego, la voz del camino, la de la aventura y la ficción verdadera.

Otra es la palabra, distinta en lo esencial a la del aventurero andante, la del moribundo que avanza hacia el estado de lucidez cuanto menor es su saldo de vida. Así, en páginas/instante que sellan el destino de creador y criatura, de Cervantes y el Quijote, del lector y la obra, la historia de pronto adquiere otro rumbo, otro ritmo y una solemnidad que, casi, linda en lo sagrado. Se manifiesta mediante un leve fulgor que  cede al estado de lucidez que le permite a Alonso Quijano morir viviendo en libertad, dueño de sí mismo: algo insólito que confirma la mudanza anticipada en la primeras páginas de la aventura y la misma que, al llegar a su término, se convierte en principio de algo perturbador, cuyo enigma perdura expuesto al juego de la interpretación después de cuatrocientos años.

Por la palabra se gesta una historia de desvaríos en los que el lenguaje, más allá de ser el portador del misterio trágico del personaje, resulta eje de su figura mitificada: la letra es saldo de memoria creativa y barullo alucinante del pensamiento perturbado. Es también aspiración de escritura para contar los “extraordinarios sucesos” del caballero de la triste figura y, por su natural ambiguo, vía enajenante y de salvación. Por la palabra don Quijote se redime de pendencias, delirios, espectros y malos tratos y se dispone a morir en su tierra dicen que con el juicio recuperado, pero más bien se antoja creer que des-encantado de la tremenda aventura que lo llevó a conocer sus límites; y, con ellos, los del ser de razón que aun durante la sin razón cultiva las más altas virtudes.

Y la virtud inevitablemente lo iluminaba para entender la trascendencia de lo que solía pregonarse: “amar y después morir”. Frase que equivale, en su caso, a ser compasivo y comprensivo ante la vaguedad que define el estado de humanidad. De ahí el poder sugestivo e incómodo del autor, de la novela y el mito; y de ahí, también, la derrama de dudas que continúa prodigando la imagen yacente de aquel manchego que reinventó su mundo para hacer tolerable la realidad que lo habitaba.

En el trance de Alonso Quijano al caballero andante y de éste a Alonso Quijano el Bueno de quien, después de su íntimo y lacónico acto de confesión sólo quedara una interrogante, Cervantes creó la saga e inclusive la leyenda de una cultura que nos alcanza no nada más por el poder de la lengua, también por los signos que congregan tragedia y búsqueda ancestral del hombre que pugna por manifestarse detrás del ser en su circunstancia. Y más allá de un silencio peculiar, parecido a una pausa que anticipara el advenimiento del hombre nuevo, el lector vislumbra en la meditación quijotesca, desde la distancia del calendario y la geografía cultural, no al agónico Alonso ni al caballero que se despide del mundo rodeado de afectos, sino al prodigioso Miguel de Cervantes que a su vez se vaciara de sí por deshacer el equívoco que dejara en vilo el esqueleto de un sueño; un sueño de ser libre y creativo; un sueño como traído desde la hondura de la conciencia y que, pese a todo, no acaba de manifestarse.

Compasivo de principio a fin, es el hombre de letras quien suscita el despertar del “famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso” y de su escudero Sancho Panza, quien “tenía más gracias que llovidas”. Y ambiguos tenían que ser el creador, el protagonista y su mito, porque el manco jugaba a quitarle y ponerle velos a la apariencia hasta dejar al desnudo el nervio que impele al espíritu a igualarse a los dioses, en tanto y sus criaturas se debatían entre la reincidencia del yerro y la búsqueda de claridad o al menos de paz.

Entregado devotamente a la verdad del revés que iba eslabonando en medio de desatinos y muestras de la más noble sabiduría, la figura de un hombre urgido de hacer justicia y bien al desamparado que vaga sin rumbo y sin embargo con la guía de un ideal es ofrecida a los niños como arquetipo de humanidad y cifra de la más perfecta literatura. Locura de voz que anda en pos de una palabra esencial, alucinación que congrega el habla de un tiempo, el saber de una vida, el idealismo y la transición permanente de la realidad a la fábula, el delirio de Alonso Quijano provocó en la niña lectora e imaginativa que fui el primer brote de compasión que aún sin saber que tal sentimiento existía y podía ser nombrado me condujo a la búsqueda de esa tan suya “verdad verdadera” que con la intensidad de su sola certeza lo llevó a afirmar: “yo se quién soy…” en una España que, ensombrecida por el fanatismo eclesial, parecía empeñada no solo en que nadie fuera el que era, sino que simplemente no fuera.

El Quijote, además, me encaminó a la pasión por desentrañar lo que la historia no cuenta. Me orientó al texto inacabable, en eterno proceso, que subyace bajo lo más aparente y solo mediante la poesía accede a manifestarse. Historia o raíz de vida que tarde o temprano, si no triunfa, al menos enseña lo verdaderamente fundamental, como sucede con las criaturas apasionadas que solo el genio de Shakespeare consiguiera desmenuzar.

Don Quijote de la Mancha, como todo cuento transmutado en mito, contiene tantas versiones cuantos ojos se acercan a él en busca no del héroe idealizado sobre el ridículo, sino de la celebración misma que lo aclama como cifra de originalidad, calidad moral, ambigüedad e ironía emotiva: signos, éstos, de un carácter que, para nuestra era caótica, representan el desfiguro cuando confrontan la existencia de un poder inescrutable detrás del poder.

En principio creí que cierta lucidez aunada al cultivo del espíritu podría liberar a los hombres no únicamente de sí mismos, sino de los “encantadores” que continúan confundiendo a los protagonistas de ciertas hazañas tenidas por extraordinarias. Luego, por necesidad de inquirir la ambigüedad del saber, de la vida y la mente, comencé a auscultar los juegos de la memoria y reapareció en mi curiosidad el misterioso Alonso Quijano y su par Pierre Menard, que lo reescribió “letra por letra, sin que faltara ninguna”, por el prodigio inicial de Unamuno y después, gracias al genio de Jorge Luis Borges para volver ficción desprendida de otra ficción. Todo se transformó entonces, a la luz de la cultura que ahora no da rostro a todos: Uno que soñaba con hacer más de los que los libros de caballería le habían enseñado, y otro por trascender las fronteras de la lucidez y del sueño, creador y criatura encarecen todavía sus prodigios en la escritora que soy. Perdura la mirada infantil que me llevó a sorprenderme ante la extraña peculiaridad del caballero a lomo de Rocinante. Reconozco aún el temor que experimenté durante la primera lectura y el deslumbramiento que siguió a tan afortunada ocasión de adentrarme en el trasfondo de las palabras.

Necesitaba, sin embargo, un puente de voces para entender, para esclarecer el enigma que entraña el mito de un hombre salvado por la palabra. Gracias a la formación espiritual que adquiriera de la otra España, la de Valle Inclán, Machado, Ortega y Zambrano. La de Velázquez, Goya, Picasso y Miró. La España también peregrina que trajo a esta tierra ciencia, amor y poesía, comprendí que no hay razón pura sin tintes de sin razón. Entonces releí y miré a Cervantes con pretensión de madurez y cordura. Reconocí la consagración del lenguaje y, con la misma mirada infantil, me detuve ante el moribundo Alonso hasta darme cuenta del más puro sentido que alberga la compasión. Entonces pude nombrar este sentimiento que tanto bien podría hacernos en este mundo violento y entendí la grandeza que se sobrepone a una mentira por la cual participamos de la vida y lo vivo como prisioneros de la conciencia. A diferencia de los remotos Heracles, Perseos, Jasones o aun de un Odiseo que fundó la novela, don Quijote sintió en su interior el acicate de ser hombre: de ahí el verdadero hechizo. Y de ahí, también, su soledad insondable, el esqueleto de su “verdad verdadera”.

Don Quijote: El esqueleto de un sueño, 1

Grabado por Gustave Doré

Grabado por Gustave Doré

Los desaforados gigantes del campo de Montiel, con quienes pensó don Quijote hacer batalla y, como de paso, quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra, manifestaron a plenitud su furor cuando los rayos del sol menos parecían fatigar. Bobalicón aunque atento al peligro que ya presentía, el comedido Sancho miraba expectante el pausado girar de las aspas cuando su amo, con lanza en ristre y a todo el galope de Rocinante, arremetió contra el primer molino de viento que tuvo delante. ¡Vaya sorpresa aquélla! Ni el buen labriego lo hubiera creído. Cercano a una imagen sagrada, el golpe asestado a la par por el aspador al caballo y al caballero inauguraba de esta manera la historia de un hombre iluso con alma de héroe que vivió muriendo y murió renaciendo a la luz de la sinrazón con razón.

Allí se habría dado cuenta el peculiar escudero de cuán indefenso, flaco y parecido al rocín por el que solo podía sentir lástima, era su amo aunque, por si las dudas, se guardó su opinión. Y no por mucho tiempo ya que, capítulos y desventuras más adelante, habría de decirle al observarlo a la luz de hacha que en mitad de la noche, como mejor gustaba de relatar Cervantes, llevaba un malandante que “verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura, de poco acá, que jamás he visto; y débele haber causado, o ya el cansancio de este combate, o ya la falta de las muelas y dientes”. Lamentable, pues, era el aspecto del que Sancho apodó desde entonces Caballero de la Triste Figura, mismo que, como lectora siglos después y entre burlas y veras, habría de provocarme a veces risa, otras enojo por su ingenua demencia o asombro ante la trágica entendedera de que era capaz su aspiración de honor y nobleza al atreverse con enemigos imaginarios y lides sin cuento que lo dejaban a él, más que a los otros, en la peor de las situaciones imaginables.

Armado de lanza, espada y arreos ya caducos, al caer todo maltrecho a efecto del golpe, don Quijote tuvo el arresto de decir a su noble escudero que, más que otras,  las cosas de la guerra están sujetas a continua mudanza. Y cómo no van a estarlo, si nada es como creemos que es, y si acaso lo es, pronto nos sorprende y se hace otra cosa. Así las trampas del mal: sabemos cómo comienza y cómo se desenvuelven hasta las pequeñas trifulcas, pero en cuestión de segundos todo se convierte en embrollo, galimatías  y tal nudo  de lucubraciones sutiles, incomprensibles o inteligentes que de veras hay que ser un hidalgo como éste para lanzarse con buena fe, no poco valor y alguna Dulcinea en mente, a defender la justicia o cuando menos para abatir algún enemigo a la vista.

De nada sirvieron las advertencias del inocente ya que, convencido de que se iba con todo contra las artimañas del sabio Frestón, “que me robó el aposento y los libros”, saldría avante de esta batalla, pues si al caso no bastaban las armas, ya se sabía que “buen corazón quebranta mala ventura”. Y eso es lo que este chiflado que envejecía imbuido de heroicidad entendió antes que nadie: que el mal es el mal sin importar sus disfraces.  Así que no solo por engañar a los soñadores sino por causar tantas penurias, hay que abatirlo con decisión ya que, además de que “mala yerba nunca muere” el noble caballero como bien lo hubiera expresado al labriego confundido con el Marqués de Mantua: “Yo se quién soy...”, afirmación decisiva para centrar la causa de sus hazañas. Con esas palabras cifraba  un sentido de ser inclusive en el desvarío: un privilegio que distingue al que es un carácter del que no lo es. Así que gigantes, rebaños de ovejas, ejércitos en cubierta o cualquier otro hechizo discurrido por el simbólico Frestón, no impedirían que las hazañas, el valor y el heroísmo consagraran la gloria y la honra del Caballero.

 En palabras tan simples como la del iluso y aporreado Quijote, advertimos que, inclusive afectado por la locura, el hombre más simple sabe que un suceso, por grave o feliz que parezca, no concluye ni se cierra en sí mismo. Esa es la ley de la vida: ocultar más de lo que se  muestra quizá para burlar la soberbia humana, algo que don Quijote sabía de antemano, pues no por otra cosa se empeñó “sin tardanza” desde su primera salida, a deshacer agravios, enmendar sinrazones, satisfacer deudas y mejorar abusos. Sabía el hidalgo además, que por ley del Destino hay una fuerza más alta que tuerce los hilos de su razón y lo induce a cometer lo que ni la imaginación más perturbada dispone. Para él, los actos adversos son parte de un movimiento que los fantasmas enredan antes de que cualquier mente noble pueda intuir la verdad “verdadera”.

Y en eso consiste el genio y el desafío de Cervantes, en dotar de grandeza a quien, ciego ante los asuntos banales que ocupan al mundo, elabora las leyes del propio entorno sin más guía que la piedad y sin más ideal que su dama ficticia. Es la obra, pues, del revés de la vida ordinaria, aunque desprendida de los hechos más simples e incluso rústicos. Solo un sabio o rematadamente tocado se interesaría en desentrañar desde y en la fábula misma los misterios de la verdad “verdadera”, la que nadie vislumbra, la que se ofrece solamente a los ojos de quien la busca en el corazón y la fantasía. Es el Quijote quien, al atreverse con los vericuetos más intrincados, explora caminos de salvación propios y ajenos, pero sobre todo de redención, pues hace suyas las causas del honor, la honra y la justicia a pesar de enfrentar fracasos anticipados y no obstante servir de burla y preocupación por sus chifladuras.

Con ilustrada elocuencia y bondad que estremece, Alonso Quijano –el hombre detrás del de la Triste Figura- es el que más disfruta sus desvaríos: no hay fracaso en su búsqueda del hombre nuevo que se sobrepone a todo, como si en la desdicha hallara su gloria y el móvil de sus empeños: al dolor y a la ofensa, al desvarío y a la frustrada invención de un amor cuyos tránsitos inspiradores no únicamente reflejan, sino que identifican al Cervantes/autor/protagonista/narrador, defensor y testigo de sus propias hazañas.  Se trata de proezas  que aun al paso de cuatro siglo, no dejan de sorprender, ya que, como pocos han discurrido, la alianza Cervantes/Alonso Quijano supo fusionar los espacios de la vigilia al sueño y la fábula. Solo así, enfermo él mismo como su notable criatura, el autor pudo deslizar al Quijote hacia la lucidez, en plena agonía.  Despojado de libros, sin aventuras ni penas y apenas en posesión de unas cuantas palabras, el viejo caballero, a la vista de unos cuantos testigos y apenas dejándose palpitar sobre su lecho doméstico, avanza con suavidad entre líneas hacia la muerte. En un instante se va el hombre del mundo con la huella de sus heridas, con la memoria recobrada, la paz en el alma y la conciencia tan viva que él mismo, mejor que el cura, las mujeres de la familia y quienes presumían de conocer todo lo acontecido, sabía lo que sabía al filo de su partida. 

Allí concluye la historia, comienza el mito y florece la huella tramada de comicidad y tragedia de una aspiración que consagraría para siempre el sentido de humanidad. Desde entonces, la sombra del caballero andante quedaría en el eje de una meditación que, desde los días juveniles de Ortega y Gasset y hasta nuestra época no menos dramática, plantea el problema de definir el carácter de la nación española y de formular el destino común de la lengua. Allí se cierra el libro para dar lugar a la historia del revés, la viva y propia del quijotismo que encumbra los atributos más altos de un batallador de causas perdidas.

Fueron nobles y conmovedores los propósitos de tan original personaje. Lo fascinante es que a la par de su desatino crecía la claridad en su mente a costa de las andanzas un Quijote o tal vez un Alonso Quijano ambiguo que como tal carecía de destino, pues como bien informaría el narrador, “quiso ponerse nombre a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote”. Y, más adelante: “Quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de su patria y llamarse ‘don Quijote de la Mancha’, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y su patria.” La duda está si en esta transformación del lector de novelas de caballería a caballero en pos de aventuras quedó resuelta –asimilada- la dualidad entre sus respectivas naturalezas; es decir, el lector que soñaba añorando el destino del Quijote y, en el otro extremo, un Quijote creado que, producto de un sueño creador que abarca inclusive al propio Cervantes, requiere para sí la lengua, el saber y las ficciones de su hacedor. Juegos como estos, entre artista y criatura, solían fascinar a Borges y por Borges podemos continuar explorando este fascinante laberinto de espejos del que nadie podría decir que ha de salir bien librado.

Lo cierto es que mientras la lengua de Quijada o Quijano escapaba por entre la lógica de Cervantes en voz del Andante al dictar su maravilloso discurso a los cabreros, el armado caballero persistía en abatir espejos o en cabalgar en rocín de palo, cuando a pesar del delirio ya daba señales de darse cuenta de lo real que tanto lo incomodaba. Así se vino a encontrar un sentido rodeado de hechos que lo conducían a ninguna parte. Y entonces creyó que sin palabra, y sobre todo sin personaje, el autor quedaba como vacío, como si rumbo, enfrascado en causas malogradas y tan difuso como su idílica Dulcinea. Tuvo sin embargo Cervantes un instante de luz al través de su trágico personaje y supo que no había crecido ni había transformado su cárcel, a pesar de vagar con él en el tiempo, en la fábula y en la geografía.

Acaso al mirar a Aldonza el caballero errante sintió su degradación o algo parecido a un hueco en el alma, porque de pronto cayó en la urgencia de contar sus hechos; contar y escribir todos los hechos vividos, “sin que se le pasara ninguno”. Supo además de golpe que tenía que encontrarse y encontrar en su corazón “una palabra derramada frente al fracaso”. Tal su esperanza de salvación cuando tras aquella entrevista con una mujer vulgar que ni siquiera se había atrevido a soñar, menos aún a tocar para no vulnerar el curso de una ficción que lo mantenía suspendido, tuvo que beberse su amargura en una soledad insondable: la soledad genuina que aparece con el descubrimiento de la verdad. La que, por inconfundible, anticipa la transformación radical con el auxilio de la memoria.

“Dichosa edad –repetimos con el venturoso Quijote cuando apenas emprendía su aventura-, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a la luz las famosas hazañas (...) Hazañas dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro...” Y más todavía podría agregarse respecto de la agonía que por mandato de la Necesidad iba fusionando a creador y criatura. El curso de los sucesos implicaba que la tríada de conversiones Alonso/Quijote/Cervantes tarde o temprano tendría que congregarse en un único despertar capaz de abarcar al idioma. Dichoso por eso el hombre tocado con el digno merecimiento de encarnar la sabiduría  para restituir el sentido de humanidad. Y dichoso el cronista a quien la Fortuna pudo otorgar motivos para narrar la hazaña de haber combatido el terror, esa forma extrema de miedo al que ya los griegos sacrificaban bajo la Luna para evitar, a la hora de los combates, que el pánico se les metiera en el cuerpo, los inclinara al fracaso o hiciera que el arma del contrincante los entregara a la muerte.

(Continuará)

Teresa de Jesús

Por legítimas y cumplidas causas, en la Antigüedad reinaban algunos de los tesoros más fascinantes  de la mente: el misterio, lo inefable, lo imponderable y lo sagrado. Administrado por la religión, lo desconocido colmaba la existencia con signos prodigiosos, fastos o nefastos. Indicios nunca faltaban, al grado de que se crearon lenguajes, liturgias, ritos, historias e inclusive doctrinas para glorificar este sustento mayor de los credos. El cristianismo abominó del delirio asociado al culto pagano, pero abrió el corazón y las puertas al embeleso causado por la unión del alma con Dios, distintivo del misticismo. Fuera de luz, silencio, sigilo o estallido verbal, lo divino se manifestaba a los elegidos no nada más para recompensar su virtud, también para enviar señales de advertencia u orientación.  De este modo en horas de crisis o de cualquier suceso trascendental,  aun contra la adversidad o pese a la falta de fe, triunfaba el recurso de los portentos y sus complementarios seres iluminados que, como Santa Teresa de Ávila, aportarían a la Iglesia el sello de singularidad que acrecentaba las relaciones espirituales.

Ya se sabe que no hay poesía sin misterio y que a esta semilla de lo inexplicable pertenecen también la idea del Destino, los mitos, la adivinación, revelaciones y augurios que, con el misticismo, se han sumado a las víctimas de la modernidad. Sin duda la ciencia, el racionalismo y el pragmatismo han traído comodidad, salud e higiene a nuestro tiempo atribulado, pero se han llevado consigo esa parte del temor y el temblor que destacaba lo bello y lo siniestro. Ya es poco,  muy poco, lo que del estado del alma se manifiesta en nuestra época, pero el declive del catolicismo no impide que a ciertas figuras tutelares se las siga honrando en el panteón de la cultura. Es el caso de la reformadora de la Orden Carmelitana y primera mujer en nuestra lengua consagrada a las letras, que creció fascinada por las vidas de santos y las novelas de caballería: temas imprescindibles tras la expulsión de árabes y judíos en una España que, en plena expansión imperial, internamente se abría a la doble aventura de la imaginación y la poesía con intensidad equivalente a la devoción, en tanto y en el exterior guerreaba con la cabeza en Flandes y con arcabuces, azotes y sotanas conquistaba saqueando al Nuevo Mundo.

No es extraño que en la segunda década del siglo XVI, quizá mientras caía la Gran Tenochtitlan, la pequeña Teresa, a sus seis años de edad, pretendiera fugarse con su hermano Rodrigo para hacerse mártir en tierra de moros, pero fueron pillados por una tía al franquear las murallas de su Ávila natal. Lo mismo jugaba a ser ermitaña en la cabaña construida en el huerto que con ser la dama de un caballero ilustre. Si la fábula infantil se nutría con vidas de santos y acaso con las mismas novelas de caballería que décadas después inspiraría la genial invención de Cervantes, el agitado espíritu del siglo se mantenía ocupado entre los que guerreaban en Flandes, los que se embarcaban a la aventura de América y una feligresía  supeditada a los rigores del clero intimidado por la expansión de la Contrarreforma.

La biografía de Teresa de Cepeda y Ahumada se antoja por consiguiente sugestiva por múltiples causas. Enemiguísima de ser monja y huérfana de madre a los trece de edad, por coquetear con un primo el padre la internó en el Colegio de Gracia, cuyas prácticas conventuales despertaron indicios de su vocación. Destinada a las grandes empresas espirituales, a ella tocó en suerte el misticismo y la fundación de conventos, en tanto y su hermano Rodrigo hizo la América y María eligió el matrimonio que, como el posterior ejemplo de nuestra Sor Juana, horrorizó como posibilidad personal a Teresa por considerarlo el peor de los destinos para una mujer dotada con genio y carácter.

Desde que tuve noticia y un primer contacto con su obra, quedé prendada de su siglo, de su escritura y su biografía singular. Mi curiosidad aumentó al paso de las páginas, se detuvo en sus envidiables encuentros con Juan de la Cruz y fue creciendo al ritmo en que me atrapaba esa mezcla tan suya de enfermedad, pasmo, visiones, hiperactividad y estados de arrobamiento que la llevaban a hablar con su Señor y con el Niño Jesús, de quien le viene el nombre consagrado por aquello de ser “el Jesús de Teresa o Teresa de Jesús”. Buscarla en el corazón del viejo reino de Castilla, se hizo necesidad de entender contrastes de un siglo que prodigaba santos y poetas en la medida en que la colonización de nuestras tierras sacaba lo peor de la “España negra”.

Así la encontré, cercana a Madrid: sobre la colina a la vera del Ádaja y con la vista al espléndido valle Amblés. Y es que el sigilo de Ávila se anticipa en la dureza castellana. Hay encinas que ruedan al capricho del viento helado, olor a pan y chimenea encendida, manos apretadas contra el cuerpo, gestos endurecidos y la mirada de soslayo que distingue al español del campo. Amurallada y celosamente resguardada por noventa torres, la ciudad aún ostenta profusión de templos y conventos. Predomina la prenda oscura quizá por reminiscencia mora o por la cerrazón del catolicismo intolerante que  serpentea en sótanos y mentes intocadas por el laicismo y la democracia. Podría ser, también, que grises y negros se prefieren allí para destacar el invierno que, en sus horas feroces, cala hasta el hueso. La aridez incita al recogimiento; el espíritu de los creyentes se reanima al calor de la fe en tanto y la liturgia se fusiona al espectáculo de sotanas que deambulan libremente vigilando las conciencias.

“La Jerusalén castellana”, apodan en la actualidad a esta pequeña urbe llamada también Ávila del Rey o Ávila de los Caballeros, cuyo pasado de austeridad, luchas y silencio, aunado a su espléndida arquitectura considerada por la UNESCO patrimonio de la humanidad, resulta idónea para las procesiones de la Semana Santa. La profusión de campanarios completa el escenario propicio al recogimiento de la Santa durante sus largos periodos de enfermedad que aprovechaba para dictar o escribir sus célebres métodos de oración. Más de una vez se preguntó si acaso las visiones que comenzaron a frecuentarla hacia 1542, eran “el espíritu de Dios o del diablo”, pero igual trasladaba su experiencia a hermosos versos que todavía nos estremecen.

Quinientos años han transcurrido desde el nacimiento de Teresa y la región sigue impregnada con su esencia. Y es que Ávila es silencio, zozobra que comienza a vislumbrarse en los maderos del Redentor y concluye con el clamor esquivo de los antiguos comuneros. Es rigor de afuera adentro y de adentro afuera. Es muralla y piedra secular: austeridad perpetua solo en apariencia. En sus calles se respiran la devoción encumbrada por el franquismo y rescoldos del remoto oro americano que allí sirvió para construir caseríos monumentales y tal cantidad de ornamentos religiosos que no pueden menos que llevarnos a preguntar a qué tanto sacrificio de indios esclavizados y colonias explotadas si al fin y al cabo perdurarían como evidencia del dolor inútil. Sobre tal abundancia de relicarios y piezas amontonadas de extraordinaria orfebrería, detrás de la deliciosa dulcería y bajo la historia que se lee en la memoria del Imperio, el misticismo de Teresa se impone en la meseta ya resquebrajada.

El Camino de perfección sigue atrayendo a los lectores con el resto de sus páginas. Y eso llama la atención, igual que sus conventos ya vacíos. Las iglesias quedaron para los viejos que acaso piden a Dios siquiera una buena muerte, porque los jóvenes solo persiguen la noche urgidos de diversión. Huele aún a intolerancia. El aislamiento pesa como eco de la Inquisición y perdura el sacrificio de vivir, ponderado por santos y poetas. Quieto, inamovible, el pasado, un cierto pasado consagrado por la Santa, es inseparable del paisaje. Ninguna morada se iguala al Castillo interior. Y eso, porque Ávila es de Teresa y su memoria, hebra de voz de aquella monja Carmelita que, en escaleras y corredores de su convento, hablaba de tú con Dios.

A diferencia de nuestra Sor Juana Inés, que nunca fue mística a pesar de haber cultivado la voz interior, Teresa renunció a los negocios mundanos, no obstante su rebeldía y aunque sorteara con habilidad los rigores del Claustro. Escritoras las dos, Sor Juana cultivó el saber y los favores palaciegos; Teresa, en cambio, ponderó el ensimismamiento con Dios en un tiempo (siglos XVI para una y XVII para la otra) en que la Iglesia recelaba hasta repudiar, por pecaminoso, el talento de la mujer. Su inteligencia hizo desobediente a sor Juana y pertinaz a Teresa por lo que la de Ávila ascendería a las alturas de la santidad, mientras que la criolla se transformaría en símbolo de mujer pensante en un país doblemente sometido por la religión y la corona. Nunca tuvo necesidad Teresa de rubricar con sangre su protesta de fe y el abandono de los estudios humanos, aunque para ambas fuera divino el lenguaje y similar la persecución; pero sor Juana, al renunciar a lo que más amaba en 1694, trece meses antes de su muerte, cifró la fundación de la cultura mexicana. 

Teresa transitó de la experiencia contemplativa a la agitada creación de conventos, de la revelación a la escritura y del estado de arrobamiento a esa humildad que, por probar la quietud con el gozo y el resplandor con el sufrimiento, no se rindió en su anhelo de unirse con su Señor. Sor Juana encontró en el saber, el estudio y la poesía su camino, en la prosa la reflexión y en la razón actuante la tarea transformadora del pensamiento y del ser. Teresa de Jesús, monja de Nuestra Señora del Carmen, profesa de la Encarnación y guardada en San José de Ávila, probó en carne propia la diferencia entre entender y creer. Según ella, el entendimiento pertenece a la vida intelectual del mismo modo que la fe corresponde a la creencia. Si pensar y conocer era la más alta forma de orar para Sor Juana, para Teresa vivir significaba embelesarse en la devoción. Al modo de las geografías y las circunstancias disímiles que las engendraron,  ambas consagraron la palabra como el más alto y sagrado ejemplo del “camino de perfección” que “saca a la mujer de su natural estado de ignorancia”, como glosaría Octavio Paz al biografiar  a la sin par jerónima novohispana.

Hija de un imperio en expansión y de una Iglesia dividida entre la disipación y el rigor, para Teresa no había obra menor ni tarea indivisa de su comunión con El Señor. Cocinaba embebida en la divinidad; viajaba “gastando provecho de la oración”; aceptaba la enfermedad con el misterio de la revelación y en la abundancia o en la miseria hallaba ocasión de bendecir el sagrado nombre de Dios. Así eran sus arrebatos, así las ausencias de su alma para encontrarse con Él, su dulce Amor, esposo y única redención. Su Dios era un gozo interior, una voluntad que irradiaba con gracia y una locura de amor erótico que la llevó a decir que... “Esté callando o hablando,/ haga fruto o no le haga,/ muéstreme la Ley mi llaga,/  goce de Evangelio blando;/ esté pensando o gozando,/ sólo Vos en mí viví...”

Que no fueran contemplativas, les ordenaba Teresa a las monjas, sino que olieran, sintieran, oyeran y experimentaran la presencia divina en cada aspecto de la Creación. Y Ávila, después de impregnarse de una espera en vida y alma para fundirse a la luz, trasmite algo de amorío sublime, de apetito de eternidad. Invoquen a Cristo, decía, en su camino del huerto. “Pues el amor nos ha dado Dios…” Sor Juana, en cambio, dudaba, pensaba, cuestionaba la abominable desigualdad y enriquecía el lenguaje con las ideas que, siglos después, aún agitan conciencias y sirven de referente de rebeldía femenina.

Tierra doliente. Piedra de toque: algo tiene sin embargo Castilla que exhala el amor que no puede estar sin obrar. Allí brincan las almas saturadas de humanidad; almas que por el don de su misticismo, excedieron fronteras de sacrificio y furor. Allá lejos palpita bajo una neblina espesa el aliento del Todo en Uno. Perviven el misterio y el eco poético de Juan de la Cruz. Ciencia de Paz y piedad ponderada por él, ciencia perfecta que bañaba de claridad el espíritu de Teresa.  Estaba tan embebida, tan absorta en sus iluminaciones que, como el canto de Juan, ella se quedaba de todo sentido privado. Entonces salía de sí para colmarse de ardor. Y en ardor se entregaba a los más altos misterios del corazón.

Deslumbraba en el siglo y por toda España el oro extraído del Nuevo Mundo. Crecía la codicia en pueblos de aventureros que se vaciaban de hombres para hacerse a la mar. Los monasterios se enriquecían y, tras pedir a su hermano Rodrigo que trajera de las colonias “un costal con esas piedrecitas verdes” aumentaban las fundaciones tras penosos requerimientos, en tanto y las grandes voces de nuestra lengua contrastaban desde España la mordaza impuesta en nuestras colonias.  Se respiraba sin embargo con intensidad en Castilla la herencia mora que ni el sayal de los místicos borraría de una raza que, por sobre las penitencias del cuerpo y durante siglos de batallar con el azadón contra el clima, acabó por asimilarse en el talante castellano. Y es que Castilla es como el alma que gime y desfallece mientras que el silencio se va volviendo palabra hasta elevarse a plegaria.

“Era una Santa de mediana estatura –la describió la monja María de San José en su Libro de recreaciones-, antes grande que pequeña. Tuvo en su mocedad fama de muy hermosa, y hasta su última edad mostraba serlo. Era su rostro no nada común, sino extraordinario, y de suerte que no se puede decir redondo ni aguileño; los tercios de él, iguales; la frente, ancha y igual y muy hermosa; las cejas, de color rubio oscuro, con poca semejanza de negro, anchas y algo arqueadas; los ojos, negros, vivos y redondos, no muy grandes, mas muy bien puestos. La nariz, redonda y en derecho de los lagrimales para arriba, disminuida hasta igualar con las cejas, formando un apacible entrecejo... Era gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada; tenía muy lindas manos, aunque pequeñas; en el rostro, al lado izquierdo, tres lunares... en derecho unos de otros, comenzando desde abajo de la boca el que mayor era, y el otro entre la boca y la nariz, y el último en la nariz, más cerca de abajo que de arriba. Era en todo perfecta…”

Perfecta para sus coetáneos, fascinante en la actualidad por su pluma, Teresa de Jesús respondió a los atributos que la distinguían no únicamente entre las mujeres, sino entre monjas y hombres del siglo: “Tres cosas han dicho de mi en todo el discurso de mi vida: que era, cuando moza, de bien parecer, que era discreta, y ahora dicen algunos que soy santa. Las dos primeras en algún tiempo las creí, y me he confesado por haber dado crédito a esta vanidad; pero en la tercera nunca me he engañado tanto que haya jamás venido a creerla…”

Desde que ella misma fechara su conversión espiritual en 1555, a sus cuarenta de edad y a diferencia de la precocidad de sor Juana, Teresa de Ávila se aplicó cultivar sus gracias extraordinarias. Reformó a los carmelitas de ambos sexos hasta simbolizar en sus pies desnudos el retorno a la humildad que no solo demandaba la sencillez de su misticismo, sino la presión de las críticas luteranas. En la Vida, escrita por encargo de su mano, describió su trayectoria hacia Dios en hermosos pasajes que no sólo revelan los contrastes de sus éxtasis, sino de una España que se debatía entre el furor y la búsqueda de espiritualidad que encendía la pasión de cuando menos tres de las más grandes voces del catolicismo español: ella misma, san Juan de la Cruz y fray Luis de León.

Este 2015, consagrado por el Papa a la conmemoración del Quinto centenario de su nacimiento, resuma sus huellas entre corredores y celdas de San José, su primer convento reformado. Castilla perdura cual signo de hispanidad católica, contraste de sólidas influencias culturales y de los misterios de la fe. Piedra y oro se combinan no obstante en espacios marcados por la sanción y el horror ennoblecidos por cierta aspiración inefable. Ciudad pequeña, ensombrecida por la niebla, por imborrables efectos del ayuno y del cuerpo castigado con silicios: heridas hondas, pues, como aquellas que dejan los arbustos espinosos en la arcilla. Allí se exhibe el dedo de su Santa como reliquia y advertencia. Ese dedo, ya fosilizado, se me aparece en mis insomnios: señal más allá de razones que apunta al horror de los místicos por el pecado de soberbia intelectual. A diferencia de nuestras tierras americanas, tan ajenas al misticismo, allá adquiere sentido la entrega plena, la sumisión ciega a ese Dios de Luz que a nadie, salvo a los elegidos, le está dado comprender. Allí comenzó Teresa de Cepeda y Ahumada a experimentar estados de exaltación alucinante y de enfermedad que, al sacarla de sí “para entra en sí”, parecían depurar su aguda inteligencia y su ánimo creador.

La apetencia indómita que ha desasosegado a los místicos de todos los tiempos está contenida en la convicción de Teresa de que no era "pobre de espíritu", aunque lo tenía profesado, sino "loca de espíritu", lo cual se vincula al arrebato santo que consigue levantarse sobre sí mismo, ir más allá de la "inteligencia del ánima" y alcanzar el calor intenso de la mística teología. Como dijera Francisco de Osuna, "el ánima encendida ( ...) cuando concibe el espíritu del amor en fervor del corazón, en alguna manera sale de sí misma saltando de sí o volando sobre sí". De sí salió Teresa de Jesús para alcanzar la soledad con Dios: única inspiración que anima lo trascendental que a los hijos de las colonias nos es tan ajeno.

Únicamente la memoria peninsular es capaz de explicar porque Santa Teresa de Ávila se impone en cada calle, en cada muro, en la luz que penetra el cuerpo y en la voluntad inútil de "contemplar", siquiera "admirar" a Dios. Para nosotros, producto de un mestizaje con apetito de identidad, queda la evidencia de tiempos, aspiraciones y culturas diferentes: realidad que rebasa al delirio para depositarse en la obligada humildad de los que no eligen destino.

 

Crónica del cambio, 5 En el mismo barco

Unas generaciones se atribuyen el derecho de destruir el mundo; otras se creen consagradas a rehacerlo; unas más lo viven como si desearan devorarlo a grandes trozos; las hay que se creen inmortales y las menos nacen, crecen y mueren asimiladas al pulso de sus días. Mientras que la memoria de las hiperdinámicas abultan la historia por sus luces y sombras, ningún registro quedó de las que no causaron situaciones atroces ni grandes hazañas. Sus aspiraciones fueron modestas, por lo que no protagonizaron conquistas para recordarse. Las letras ni siquiera repararon en ellas y por no suscitar conflictos ni atreverse con andanzas que las hicieran acreedoras de un apartado en los diccionarios enciclopédicos, se fueron como llegaron: entre la agitación de “los otros”, cuya sinrazón los hace sentirse capaces de alterar las leyes del universo o, de menos, gobernar el destino de los demás.

Con más o con menos, nos tocó anteponer el valor del dinero a la vida misma. Esta peculiaridad que estalló con fuerza durante el siglo XXI nos metió a todos en el mismo barco. Antes de reparar en la agresividad del oleaje nos dimos cuenta de que había una primera clase privilegiada y una inmensa galera, temible, para la muchedumbre condenada a padecer los vaivenes de un rumbo equivocado. No hubo elección, tampoco opciones ni cómo sustraerse a las carencias que estrecharon, devaluándolo, al hombre/masa: una figura apenas anunciada en el ayer inmediato, cuando el apetito de los leones capitalistas se saciaba con las codiciadas ganancias de la plusvalía, después convertida en banquete imperial para los escasos convidados al reparto del mundo, responsables del rigor excluyente del determinismo global.

La única democracia lograda por las generaciones más cómodas y mejor formadas de la historia ha sido la que igualó hacia abajo a las mayorías. Abatido el ideal de “bienestar” de los predicadores de la economía y el pensamiento modernos, apareció el paliativo de los derechos humanos para alimentar la fantasía de una justicia inexistente. Ningún filósofo antiguo o reciente discurrió un término adecuado para definir esta forma de dominio monetarista que, para imponerse, “adelgazó” al Estado, “abultó” el ejército de “condenados de la tierra”, se echó a saco sobre los bienes no renovables y multiplicó las urnas como una forma de atraer a los que nada eligen ni pueden modificar su desgracia. El imperio de la especulación marginó además la obra de la cultura, acaparó a discreción alimentos, salud, vivienda y oportunidades educativas y, sobre toneladas de basura, encumbró al mercado como el nuevo dios del consumo sin sentido, sin gloria y sin redención.

Nadie puede desinteresarse de los problemas que afectan al planeta, a los seres vivos y al legado de los muertos que, si acaso, se pondera para atraer al turismo. A diferencia del ayer, hoy se gasta más en elementos represivos que en el cuidado de las personas. En vez de subsanar daños brutales en pueblos largamente despojados y abandonados, los países enriquecidos a su costa no hayan el modo de contener fuera de sus fronteras a cientos de miles de migrantes indocumentados y hambrientos que llegan en pateras, a pie o como puedan a perturbar el apreciado orden de sus urbes y paisajes impecables. Para la civilización enarbolada por la modernidad resulta peligrosa la invasión descontrolada de los desheredados de su tierra y del derecho. Estupefactos por no decir horrorizados, gringos y europeos contemplan el avance de un milenarismo cifrado por la sobrepoblación de los “sobrantes de humanidad”, en tanto y se agravan las muestras de intolerancia y fanatismo.

Mientras que la ONU emite llamados urgentes y propuestas desatendidas en lo esencial, se pierden las voces discrepantes en el alarido desesperado y desesperanzado de quienes, contra toda tentativa democrática, han quedado a la deriva, especialmente las mujeres por su condición vulnerable. Enajenados, supeditados al capricho de facciones y negocios lucrativos, los electores reciben dizque representantes políticos a cambio de su fe electorera. Antes hablaban los escritores –digamos que hasta las postrimerías del siglo XX-, y con limitaciones al menos eran escuchados o temidos por quienes gobernaban. En vez de divulgar ideas nos aturrullan los opinantes. Si unos cuantos se expresan, sus palabras se pierden entre la vorágine  y el vocerío. Si por impotencia, frustración o desaliento callan no faltan reproches por haberse sumado al vacío que dejaron los intelectuales que alguna vez se decían o fueran comprometidos. No hay, pues, para dónde arrimarse. El ruido es lo que impera mientras el sentimiento de humanidad se deteriora bajo los efectos de un vértigo publicitario asfixiante.

En medio de tal barullo, el escritor que aún sostiene la fe en la racionalidad y en el poder vivificante del arte y el conocimiento no puede ni debe renunciar a la reflexión crítica, pues no hay otra vía para restituir el imperativo de la justicia. Ante este recurso necesario para realizar un deslinde entre lo fundamental y lo secundario las generaciones actuales están llamadas a examinar el desorden que no deja a nadie libre de padecer sus consecuencias, inclusive a los responsables de haberlo extremado hasta poner el dilema de cambiar y rectificar o resignarse al declive en picada.

Al margen de mis autores, acostumbro repasar dos libros que considero fundamentales para entender en primer término este milenarismo que estamos padeciendo y, como de paso, ver cómo sobrevive la cultura “entre el plomo y la espada”, a pesar de estar inmersos en la locura y bajo el ángel de la muerte. Si me tienta el pesimismo, si la daga del desaliento me amenaza, acudo a estas páginas para comprobar cómo retoña un sugestivo impulso de creatividad y supervivencia para reconciliarnos con los poderes sanadores de la belleza y el pensamiento. Esas obras, que con la Historia de Roma de Theodor Mommsen –un sabio que me enseñó que hay historiadores que merecen perdurar entre la gran literatura-,  no solo me deslumbraron a mis veinte años de edad, sino que mantengo al alcance desde entonces en el amplio anaquel de mis imprescindibles al lado de Los creadores, una de las joyas de Daniel J. Boorstin que me hubiera fascinado escribir. En pos del Milenio  de Norman Cohn y La decadencia de Occidente de Oswald Spengler me llevan aún de la mano en la ruta de las migraciones, durante las luchas por el poder, los ires y venires del absurdo y la humana estupidez y el asalto a los pueblos más indefensos.

Al escribir estas líneas pensé en Norman Cohn al figurarme las movilizaciones de los que emigran en pos de un sueño, mientras florecen profetas, sectas y nuevos templos que nada envidian al imponderable Joaquín de Fiore ni al montón de místicos, apóstatas, figuras mesiánicas, emisarios del Apocalipsis y cuanto representante de la escatología del fin de los tiempos floreció durante el riquísimo milenarismo medieval.  Invasiones de tierras, desplazamientos masivos, coitos multitudinarios bajo la luz de la luna, hambre, saqueos, destrucción de obras de arte, construcciones invaluables, violaciones… Anarquistas y revolucionarios “iluminados” no faltaron, tampoco representantes del Libre Espíritu, admirablemente estudiado por Marguerite Porete, ni tampoco neoplatónicos, extremistas ni reformistas. En realidad, Europa y la idea de Europa brotó en medio de herejías, protestas, disidencias, seres privilegiados, Cruzadas, misterios, mitos, santos griales y locura y media que, a ojos de la sociología pura –incluida la indispensable de la religión-, compendian uno de los capítulos del descontento popular más próximo a la situación que estamos viviendo.

Una vez más, en conclusión, la lectura oportuna me saca del explicable estado de desaliento que surge al mantener los cinco sentidos en estado de alerta sobre la fealdad, la injusticia, la pobreza y la violencia que nos van poniendo contra la pared al grado de hacernos sentir impotentes, expuestos a los caprichos de los abusivos y vulnerables hasta creernos incapaces de luchar contra la inmoralidad agravada por la imbecilidad. Al caso también recuerdo la valiente revuelta de los comuneros de Segovia, durante el agitado siglo XVI español, que desafiaron al emperador Carlos I de España y V de Alemania al recordarle algo que deberíamos tomar en cuenta:

Todos somos más que uno, aunque uno pretenda ser más que todos.

Adenda: Agradezco sus generosos comentarios enviados por la vía del contacto. Ante tantas limitaciones editoriales estas son las respuestas que me hacen creer que vale la pena persistir, aunque en ocasiones me tiente el deseo de cerrar las páginas.

Mexicanización

El problema no es que exista, es que el Papa le puso el cascabel al gato. Ya no se puede hacer mutis. Digan lo que digan, sobrevivimos de milagro. No se de dónde sacamos energía para soportar tanto horror, tantas mentiras, saqueos, crímenes, carencias, vergüenzas y desgracias. A diferencia de los venezolanos, aquí al menos podemos decir que ya es demasiado, ¡caramba!

Ya nadie puede tirar la piedra y esconder la mano porque la internet destruyó fronteras entre lo íntimo y lo público. Ahora sí es real la sentencia bíblica que nos recuerda que lo que se susurra en los sótanos, se grita en las azoteas. “Infalible” por virtud de su investidura, Francisco tecleó su advertencia sobre los peligros de la mexicanización y la envió al legislador porteño Gustavo Vera. Como Jorge Mario Bergoglio, le externó su preocupación por Argentina; como cabeza de la Iglesia provocó un problema diplomático.  La entrenada habilidad vaticana que sabe sortear lo duro y lo maduro resolvió la tensión de un plumazo al despojarla de importancia; sin embargo, la verdad puso en aprietos al canciller mexicano, José Antonio Meade, quien manifestó “tristeza y preocupación” por el juicio papal. 

Resulta que nuestra realidad no es “de terror”, sino mal de muchos: una tontería inaceptable que ha llevado a reponerle que "hay de males a males".  Agregó que hay que “dialogar” sobre sabe Dios qué para no estigmatizar a nuestra hermosa y límpida República, pero ningún dialogo sustituye la evidencia. Total, que tras los dimes diretes entre el Canciller y los diestros emisarios del Vaticano, “seguimos tan amigos” y aquí no pasó nada, aunque esté pasando de todo. Sabemos que, a pesar de los golpes de pecho, lo cierto es que hasta el Papa entiende con preocupación que padecemos terrible un derrumbe social y que no hay manera de enmascararlo.

El tema es que ya no hay secretos ni discreción: e-mails, mensajes y redes sociales acabaron con los usos de la vieja diplomacia. Se perdieron velos, susurros y reductos para negociar y ya no hay manera, al menos no por mucho tiempo, de actuar o hacer política a la sombra. Aun las argucias del diablo tienen un testigo, un wikileaks o un escucha computadora en mano. Distinto a sus antecesores, el Papa ventila  verdades ocultas secularmente bajo sotanas y con ello se suma a la imparable vertiente de decirlo todo y trasmitirlo todo que, en cierto modo, puede hacernos más libres no obstante sus desventajas.  Con la misma espontaneidad Francisco denuncia a las mafias cardenalicias y sacerdotales que desafía al cerrado protocolo del clero más rancio. Las cosas, por consiguiente, “ya no son como antes”, ni siquiera en el Vaticano. Progresista para los intolerantes, moderado entre quienes desearían que la Iglesia diera un salto de siglos y “de buen talante”, lo cierto es que el argentino pone a temblar a curas y seglares que se creían intocables. Respecto de su “opinión” -personal o no- sobre el horror que padecemos, no es ni falsa y menos aún intrascendente.

Lo divertido es que cuando estalló públicamente eso de la mexicanización, él se apartó a meditar, como buen jesuita, y dejó en manos de los experimentados obispos la nada difícil misión de suavizar el lomo del gobierno de México. Zorros tenían que ser: no por nada ostentan dos milenios de experiencia. El asunto, pues, está saldado por ambas partes, a la mexicana y con suavidad cardenalicia; es decir, haciendo mutis tras chillar un poquito y al final aceptar que “no pasa nada” o al menos que ocurre un poquito, pero "con gran esfuerzo" el gobierno ya está atendiendo el problema.

Pero resulta que sí, que lo grave es verdaderamente grave y la malhadada mexicanización es una verdadera tragedia. La vimos venir, pero nadie y menos los gobernantes, entendieron el peligro anunciado. Siguieron enfrentamientos criminales, la expansión del narco poder, la degradación de las instituciones, un imparable derramamiento de sangre, secuestros, asaltos, blanqueo de capitales, alianzas y componendas, extorsiones, el imperio del miedo, impunidad, mentiras y cuando destruyó hasta la médula el tejido social.

El problema creció y no hubo hazaña, ley ni poder que frenara su avance frenético. En principio los mexicanos callaron, pero la desmesura puso en evidencia no solo la podredumbre, sino la ingobernabilidad: secuestros, asaltos a mano armada, feminicidios, robo de niños, abusos de autoridad, extorsiones, desaparición de personas, asesinatos sin cuento, impunidad, ataques a caminos y bienes federales, toma de plazas, agresiones inimaginables… El episodio de los 43 de Ayotzinapa rompió el falso y frágil equilibrio entre resistencia popular e ineptitud del gobierno y se abrió el paso a las primeras manifestaciones masivas de la que ya es un rebelión de consecuencias impredecibles.

La tragedia comenzó a manifestarse partir del último tercio del pasado siglo. Se ignoró el pasado y se desdibujó el futuro. En cuestión de ideales y guía, nos quedamos con las manos vacías. Aunque deficiente, el proyecto del levantamiento armado estableció el compromiso ineludible de la Constitución. Indicó un rumbo económico al Estado; precisó el deber de educar y prometió resolver el problema más antiguo del país: el desarrollo agrícola.  Siete décadas tuvieron los “gobiernos de la revolución” para realizar sus deberes, pero la mezcla de ineptitud, corrupción, autoritarismo y ausencia de madurez de la sociedad devino en desigualdad, injusticia y tremendos daños colaterales. Sobre saldos nefastos y gobernantes nada confiables, agregamos caos a una crisis que empeora en vez de mejorar.

Del nacionalismo que manipuló a varias generaciones, el sistema forjó el fracaso de los grandes modelos que, a saltos de contrarrevolución y políticas dirigidas a un orden estabilizador, declinó en la demolición de estrategias que pudieron crear un México digno y equilibrado. Lo impidieron una burocracia enferma, un sindicalismo abyecto, ignorancia brutal y el desbarajuste de medidas insensatas y teñidas de presiones internas y externas, solo favorables al monetarismo de los macropolios que han puesto contra la pared a las mayorías.

Entre la vergonzosa degradación de las izquierdas y la ausencia de un proyecto democratizador por parte de las derechas, el pluripartidismo no solo no contribuyó a sanear la herencia política del “sistema”, sino que encumbró la corrupción al asimilar vicios de la “dictadura de partido” hasta causar la mayor crisis del México contemporáneo.

Por su parte, la mayoría observa pura degradación, sea ésta ecológica, social, cultural o económica. Y así estamos: rehenes de la violencia, atenazados por la anarquía de los que marchan, toman plazas y destruyen lo que pueden y atrapados en los varios frentes de la disolución. El desaliento enciende el enojo y una onerosa y amañada actividad electorera nos abruma con su imbecilidad. La mexicanización pues, también entraña un estado del espíritu que debió evitarse porque, como se sabe, a la descomposición social sigue el estallido armado.

No atender la regulación normativa ni los recursos civilizadores de la educación y la cultura es el gran yerro de los poderes vigentes. Ya son inocultables las consecuencias del abandonado del deber primario de toda política pues, sin justicia, no hay democracia ni paz ni orden posibles. Las advertencias se multiplican pero, ciegos y sordos, los políticos eligen la insensatez y la rapiña en vez de concentrarse en las prioridades. Y lo principal es abatir la mexicanización. No hay más.

Crónica del cambio, 4

http://www.brainpickings.org/2012/07/25/susan-sontag-on-writing/

http://www.brainpickings.org/2012/07/25/susan-sontag-on-writing/

El rigor puritano de la Guerra Fría calentó el ánimo de los boomers. Según la ley de Newton que indica que a toda acción hay una reacción de igual intensidad pero en sentido contrario, el rock aceleró el ritmo de un baile contestatario y de tal modo masivo que no hubo FBI ni poder represor como el de Edgar Hoover que contuvieran un hartazgo comandado por los jóvenes. Sindicatos, universidades, miembros de organizaciones del Tercer Mundo, intelectuales, artistas… El grito colectivo estremeció los Estados Unidos y, como onda expansiva, Occidente participó de una rebelión que activó la hora de los ismos: hippismo, tercermundismo, anticolonialismo, antirracismo, pacifismo, antiimperialismo, anticapitalismo. Si cada vertiente sacudió el “orden” y el bienestar asegurado de los tax payers, tanto al formidable activismo de los negros como al feminismo correspondió agitarlos desde sus cimientos.

Demasiadas emociones para una década. Los derechos civiles eran el tema y se acomodaban a medida. En tanto y Martin Luther King atizaba su capítulo aparte,  Susan Sontag, fiel a su natural contestario y enemiga de etiquetas que pusieran en duda su talento y presencia social de excepción, respondió “que cada generación produce unas pocas mujeres geniales (…) caracterizadas por su energía, voluntad y valor ‘masculinos’”. Orgullosa de pertenecer a “esa banda de primera categoría”, frecuentada asímismo por minoría de hombres, enfrentó con altivez el calificativo de soberbia con que intentaron desacreditarla. Que nunca había sacrificado su mente a ninguna idea trivial porque desde pequeña supo que el conocimiento era su razón de vivir. Ávida de entender y abarcarlo todo, consideró que la rebeldía femenina era una de las primeras etapas de agitación de un periodo que se juzgaría como irrepetiblemente vital y decisivo, especialmente por las transgresiones artísticas y las osadías civiles que anticiparon un cambio real de la cultura y la sociedad.

Precoz, intimidaba por su extraordinario físico y las lecturas acumuladas desde su infancia.  Fue un carácter, no obstante requerir cariño con desesperación. Aceptarse distinta fue el primer paso hacia la libertad, aunque su vida difícil la hizo guerrera. Irreverente, buscó el amor aun en la bisexualidad y fue pareja de la fotógrafa Annie Leivobitz unas tres décadas. Nada apagó su capacidad de seducir. Que solo pensaba en las causas justas y escribir bien era la mejor revancha contra sus detractores. Puso en evidencia a las instituciones intelectuales dominadas por los que pretendieron ridiculizar su originalidad, autonomía y potencia crítica. Adelantada hasta el final y sin duda una de las escritoras más brillantes del pasado siglo, supo deslindar lo fundamental de lo secundario en la batalla por la equidad. Enemiga de lugares comunes, marcó un hito con su obra, sus juicios “temerarios” y su vida agitada. Defendió el compromiso que entraña “la pena y la rabia de una mujer”  obligada por su entorno a asumir papeles que, además de calificarla por debajo de sus capacidades, fomentan clichés estéticos, políticos, eróticos y sociales que constriñen su naturaleza.

Con más claridad que la mayoría de sus coetáneas –feministas o no-, Sontag se aferró a la razón para romper la tendencia “esencialmente reaccionaria” de las demandas reformistas que estrechan, limitándolas, las energías militantes. El cáncer de mama que la aquejó en plena madurez la llevó a desarrollar un hasta entonces inexplorado sentimiento compasivo que no apagó su furor. La enfermedad, complicada años después con la leucemia mielógena que le causó la muerte en diciembre de 2004, a los 71 años de edad, suavizó su espíritu, aunque radicalizó sus posturas inclusive contra la política exterior estadunidense. Hasta el dolor que padecía encumbraba su originalidad como pensadora.

Probó y se probó en el periodismo y en casi todos los géneros literarios. Aun en su breve tránsito como guionista y directora de cine, ejerció la denuncia como extensión del pensamiento “abierto a todo”. Nunca apartó su mirada del arte ni declinó su interés por la arquitectura y la fotografía. Cuando a principios de los setenta encontró en la Cuernavaca del CIDOC un semillero de ideas y propuestas estéticas presidido por su amigo Ivan Illich, públicamente se refirió, alarmada, a la violencia de México y los mexicanos “imprudente”, la llamaron por criticar a este país al que quizá solo viajaba para estar en aquel Centro de excepción, iluminado por un puñado de inteligencias de excepción que, por supuesto, no tardaron en ser acosadas.

Desde la publicación, en 1966, de los ensayos reunidos en Contra la interpretación, hizo suya una antigua batalla contra la hipocresía, la superficialidad y la indiferencia éticas y estéticas. Se desmarcó de escritoras reconocidas como Mary McCarthy y Hannah Arendt para concentrarse, con su enorme cultura, en asuntos aún polémicos como el de desmontar las mentiras que por simpatías ideológicas, repiten escritores que deberían comprometerse con la sinceridad. En tal sentido, tampoco dudó en criticar “la doble moral” de García Márquez por encubrir los asesinatos y callar frente a las persecusiones y atrocidades cometidas en Cuba.  Exhibió las trampas del comunismo, a pesar de declararse de izquierdas, lo que la situó en una línea reflexiva a favor de las utopías libertarias, antibelicistas y fundadas en su certeza de que “interpretar es empobrecer, reducir el mundo, para instaurar un mundo sombrío de significados.” Sus tesis polémicas, indivisas de la libertad sexual, y aplicables a la descomposición actual del orden mundial, no solo la mantienen a la vanguardia de la crítica, sino que hubieran colmado las aspiraciones tanto de su admirada Simone de Beauvoir como de una nostálgica de la racionalidad femenina, como fuera la suicida y de alma quebradiza Virginia Woolf.

Precisamente sería Virginia quien en los años veinte, cuando posó su mirada sobre la presencia de las mujeres en la literatura, afirmó que era comprensible que la ficción fuera una de las primeras profesiones femeninas. Que les bastaba hacerse de papel y tinta para vaciar emociones y sentirse ellas mismas, sin dejar de ser el “Ángel de la Casa”: estereotipo victoriano de la mujer comprensiva, sacrificada, encantadora, carente de egoísmo y formada para adherirse a la opinión y al deseo de los demás.  Enemiga de este tipo enajenado y enajenante, en Tres guineas -espléndido alegato contra los prejuicios que marginaban a la mujer de los privilegios del saber y de la autonomía en todos aspectos-, reivindicó su derecho a participar de un mundo racional, pacífico y en total equidad entre los géneros.

Virginia guió su pluma hacia el ejercicio crítico para descubrir primero en colaboraciones periódicas y posteriormente en la novela, el ensayo y la escritura de su diario, que solo la independencia económica libera a la mujer.  Mediante el ensayo o con tramas y personajes espléndidos recreó la Inglaterra ultraconservadora que tanto padeció: un medio contrario al símbolo creador y “poético” del “cuarto propio”, donde cualquier escritora pudiera aislarse de sus tareas familiares. Sus aspiraciones reflejan el carácter de su época: consumar su independencia como mujer pensante y ajena a las presiones de la sociedad, la religión y las cuestiones financieras que limitan el pensamiento era, entonces, requisito para conquistar palabras y significados que la historia le había negado a las mujeres.

Modelos diferentes de intelectuales comprometidas con el feminismo, Simone de Beauvoir, Sontag y Woolf, sin desdoro de menos conocidas por la mayoría como las admirables Edith Stein o Simone Veil, continúan ejerciendo una gran influencia en la ya numerosa participación femenina en las letras. Las tres consideraron que el ensayo es el género maestro, corona o “sinfonía” de las letras, aunque Beauvoir, como sabemos, careció de talento literario. Y es que, sobre  la ficción, la obra ensayística exige una gran cultura, imaginación, claridad, destreza con las palabras y juicio crítico. Si bien son pocos los grandes ensayistas, entre mujeres sigue siendo rareza, pero las que en verdad lo son, no pasan inadvertidas: de ahí que las consideren amenazantes.

Otra vertiente de la denuncia, no menos escandalosa, sería encabezada por Erica Jong al publicar, en 1972, Miedo de volar: obra incómoda, si las hubo, sobre fantasías sexuales de mujeres nacidas en la década de los cuarenta. Primera versión femenina del orgasmo, del placer y de cuanto solo era descrito e interpretado por hombres, Erica arrancó el velo de todas las prohibiciones. Con el agregado del humor, la ironía y no pocas revelaciones en boca de Isadora, personaje que trascendió las froneras de la ficción para burlarse inclusive de la impotencia masculina, Jong realizó un retrato no solamente del pensamiento femenino, sino de la mujer amante y amadora que, desde su perspectiva, retrata los prejuicios masculinos.

Vida sexual en libertad –sin temor al embarazo- y estallido de la inteligencia educada serían, por consiguiente, ejes de la mujer independiente. Es esa mujer abierta que dota de un nuevo sentido a sus atributos. Es, pues, la que por vez primera en la historia, se arroja a la difícil tarea de decir la verdad, conquistar su propio espacio y establecer la individualidad que le fuera negada desde la noche de los tiempos. Vista desde cualquier perspectiva, la propuesta feminista compromete a hombres y mujeres en idénticos términos. De suyo implica otra forma más racional y libre de ser, pensar, actuar y relacionarse. Como bien entiende el que sabe leer más allá de lo aparente, se trata de respetar las diferencias,  dignificar la existencia y, a fin de cuentas si se pudiera, de vivir en armonía.

Crónica del cambio, 3

Del amor cortés y el cachondeo tras la cortina al “rapidito” sin compromiso y con condón, la sexualidad ha requerido casi dos milenios para transitar desde el secreto medieval y su cinturón de castidad hasta el grito publicitario que banaliza la intimidad y la estética femenina para supeditarlas al utilitarismo monetarista. En tan prolongado y complejo proceso de cambio, la relación entre los sexos condiciona su densidad desigual. Así consta en el discurso de pensadores, políticos, artistas, prelados, teólogos, comerciantes y jueces que indistintamente y a discreción, definen aún qué son las mujeres, qué les corresponde, qué pueden o no hacer y/o desear y hasta dónde son responsables de endulzar o amargar la vida de los otros.

Los indicios indican que los hombres de las cavernas vivieron su sexualidad como las demás especies, lo que implica que entre lo femenino y lo masculino había diferencias funcionales que no causaban conflictos de poder. Si bien las mitologías están cargadas de coitos, infidelidades, cortejos, engaños, argucias y venganzas que muestran intereses en pugna entre hombres y dioses, los relatos bíblicos dan cuenta de lo prohibido y permitido como principio de heredad y orden comunitario. Lo interesante es ver cómo la mujer ha sido objeto de discusión excluyente, rivalidades, pecado, normativas, cuestiones económicas y “legitimidad masculina” que, con el agregado del sexo como espectáculo, la confina en los hechos a un plano secundario. De responsable de la pérdida del Edén a poseedora de magia negra y dueña de fuerzas oscuras hasta guardiana del hogar, madre coraje o parte del coro llorón en todas las tragedias, conservó durante milenios un mismo papel no solo a la sombra de la historia sino imposibilitado de gobernar su destino. Sin embargo, el salto mortal hacia el quirófano para dejar de ser una misma se antoja inimaginable incluso por las mentalidades más futuristas.

Basta levantar el velo que cubre amañadamente el pasado remoto o cercano para comprobar que lo relativo al sexo y al género ha sido tema de discusión permanente y móvil de inquietud y desigualdad entre las personas. A la par de este capítulo trascendental de la historia se han desarrollado los modelos religiosos, políticos y económicos de dominio.  Aunque la conducta sexual ha espejeado en distintas épocas avances, prejuicios, supersticiones y retrocesos, es todavía tabú y motivo de especulaciones en sociedades modernas, por la misma causa: la mujer es pretexto determinante de la censura, la transgresión y las libertades a excusa de su capacidad creadora y los deberes establecidos a partir de la interpretación circunstancial de su maternidad. Cuando en las sociedades cerradas las inconformes pretenden equidad, siquiera para sortear el cerco de la pobreza y el saber que las inmoviliza, como es visible aún en teocracias islámicas y pueblos regidos por la ley de usos y costumbres, las reacciones patriarcales no reparan en prodigar castigos ni severas medidas de control que llegan al extremo de la lapidación, el repudio público o la humillación en cualesquiera de sus expresiones, sin descontar la vigente y aún popular ablación parcial o total.

Ante el estallido occidental de vertientes feministas que en los años sesenta esgrimieron la sexualidad como puntal de igualdad, Octavio Paz aclaró a regañadientes a Anilú Elías que las mujeres no se daban cuenta de que el feminismo era la mayor revolución del siglo XX. Agudo observador de la reacción en cadena que desataría una rebelión femenina colectiva y consciente, Paz advirtió que nada sería igual en el orden mundial a partir de que las mujeres renunciaran a su postración ancestral, rompieran el silencio, se adueñaran de su palabra, participaran del mercado de trabajo remunerado, asumieran las consecuencias de la libertad sexual garantizada por el descubrimiento de la píldora anticonceptiva y se atrevieran a dejar de ser agentes pasivos en las relaciones de poder.

Lo que no previó el poeta, sin embargo, es cuán difícil sería, bajo el modelo económico imperante, que la mujer dejara de ser eje reproductor de la miseria, a pesar de que la moderna estructura familiar rompiera con las tradiciones y aunque gradualmente accediera al antes proscrito universo del saber y del ejercicio del derecho. Tampoco imaginó hasta dónde continuaría como sujeto de estereotipos que, no obstante presiones feministas, decretan modos de ser,  de actuar, de “agradar” al hombre y de vulnerar la esencia femenina, en detrimento de su propia naturaleza. En sus alegatos por la democracia, Paz no consideró que ésta no es ni será posible sin la transformación radical de las mujeres y su prole ya que vicios, aspiraciones y logros sociales comienzan y recaen en núcleos regidos por las madres.

Ya no se trata, por otra parte, de ser o no un objeto sexual, como se quejaran las primeras feministas ni de legitimar un lugar propio desde el cual desarrollar atributos en situación de equidad, sin descontar el derecho al placer. Se trata de aceptar o no la alienación que provoca la caricaturización de la feminidad supeditada al culto de las cirugías y a las inabarcales y por demás inútiles técnicas “antienvejecimiento”. A base de silicones, liposucciones, bótox y cuanta ocurrencia lucrativa promete un cuerpo y un rostro “envidiables”, se pretende ser otra por fuera, aun a costa de convertirse en esclava de una impostura. De este modo y cada vez con mayor dramatismo cobran vida “Las hortensias”: muñecas sexuales maravillosamente ideadas por el escritor uruguayo Felisberto Hernández, célebre por sus complicadas relaciones con las mujeres. La mirada de los hombres, por consiguiente y con el agregado de lo ilusorio, continúa gobernando la voluntad, las aspiraciones y la conducta de un género subestimado al grado de que tener que enmascararse o reinventarse para –supuestamente- ser aceptadas, valoradas o queridas.

En tanto millones de mujeres en nuestro país y en el mundo sortean el riesgo de subsistir en condiciones a veces infrahumanas, las privilegiadas económicamente se convierten en rehénes del individualismo y del repudio a sí mismas a causa de la edad. Hemos caído en una ezquizofrenia paralizante y peligrosa que no augura buen fin. La sociedad de consumo impone los términos de aceptación o rechazo regidos por lo aparente. Lo actual es el dilema de acatar o no el dictado de una falsa estética –la de “las hortensias” a medida que no envejecen- que arrastra consigo la tendencia a repudiar o encumbrar a la mujer por su aspecto.

¿Dónde está la equidad anhelada? Se modifican los escenarios y perduran las causas para seguir luchando por conquistar una forma de vida digna y armónica. Los contrastes son importantes, pero más significativo es el hecho de que la mujer, en lo general, no deja de ser una invención a medida de la época. La antigüedad está poblada de diosas batalladoras, humanizadas en ocasiones, fecundas o estériles que intervienen directa o indirectamente en las hazañas de los héroes, pero sin dejar de ser, en lo sustancial y salvo excepciones, sujetos pasivos en el gobierno de su destino y la administración del poder. Perduró durante milenios el primordial estereotipo maternal, servicial y doméstico mientras los hombres luchaban y se jugaban la vida rivalizando, saqueando, violando o ardiendo de pasión. Testigos de escaso valor que acompañaban como llorona o en sordina a vencedores y vencidos, a tiranos y víctimas, las mujeres se cansaron de su condición de sombra y, gracias a la rebeldía inaugural de las sufragistas, comenzaron de manera acelerada los saltos hacia su incorporación activa en la sociedad. Más de un siglo y muchas presiones feministas han transformado a las sociedades desde entonces, pero el proceso revolucionario continúa incompleto, como veremos.

 

Crónica del cambio, 2

Gracias a la derrama benéfica de los estudios clásicos, los abuelos decimonónicos privilegiados aprendieron algo invaluable, al menos en términos ideales: saber quiénes eran y cuál era su lugar en el mundo, en su entorno, frente a los demás y respecto de los deberes que les correspondían. Con los primeros pasos del México independiente supieron que así como el conocimiento es la mejor inversión y lo más redituable, la ignorancia es y será lo más costoso. Con esta certeza y a partir de la vicepresidencia de Gómez Farías se instauró la costumbre de discurrir proyectos educativos luminosos y, al punto, caer en un círculo vicioso que, como el de Sísifo, repite el esfuerzo inútil y se repite en la infecundidad más absurda. Igual que Sísifo, todos los gobiernos mexicanos se han hecho con su piedra enajenante para empujarla hacia la cima y no lograr nada, salvo revestir un carácter nacional con la ilusión de estar haciendo algo grandioso sin salir del oscurantismo.

Educar equivale a abrir espacios, mover capacidades, despertar e iniciar un diálogo vitalicio con lo distinto y el acontecer de nuestro tiempo. De ahí que el intelectual sea una suerte de vigía, una voz de advertencia. Aun a riesgo de equivocarse, cuanto ve, descubre, asimila e interpreta participa de la incesante fecundidad del saber que revitaliza y dota de sentido el esfuerzo humano: justo lo contrario del absurdo de Sísifo. Si el intelectual examina la complejidad de actitudes y peculiaridades humanas, un pueblo educado cuenta con  herramientas materiales y racionales para dignificar su existencia. Y esa es la oportunidad que, generación a generación, se le ha negado a la mayoría en nuestro país.

Alguna explicación muy sesuda habrá para esta condena de repetir corrupción, fracaso, esfuerzo inútil, engaño, mediocridad gubernativa, incivilidad, envilecimiento… Como no sea maldición suprema, análoga a la de Sísifo, cuesta atinar con justificaciones al por qué, desde la Independencia, México no se levanta sobre si mismo y se vuelve potencia. Que si los resabios coloniales, que si invasiones, que si intervencionismo extranjero, que si pugnas internas… Excusas sobran, pero lo inequívoco es que cuando surgen los pensantes que saben quiénes son y cuál es su lugar en el mundo, al punto “las fuerzas oscuras” encuentra el modo de marginarlos, hacerlos transparentes, anularlos, ningunearlos. Bien ilustró el fenómeno Jaime Torres Bodet con una metáfora perfecta: “México es una llanura; al que asoma la cabeza, se la cortan.”

No saber qué se es, quién y para qué: he ahí el fracaso educativo del Estado. Enajenado, el pueblo no sabe cuál es su lugar ni qué le corresponde. Está incapacitado, por ende, para respetar y reconocer el lugar del otro. Así los burócratas y ni que decir de la clase dirigente. De ahí que todos invadan, abusen, saqueen y mancillen. Unos toman caminos, bienes e instalaciones públicas y privadas; otros se van sobre el presupuesto y cado uno, desde su confusión existencial, practica la mexicanísima y envilecida miseria moral que nos define: “te chingo para que no me chingues… Si todos roban y abusan, yo también… Pendejo el que se deja… Para un cabrón; cabrón y medio…”

Entre lo perdido con los ideales de los fundadores de la República destaca este necesario conocimiento de la identidad individual y cultural. El sistema contribuyó a degradar la inteligencia educada al ritmo en que rompió ligas con el pensamiento crítico, a pesar de que el priísmo cultivó relaciones discrecionales entre el poder y las letras. A querer o no, la influencia de los intelectuales fue determinante, desde el siglo XIX y hasta el fin del XX, para crear un modelo de país cuyos propósitos concluyeron con la crisis de la sociedad y del presidencialismo. Hoy, todo es desbarajuste.

Destruido el puente entre la razón crítica y los estilos de gobernar se dispersó una criminalidad tan extrema y descontrolada que, en pocas décadas, acabó con la legitimidad de las instituciones, con la gradual estructuración de la sociedad y  su posibilidad de democratizarse. El descenso actual demuestra hasta dónde es determinante el compromiso de la inteligencia para contener excesos de poder. No hay duda de que uno de los grandes errores del neoliberalismo ha sido menospreciar la cultura y encumbrar una economía carente de principios humanitarios, cívicos y dirigidos al bienestar de los más.

Si examinamos contrastes entre el tipo de pensantes del siglo XIX, los del XX y los actuales destacarán cambios radicales de nuestra cultura específicamente política. No son los únicos que espejean con fidelidad el carácter del medio que los formó y los problemas que determinaron sus ideales, pero unos cuantos ejemplos de época como los de Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez, José Vasconcelos u Octavio Paz –cada uno en su circunstancial relación con el poder-, sirven de referentes de cómo se ha modificado no solo nuestra realidad, sino los conceptos de patriotismo, decencia y aspiración civilizadora.

Los cambios de moralidad son notorios, por ejemplo, entre los liberales del XIX y el oportunismo generalizado de parlamentarios contemporáneos. Enriquecerse a costa de las nóminas, mediante componendas y partidos políticos corruptos, es práctica tolerada por la ciudadanía ignorante de lo que significó el caos decimonónico. Sin educación en el ayer remoto y con una enseñanza tan deficiente como la conciencia cívica hoy, nuestro país no suelta su signo de la derrota. Por eso somos un Estado a medias que ni se levanta ni endereza su voluntad. Y eso avergüenza.

Producto de un romanticismo conmovedor, la mayor parte de las biografías de los liberales decimonónicos están cifradas por su disposición a la lucha y al sacrificio. Así como hoy metemos la mano al directorio del sector público y la sacamos enlodada, en el ayer en el que todo estaba por construirse, brotaban la probidad, el espíritu de superación o la urgencia de garantías individuales. Una Constitución laica y “progresista” como la de 1857, provocó enfrentamientos encarnizados entre facciones rivales, pero logró imponerse como el mayor triunfo de aquellos hombres de acción y de pensamiento: nada qué ver con la medianía penumbrosa de los que gobiernan y dizque nos representan.

Todo ha sido poco a poco, entre obstáculos y pugnas internas entre nosotros. Sin embargo, los pasos hacia delante han sido inseparables de la presión de las mentes más avanzadas. Y eso es lo que falta: empuje crítico y actuante, conciencia responsable, inconformidad sensata de liberales tan distinguidos como el muy novelable Ignacio Ramírez. Él, en las horas más negras y urgidas de laicismo para crear un Estado, se atrevió públicamente con afirmaciones tales como “No venimos a hacer la guerra a la fe sino a los abusos del clero. Nuestro deber como mexicanos no es destruir el principio religioso sino los vicios y abusos de la Iglesia para que la sociedad camine de manera amancipada.” O también: “El crimen más grande que puede cometerse contra cualquier ciudadano es negarle una educación que lo emancipe de la miseria y la excomunión”.

Hay que repetirlo hasta que se entienda: sin intelectuales hubiera sido imposible establecer la República; sin apoyo a la cultura, México seguirá esclavizado y por debajo de sus posibilidades. Hay que combatir el símbolo de la derrota estrechando la distancia entre la inteligencia educada y el oscurantismo de la mayoría supeditada al paternalismo. No hay duda de que subyace en el inconsciente colectivo la nostalgia de una mezcla de mesianismo y ángel exterminador encarnado por Vasconcelos. De ahí que la gente sueñe y pida al cielo “líderes” que la saque de su postración. No saben que esos  encantadores de masas se llamaron Hitler, Mussolini, Stalin, Franco…

La crónica del cambio es desalentadora.  La división entre saber e ignorancia es correlativa a la de querer, saber cómo y poder hacerlo. De ella se nutren los malos y peores gobiernos. De esta división se nutre el círculo vicioso de los yerros, las crisis y los descensos que nos acercan más a Sísifo que a la rebeldía creativa de Prometeo.

Parece remota y caricaturesca la figura del dictador Antonio López de Santa Anna, pero encarnó a plenitud el carácter del poder. La historia desvela más similitudes entre sus desvaríos, su megalomanía, abusos de su régimen dictatorial y los personajes creados por “el sistema”. Tal la maldición sisífica. Tal nuestro absurdo irredento. Nada nos saca de nuestra ancestral postración. Bien lo dijo Alfonso Reyes al referirse a la que llamó, con cierto optimismo, “La hora de América”: hay que despertar y mantenernos con el ojo en alerta; hay que agitar la razón y moverse. “No vaya a ser que la Fortuna toque nuestra puerta y nos encuentre dormidos”.

Crónica del cambio, 1

No que el pasado fuera luminoso o excepcional; claro que no: había problemas graves, desigualdades de todo tipo, una discriminación étnica y femenina de horror, hambre y cuanto ha hecho decir a historiadores y sociólogos que el siglo XX fue uno de los más violentos y contradictorios de la historia moderna. Dentro y fuera del país había motivos para estar airados y entre el que más y el que menos todos tenían propuestas y sueños de libertad. Parecía terrible y eterno el panorama de militares con poder, dictaduras con o sin uniforme, guerras mundiales y revoluciones que por edad no nos tocaron aunque –efecto prolongado de la Guerra Fría- si nos alcanzaron el abominable imperialismo, la censura y el terrorismo de Estado. Los levantamientos armados que situaban a obreros y campesinos a la cabeza de la lucha por la justicia era cosa de todos los días;  sin embargo, en medio de nubarrones, remansos y uno que otro tsunami que complicaba la lucha de clases de la que hoy poco y mal se habla inclusive en las aulas, se dejaba sentir el efecto expansivo de la palabra crítica, la voz proscrita o el juicio temerario de quienes desafiaban al poder y las prohibiciones.

Eso es lo que algunos echamos en falta en este imperio del vocerío, tan lleno de “opinantes” de todo, estudiosos de nada y embajadores de la medianía, indiferentes al compromiso ético de la inteligencia y, sobre todo, manipuladores de “la opinión pública”: el debate razonado, la discusión fundada en el conocimiento, el brote de vanguardias iluminadoras y el color peculiar que adquiere la cotidianeidad cuando nos rodean evidencias de hasta dónde lo mejor de la humanidad está en activo. No es que hayan desaparecido las grandes mentalidades, es que la cultura del ruido las ha marginado, menospreciado y reducido a nerds “que no viven la vida” ni se fusionan a la velocidad de lo efímero.

Gracias a la obra de los “intelectuales comprometidos”, según definición larga, controversial y   expansiva de Jean Paul Sartre, muchos aprendimos a razonar sin aceptar ataduras, ortodoxias ni prejuicios, a pesar de que los que nos antecedieron  se agarraron a una u otra ideología con tal fanatismo que por necesidad de entendimiento o sobrevivencia, los lectores acabamos descreyendo de todo, inclusive de ellos. Y es que aquellos patriarcas de la razón confundieron ideología con religión y actitud política con acto de fe. El resultado, como se sabe, no solo fue el gran fracaso del comunismo, también el resbalón del capitalismo salvaje y de manera gradual, hasta hacerse visible el efecto nefasto del mercado global, el fin de la figura del intelectual como autoridad moral que, entre nosotros, tuvo grandes representantes, aunque solo Octavio Paz consiguió elevarse sobre sus colegas en su carácter de “Presidente de la República de las Letras”, cuya significación literaria, social y política iré desmenuzando en páginas posteriores.

Por encima del efecto académico que a partir de los años sesenta fueran sacudidos y obligados a modernizarse por los Baby Boomers, hay que reconocer que la verdadera formación de varias generaciones se debió, en primera instancia y gracias al trabajo de los expatriados españoles, al estallido editorial de la segunda mitad del siglo. De pronto la memoria del Holocausto se situó entre las mayores preocupaciones testimoniales y, desde las páginas de Primo Levi hasta el cine documental, el periodismo de investigación y la literatura autobiográfica ingresaron al género de la denuncia que determinaría la politización masiva de sociedades dispuestas a abatir tiranos, al menos en apariencia.

De suyo la historia, por consiguiente, recobró importancia entre los jóvenes y los intelectuales mexicanos, en atención a una de las mejores herencias españolas,  remontaron la costumbre decimonónica del periodismo, sin la cual hubiera sido casi imposible la fundación de la República. De esta manera, durante los emblemáticos años sesenta, los escritores adquirieron una trascendental presencia social y política a través de su regular participación en la prensa diaria que redundó en dos fenómenos característicos de una época de transformaciones radicales: la relación entre el poder y las letras y, en el otro extremo, el vínculo del pensamiento educado con los medios masivos de comunicación.

La era del intelectual aislado en su gabinete llegaba poco a poco a su término para dar lugar a una transición en pos de democracia que, aún sin propósitos claros, inauguraría el actual siglo con una partidocracia que a los mexicanos nos hundiría en una enojosa confusión de principios que, a la fecha, no solo no atina con soluciones confiables, sino que a causa de tantos problemas generados por la corrupción tolerada por la sociedad, provoca una gran necesidad de recobrar los espacios de la voz, las ideas y la crítica protagonizada por los intelectuales.